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Los aerostatos

Resumen del libro:

«Los aerostatos» de Amélie Nothomb es una novela que, bajo la apariencia de un relato sencillo, esconde una profunda reflexión sobre el poder transformador de la literatura y las complejidades de las relaciones humanas. La trama sigue a Ange, una joven de diecinueve años que, mientras estudia filología en Bruselas, acepta el desafío de impartir clases particulares de literatura a Pie, un adolescente de dieciséis años cuyo desinterés por los libros parece insuperable. Pie, según su autoritario padre, sufre de dislexia y problemas de comprensión lectora, pero lo que realmente lo consume es un odio visceral hacia los libros y hacia sus padres, en contraposición a su fascinación por las matemáticas y, especialmente, por los zepelines.

La relación entre Ange y Pie comienza de manera tensa, con el rechazo inicial de este último a cada una de las lecturas propuestas. Sin embargo, a medida que avanzan en textos como «Rojo y negro», «La Ilíada» y «La Metamorfosis», se evidencia un cambio en Pie. Estos libros, que en un principio solo generaban resistencia, comienzan a despertar en él una curiosidad y una inquietud latentes. Es en este proceso donde Nothomb introduce uno de los temas centrales de la novela: la literatura como un catalizador de la transformación personal, un gas invisible que, como en los zepelines, puede elevar o destruir.

A través de una prosa ágil y afilada, Nothomb construye una historia donde el vínculo entre maestra y alumno se vuelve cada vez más estrecho, llevando la narrativa hacia territorios ambiguos y peligrosos. La tensión entre los personajes se incrementa, y la misma energía que parecía elevarlos a un plano de comprensión mutua amenaza con volverse destructiva. Aquí, la autora explora las dinámicas de poder y la fragilidad de las emociones humanas, sin dejar nunca de lado su característico estilo mordaz y su habilidad para capturar lo siniestro en lo cotidiano.

Amélie Nothomb, una de las voces más singulares de la literatura contemporánea francófona, nos ofrece en su vigésimo novena novela una reflexión no solo sobre la importancia de la lectura, sino también sobre las relaciones humanas en su aspecto más crudo y sincero. Como en gran parte de su obra, Nothomb juega con la intensidad de los sentimientos y las situaciones extremas, logrando una historia que es tanto un homenaje a la literatura como una advertencia sobre sus posibles peligros.

«Los aerostatos» es, en última instancia, una obra que desafía las expectativas del lector. Aunque parece un elogio a la lectura, se revela como un texto complejo, lleno de matices, donde nada es previsible y, sobre todo, nada es inocente.

Para Aurianne

Entonces aún no sabía que Donate pertenecía a la categoría de personas perpetuamente ofendidas. Sus reproches me llenaban de vergüenza.

—No se puede dejar un cuarto de baño en este estado —me dijo.

—¡Perdón! ¿Qué he hecho?

—No he tocado nada. Tienes que darte cuenta por ti misma.

Me acerqué a ver. Ni charco en el suelo ni pelos en el desagüe.

—No lo entiendo.

Se me acercó suspirando.

—No has estirado la cortina de la ducha. ¿Cómo quieres que se seque así, en acordeón?

—Ah, sí.

—Y no has tapado el frasco de champú.

—Pero es el mío.

—¿Y?

Cerré lo que por mi parte no llamaba «frasco», sino simplemente «champú». Claramente me faltaban modales.

Donate me iba a enseñar. Yo solo tenía diecinueve años. Ella tenía veintidós. Yo estaba en esa edad en la que una diferencia así aún resulta significativa.

Poco a poco, me fui dando cuenta de que se comportaba igual con la mayoría de la gente. Por teléfono, la oía replicar a sus interlocutores:

—¿Le parece normal hablarme en ese tono?

O:

—No le tolero que me trate así.

Colgaba. Yo le preguntaba qué había pasado.

—¿Con qué derecho escuchas mis conversaciones telefónicas?

—No escuchaba, te he oído.

La primera vez que utilicé la lavadora fue un drama.

—¡Ange! —oí que me llamaba.

Acudí, temiéndome lo peor.

—¿Qué es eso? —me interrogó señalando la ropa que había dejado colgada donde había podido.

—He puesto una lavadora.

—Esto no es Nápoles. Mete tu ropa en otra parte.

—¿Dónde? No tenemos secadora.

—¿Y? ¿Acaso has visto que yo vaya colgando mi ropa por cualquier sitio?

—Por mí puedes hacerlo.

—No se trata de eso. ¿No te das cuenta de que no es presentable? Y te recuerdo que estás en mi casa.

—Pago mi parte del alquiler, ¿no?

—Ah. Así que, con la excusa de que pagas, ¿puedes hacer lo que te dé la gana?

—En serio, ¿qué se supone que debo hacer con mi ropa mojada?

—Hay una lavandería en la esquina. Con secadoras.

Registré la información, decidida a no utilizar su lavadora nunca más.


Pronto entramos en la cuarta dimensión.

—¿Podrías explicarme por qué has movido mis calabacines?

—No he movido tus calabacines.

—¡No lo niegues!

Ese «¡No lo niegues!» me provocó una carcajada.

—No le veo la gracia. Míralo tú misma.

En la nevera me enseñó sus calabacines, a la izquierda de mis brócolis.

—Ah, sí —dije—. Tuve que moverlos para poner mis brócolis.

—¿Lo ves? —exclamó con voz triunfal.

—En algún sitio tenía que dejar mis brócolis.

—Pero ¡no en mi cajón de las verduras!

—No hay otro.

—El cajón de las verduras es mío. Ni se te ocurra abrirlo.

—¿Por qué? —pregunté tontamente.

—Por pudor.

Regresé a mi habitación para disimular la hilaridad que me inspiraban sus comentarios. Sin embargo, tenía razón: aquello no tenía ninguna gracia. Donate era desesperante en grado sumo y yo no tenía elección: el piso compartido era, con diferencia, lo mejor que había encontrado. Mis padres vivían demasiado lejos de Bruselas para que pudiera ir y venir.

El año anterior había vivido en un cuchitril del edificio que servía de residencia universitaria a los filólogos en ciernes: por nada del mundo habría regresado a aquel cuartucho que compartía con un bruto nauseabundo que, incluso cuando no estaba presente, era tan ruidoso a cualquier hora del día o de la noche que nunca pude ni dormir ni estudiar, lo cual resulta bastante molesto para una estudiante. No sé a consecuencia de qué extraño milagro logré aprobar mi primer año, pero no tenía intención de volver a correr un riesgo semejante en el siguiente.

En casa de Donate tenía una habitación propia. Virginia Woolf estaba en lo cierto: no hay nada más importante. Aunque no fuera ninguna maravilla, constituía un lujo tal que me permitía soportar las vejaciones de Donate. Ella nunca entraba, más por asco que por respeto a mi territorio. A ojos de Donate, yo era la viva encarnación de «los jóvenes»: cuando hablaba de mí, me sentía como un hooligan. Bastaba con que tocara algo suyo para que lo pusiera inmediatamente en la cesta de la ropa sucia o lo tirara a la basura.

En la universidad, yo no era popular. Los estudiantes ni siquiera reparaban en mi existencia. A veces reunía el coraje suficiente para dirigirle la palabra a algún chico o a alguna chica que me parecía simpática: me respondían con monosílabos.

Por suerte, me apasionaba la filología. Invertir la mayor parte de mi tiempo en leer o estudiar no me suponía ningún problema. Pero algunas tardes sufría la soledad. Entonces salía, daba una vuelta por las calles de Bruselas. Dejaba que la efervescencia de la ciudad me embriagara. Me fascinaban los nombres de las calles: rue du Fossé-au-Loup, rue du Marché-au-Charbon, rue des Harengs.

A menudo acababa aterrizando en algún cine y me tragaba la primera película que echaran. Luego volvía a pie, lo que me llevaba alrededor de una hora. Me gustaban aquellas veladas, me parecían una aventura.

Al volver a casa tenía que ser muy cuidadosa: el más mínimo ruido despertaba a Donate. Sus normas eran estrictas: cerrar las puertas con infinitas precauciones, no cocinar, no tirar de la cadena, no ducharse más tarde de las nueve de la noche. Incluso respetándolas escrupulosamente me tocaba recibir alguna que otra reprimenda.

¿Había tenido problemas de salud? Lo ignoraba. Ella aseguraba que necesitaba dormir más que la mayoría de las personas. La lista de sus alergias aumentaba cada día. Estudiaba Dietética y criticaba mi alimentación con frases como:

—¿Pan con chocolate? Luego no te extrañes si caes enferma.

—Estoy bien.

—Eso es lo que tú te crees. Ya verás cuando tengas mi edad.

—Tienes veintidós años, no ochenta.

—¿Qué clase de insinuación es esa? ¿Cómo te atreves a hablarme así?

Yo volvía a mi habitación. No era solo una solución de compromiso: aquel era el lugar en el que todo resultaba posible. La habitación daba sobre la esquina del bulevar: desde allí podía oír como los tranvías iniciaban su giro entre chirridos que me resultaban seductores. Acostada en la cama, imaginaba que era un tranvía, más para olvidarme de mi destino que para llamarme deseo. Me encantaba no saber hacia dónde me dirigía.

«Los aerostatos» de Amélie Nothomb

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