Resumen del libro:
Considerada como su obra más atrevida. 120 días de Sodoma, además de un relato mórbido y perturbador, un manifiesto que desvela la corrupción en la que se convierte el abuso del poder, y aunque está presente en sus demás obras, es en esta donde se aprecia con mayor detalle por la crudeza con la que se aborda. Escrita durante el encarcelamiento del Marqués de Sade en la famosa cárcel de Bastilla, 120 días de Sodoma no vio la luz hasta inicios del siglo XX, ya que estuvo escondida por más de tres generaciones, probablemente incautada al autor junto con otros manuscritos, debido a la reputación de libertino y propenso a los excesos. Esta obra es sin duda una de la lecturas imprescindibles -para Iwan Bloch, considerado el fundador de la ciencia sexual, es una de las obras cumbre de la humanidad- para adentrarse en la psique del ser humano.
Introducción
Las guerras considerables que Luis XIV tuvo que sostener durante su reinado, agotando las finanzas del Estado y las facultades del pueblo, descubrieron sin embargo el secreto de enriquecer a una enorme cantidad de esas sanguijuelas siempre al acecho de las calamidades públicas que provocan en lugar de apaciguar, y eso para poder aprovecharse de ellas con mayores beneficios. El final de ese reinado, tan sublime por otra parte, es tal vez una de las épocas del imperio francés en la que se vio un mayor número de estas fortunas oscuras que solo resplandecen con un lujo y unos desenfrenos tan sordos como ellas. Era hacia el final de ese reinado y poco antes de que el Regente intentara, mediante aquel famoso tribunal conocido bajo el nombre de Cámara de Justicia, restituir la fuerza a esa multitud de tratantes, cuando cuatro de ellos imaginaron la singular orgía que nos disponemos a narrar.
Sería erróneo imaginar que solo la plebe se había ocupado de esta exacción; estaba encabezada por grandísimos señores. El duque de Blangis y su hermano el obispo de ***, quienes habían conseguido con ella unas fortunas inmensas, son pruebas incontestables de que la nobleza descuidaba tan poco como los demás los medios de enriquecerse por ese camino. Estos dos ilustres personajes, íntimamente unidos tanto en placeres como en negocios con el famoso Durcet y el presidente de Curval, fueron los primeros en imaginar la orgía cuya historia escribimos y, después de comunicarla a sus dos amigos, los cuatro formaron el elenco de actores de los famosos desenfrenos.
Desde hacía más de seis años estos cuatro libertinos, a los que unía una equivalencia de riquezas y de gustos, habían pensado reforzar sus vínculos mediante unas alianzas en las que el libertinaje jugaba un papel mucho mayor que los restantes motivos que sustentan normalmente tales vínculos; y he aquí cuáles habían sido sus disposiciones:
El duque de Blangis, viudo de tres esposas, de una de las cuales le quedaban dos hijas, después de descubrir que el presidente de Curval sentía un cierto deseo de contraer matrimonio con la hija mayor, pese a las familiaridades que sabía muy bien que su padre se había permitido con ella, el duque, digo, imaginó de repente esta triple alianza. «Queréis a Julie por esposa», le dijo a Curval; «os la entrego sin vacilar y solo pongo una condición: que no seréis celoso, que ella seguirá teniendo conmigo, aunque sea vuestra mujer, las mismas complacencias que siempre ha tenido, y, además, que os uniréis a mí para convencer a nuestro común amigo Durcet de darme su hija Constance, por la que os confieso que he concebido casi los mismos sentimientos que vos habéis concebido por Julie». «Pero», dijo Curval, «vos no ignoráis sin duda que Durcet, tan libertino como vos…» «Sé todo lo que se puede saber», prosiguió el duque. «¿Acaso a nuestra edad, y con nuestra manera de pensar, cosas así detienen? ¿Creéis que quiero una mujer para convertirla en mi querida? La quiero para servir mis caprichos, para velar, para cubrir una infinidad de pequeños desenfrenos secretos que el manto del himeneo oculta a las mil maravillas. En una palabra, la quiero como vos queréis a mi hija: ¿creéis que ignoro vuestro objetivo y vuestros deseos? Nosotros, los libertinos, tomamos a las mujeres para hacerlas nuestras esclavas; su condición de esposas las hace más sumisas que las queridas, y vos sabéis el valor del despotismo en los placeres que saboreamos».
En esto entró Durcet. Los dos amigos le pusieron al corriente de su conversación, y el tratante, encantado por la ocasión que se le ofrecía de confesar los sentimientos que él había igualmente concebido por Adélaïde, hija del presidente, aceptó al duque por yerno a condición de serlo él de Curval. Los tres matrimonios no tardaron en concertarse, las dotes fueron inmensas y las cláusulas iguales. El presidente, tan culpable como sus dos amigos, había confesado, sin molestar a Durcet, su pequeño trato secreto con su propia hija, con lo que los tres padres, queriendo cada uno de ellos conservar sus derechos, convinieron, para ampliarlos aún más, que las tres jóvenes, únicamente unidas de bienes y de nombre a su esposo, en lo relativo al cuerpo no pertenecerían más a cualquiera de los tres que a los demás, y de igual manera a cada uno de ellos, so pena de los castigos más severos si se atrevían a transgredir alguna de las cláusulas a las que se les sometía.
Estaban en vísperas de concertarlo cuando el obispo de ***, ya unido por el placer con los dos amigos de su hermano, propuso introducir una cuarta persona en la alianza, a cambio de que le dejaran participar en las tres restantes. Esta persona, la segunda hija del duque y por consiguiente su sobrina, le pertenecía mucho más de lo que se suponía. Había tenido relaciones con su cuñada, y los dos hermanos sabían sin lugar a dudas que la existencia de esa joven, que se llamaba Aline, se debía con mucha mayor seguridad al obispo que al duque: el obispo que, desde la cuna, se había encargado de velar por Aline, no la había visto llegar, como es fácil suponer, a la edad de los encantos sin querer disfrutar de ellos. Así que en ese punto estaba a la par que sus colegas, y la mercancía que proponía en el trato tenía el mismo grado de deterioro o de degradación; pero como sus atractivos y su tierna juventud la destacaban incluso sobre sus tres compañeras, nadie vaciló en aceptar el acuerdo. El obispo, como los otros tres, cedió manteniendo sus derechos, y cada uno de nuestros cuatro personajes así unidos se encontró, pues, marido de cuatro mujeres.
Se dedujo, pues, de este arreglo, que conviene resumir para la comodidad del lector: que el duque, padre de Julie, fue el esposo de Constance, hija de Durcet; que Durcet, padre de Constance, fue el esposo de Adélaïde, hija del presidente; que el presidente, padre de Adélaïde, fue el esposo de Julie, hija mayor del duque; y que el obispo, tío y padre de Aline, fue el esposo de las otras tres cediendo a Aline a sus amigos, con los derechos que seguía reservándose sobre ella.
Fueron a una soberbia propiedad del duque, situada en el Borbonesado, a celebrar las felices nupcias, y dejo imaginar a los lectores las orgías que allí se hicieron. La necesidad de describir otras nos quita el placer que sentiríamos en describir estas. A su vuelta, la asociación de nuestros cuatro amigos se hizo aún más estable, y como es importante que les conozcamos bien, un pequeño detalle de sus combinaciones lúbricas servirá, según creo, para iluminar los caracteres de esos libertinos, en espera de que les retomemos a cada uno de ellos por separado para desarrollarlos aún mejor.
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