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Los albigenses

Los albigenses - C. R. Maturin

Los albigenses - C. R. Maturin

Resumen del libro:

La narración de Los albigenses comienza un día de otoño de 1216: los supervivientes de las matanzas de Béziers y Carcasona que habían huido a los montes emprenden un éxodo en busca de amparo hacia las tierras del rey de Aragón. Pero su camino pasa junto al castillo de Courtenaye que les impide el paso. El señor de Courtenaye, asustado, envía emisarios al conde De Montfort y al obispo de Toulouse, un consumado villano gótico, pidiéndoles ayuda. El castillo de Courtenaye, como el de Otranto o el de Udolfo, y como todos los castillos de la ficción gótica, se convertirá en un hervidero de intrigas y horrores…

CAPÍTULO I

Un airoso caballero venía picando espuelas por la llanura.
SPENSER

La cruzada emprendida contra los albigenses durante el reinado de Felipe Augusto, en el año 1208, había dado los resultados más decisivos, y logrado extirpar casi totalmente a esa gente de la provincia del Languedoc. El saqueo y expolio de Béziers, la despoblación de Carcasona, la ausencia del conde Raimundo de Toulouse (malhadado favorecedor de los albigenses), que había ido a Roma a hacer las paces con el Papa, la muerte de su sobrino el conde de Béziers, y el terror general sembrado por las arrolladoras conquistas y terribles crueldades del conde Simón de Montfort, capitán de los ejércitos de la Iglesia, apenas habían dejado una víctima, se creía, para otra cruzada. Pronto comenzaron a surgir, sin embargo, ocasionales disturbios, debido al celo inextinguible y espíritu de proselitismo de los pocos albigenses que habían sobrevivido; aunque nada digno de reseñar acontece hasta Finales del año 1214, en que el regreso de Roma del conde Raimundo, sin haber conseguido el objeto de su viaje, dio pretexto al legado del Papa para celebrar un concilio en Montpellier, y proclamar una segunda cruzada contra los seguidores de Waldo. El conde Raimundo había defendido enérgicamente la causa de éstos ante el Papa; sus denuncias de la crueldad, avaricia y violencia del conde Simón de Montfort y del obispo de Toulouse fueron apoyadas y confirmadas por las de Arnaud de Villemur y Raimundo de Roquefeuille, señor de Querci; y el Papa, movido por sus quejas, se sentía dispuesto a aceptarlas, cuando, aconsejado por algunos miembros de la curia que temían una ruptura con el conde De Montfort, concluyó despidiéndolos con una nota para el legado, redactada en términos lo bastante tranquilizadores para alentar unas esperanzas que no pensaba hacer realidad, y lo bastante vagos para justificar que el legado se negase a cumplirlas. Así que, regresados a Francia, recibieron del representante del Papa esas respuestas evasivas y promesas ambiguas que con tanta habilidad sabe manejar la corte de Roma. Y comprendiendo que no cabía esperar otra cosa, se dispusieron a tomar las armas una vez más para recuperar sus derechos y sus posesiones. La captura del pueblo o ciudad de Beaucaire fue la señal para reanudar las hostilidades por ambas partes: un centenar de obispos predicaron la cruzada por toda la región del Languedoc; y el conde De Montfort, con una espléndida comitiva de eclesiásticos italianos armados con bulas e indulgencias, se dirigió a París para ser investido por el rey de Francia con el ducado de Narbona y el condado de Toulouse, jurando no dejar, a su regreso, un solo hereje vivo en todo el reino de Francia. Este juramento, sin embargo, que obedecía a la reciente situación, resultó más fácil de pronunciar que de cumplir: la carencia de una fuerza regular hacía altamente dudosa dicha acción guerrera. El rey de Francia, menos poderoso que muchos de sus barones, y obligado a permanecer en estado de ansiosa vigilancia a causa de su vecino, Juan de Inglaterra, no había podido o querido aportar la más ligera ayuda a la primera cruzada. Los pélerins, que constituían el cuerpo principal del ejército cruzado, fueron retenidos en sus filas principalmente con la promesa de cuarenta días de indulgencia, y el paraíso si caían en combate. La primera condición pareció ser la más tentadora, ya que al final de los cuarenta días regresaron a sus casas, y dejaron la opción del paraíso para más tarde.

Los albigenses – C. R. Maturin

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