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Londres

Resumen del libro:

Virginia Woolf, una de las figuras más destacadas de la literatura del siglo XX, logra en su obra “Londres” transformar la metrópoli del Támesis en un personaje vibrante y polifacético. Este compendio reúne seis fascinantes piezas escritas en 1931 para la revista Good Housekeeping, donde Woolf aborda diversos aspectos de la vida urbana, la arquitectura, las personas y la historia de Londres.

El primer artículo, titulado “Retrato de una londinense”, recientemente rescatado de las profundidades de una biblioteca, añade un toque de exclusividad a esta publicación al ser presentado en su totalidad por primera vez. Woolf, como una hábil pintora, plasma en estas páginas una visión única de su amada ciudad: desde la enigmática bruma de los muelles hasta la marea humana que fluye por Oxford Street, pasando por las residencias de renombrados escritores, los imponentes pináculos góticos de abadías y catedrales, hasta el esplendor de la Cámara de los Comunes.

Acompañados por evocadoras fotografías de la época, estos textos se convierten en auténticos paseos literarios por los rincones más emblemáticos de la capital británica. Woolf logra capturar la esencia de Londres de una manera que va más allá de la mera descripción física, sumergiéndonos en la atmósfera única y rica en detalles de una de las grandes capitales de la literatura occidental.

En este homenaje a su ciudad predilecta, Virginia Woolf demuestra su maestría al destilar la complejidad y diversidad de Londres en pequeñas joyas literarias. “Londres” se presenta como una oportunidad para los lectores contemporáneos de explorar la perspectiva única de Woolf sobre la ciudad y para la editorial Lumen de reintroducir a la gran autora a un público ávido de experiencias literarias profundas y enriquecedoras. Con la habilidad de Woolf para revelar mundos enteros en unas pocas líneas, esta obra se erige como un testimonio fascinante del poder de la observación y la expresión literaria.

Quien no conozca a un auténtico cockney, quien no pueda alejarse de las tiendas y los teatros para torcer por una callejuela lateral y llamar a la puerta de una casa particular, no puede jactarse de conocer Londres.

En Londres, las casas particulares tienden a parecerse como gotas de agua. La puerta principal se abre a un recibidor penumbroso del que parte una angosta escalera. La puerta del rellano conduce a un espacioso salón con sendos sofás a cada lado de la chimenea encendida, seis sillones y tres ventanas alargadas que dan a la calle. Con frecuencia, lo que sucede en la mitad posterior del salón, que tiene vistas a los jardines de otras casas, da pie a numerosas conjeturas. Sin embargo, lo que nos interesa es la zona delantera del salón, pues la señora Crowe siempre se sentaba en un sillón junto al fuego; allí era donde transcurría su vida; allí era donde servía el té.

Aunque resulte extraño, parece cierto que nació en el campo, como también lo es que en ocasiones, durante esas semanas estivales en que Londres deja de ser Londres, abandonaba la ciudad. No obstante, nadie sabía ni imaginaba adónde iba o qué hacía cuando se ausentaba de Londres, cuando su sillón permanecía vacío, el fuego apagado y la mesa sin poner. Por mucho que uno diera rienda suelta a su imaginación, resultaba imposible visualizarla paseando por un campo de nabos o subiendo la ladera de una colina salpicada de vacas, ataviada con su vestido negro, su velo y su cofia.

Llevaba sesenta años allí sentada, junto al fuego en invierno y junto a la ventana en verano, pero nunca sola. Siempre se veía a algún visitante sentado en el sillón de enfrente. Y apenas transcurridos diez minutos desde la llegada de la primera visita, la puerta del salón volvía a abrirse, y Maria, la doncella de ojos saltones y dientes prominentes, que llevaba sesenta años abriendo la puerta, anunciaba la llegada de una segunda visita, luego de una tercera y más tarde de una cuarta.

Nunca se la veía a solas con un visitante; le desagradaba encontrarse a solas con una persona; la falta de amistades íntimas era una peculiaridad que compartía con numerosas anfitrionas. Por ejemplo, en el rincón, junto a la vitrina, siempre se sentaba un anciano que parecía formar parte tan integrante de aquel magnífico mueble del siglo XVIII como las patas de latón. Pese a su constante presencia, la señora Crowe siempre se dirigía a él como señor Graham, jamás John ni William, si bien en ocasiones lo llamaba «querido señor Graham» como si pretendiera subrayar el hecho de que lo conocía desde hacía sesenta años.

Lo cierto era que no buscaba intimidad, sino conversación. La intimidad tiende a engendrar silencio, y la señora Crowe detestaba el silencio. Necesitaba sentirse rodeada de una conversación amplia y general. No debía ser demasiado profunda ni demasiado ingeniosa, pues si se adentraba excesivamente en cualquiera de aquellos derroteros, sin lugar a dudas alguien se sentiría excluido y acabaría sentado con su taza de té sin decir esta boca es mía.

Por ello, el salón de la señora Crowe guardaba escasa relación con los famosos salones de los autores de memorias. Con frecuencia acudían a él personas de gran inteligencia, tales como jueces, médicos, diputados, escritores, músicos, viajeros, jugadores de polo y también personas insignificantes, pero cualquier observación brillante se consideraba más bien un error de etiqueta, un accidente del que se hacía caso omiso, como si de un acceso de estornudos o una catástrofe con los pastelillos se tratara. La charla que la señora Crowe prefería y alentaba constituía una versión refinada de los chismes de pueblo. El pueblo era Londres, y los chismes giraban en torno a la vida londinense. El mayor don de la señora Crowe residía en lograr que la inmensa metrópoli se antojara diminuta como un pueblo con una sola iglesia, una casa solariega y veinticinco granjas. Poseía información de primera mano acerca de cada obra de teatro, cada exposición, cada juicio, cada caso de divorcio. Sabía quién se casaba, quién fallecía, quién estaba en la ciudad y quién se había ausentado. Mencionaba que acababa de ver pasar el coche de lady Umphleby y conjeturaba que a buen seguro se dirigía a visitar a su hija, que había dado a luz la noche anterior, del mismo modo que las mujeres de pueblo comentan que la esposa del señor del lugar se dirige a la estación para reunirse con el señor John a su regreso de la ciudad.

Y puesto que llevaba unos cincuenta años haciendo observaciones de aquella índole, había hecho acopio de una cantidad ingente de información sobre vidas ajenas. Cuando el señor Smedley anunció que su hija se había prometido con Arthur Beecham, la señora Crowe se aprestó a comentar que en tal caso se convertiría en prima segunda de la señora Firebrace y, hasta cierto punto, en sobrina de la señora Burns por causa de su primer matrimonio con el señor Minchin de Blackwater Grange. Pero en su fuero interno la señora Crowe no era una esnob, sino tan sólo una coleccionista de relaciones, y su increíble pericia en aquellas lides confería un ambiente familiar y doméstico a sus reuniones, ya que no deja de sorprender cuántas personas resultarían ser primos en vigésimo grado si llegaran a descubrirlo.

Así pues, ser recibido en casa de la señora Crowe equivalía a convertirse en miembro de un club, y la cuota de suscripción ascendía al pago de una cantidad determinada de chismes al año. Cuando se incendiaba una casa, cuando las cañerías reventaban o cuando la doncella se fugaba con el mayordomo, el primer pensamiento que acudía a la mente de muchos era «voy a contárselo enseguida a la señora Crowe». Sin embargo, se imponía observar ciertas distinciones. Algunas personas tenían derecho a pasar por su casa a la hora del almuerzo, mientras que otros, los más numerosos, debían presentarse entre las cinco y siete de la tarde. Los visitantes que gozaban del privilegio de cenar en compañía de la señora Crowe formaban un grupo selecto y reducido. Tal vez sólo el señor Graham y la señora Burke cenaran con ella, pues no era una mujer rica. Su vestido negro se veía algo raído, y siempre lucía el mismo broche de diamantes. Su ágape predilecto era el té, porque la mesa del té puede abastecerse de forma económica y además proporciona una flexibilidad que casaba a la perfección con el talante sociable de la señora Crowe. Pero en cualquier caso, ya se tratara del almuerzo o del té, el ágape poseía una idiosincrasia propia, al igual que el vestido y las joyas encajaban por completo con ella y sentaban su propia moda. Siempre servía un pastel o un pudin especiales, algún plato singular de la casa y tan inherente a ella como Maria, la vieja doncella, el señor Graham, el viejo amigo, el viejo chintz que tapizaba el sillón o la vieja alfombra que cubría el suelo.

Por supuesto, la señora Crowe salía de vez en cuando a tomar el aire y en ocasiones almorzaba o tomaba el té en casa de otras personas. Sin embargo, en sociedad parecía furtiva, fragmentada, incompleta, como si tan sólo pasara por el banquete nupcial, la cena o el funeral para recabar retazos de información que necesitara para terminar su propio tapiz. Rara vez se la veía tomar asiento, y siempre se mantenía al margen. Parecía fuera de lugar entre las sillas y las mesas de otras personas; necesitaba su propio chintz, su vitrina y a su señor Graham junto a ella para ser ella misma. Con los años, aquellas pequeñas incursiones al mundo exterior cesaron casi por completo. Había creado un nido tan compacto y absoluto que el mundo exterior no podía agregarle pluma ni ramita algunas. Además, sus amistades eran tan fieles que siempre podía contar con ellas para que le transmitieran cualquier dato que le conviniera añadir a su colección. No tenía ninguna necesidad de abandonar su sillón junto al fuego en invierno y junto a la ventana en verano. Y con el paso de los años, sus conocimientos se tornaron si no más profundos, pues la profundidad no era su fuerte, sí más redondos, más completos. Así pues, si una obra recién estrenada alcanzaba gran éxito, al día siguiente la señora Crowe era capaz no sólo de referirlo salpicado con algún chisme divertido de entre bambalinas, sino también de remontarse a otras noches de estreno en los ochenta y los noventa, y describir a la sazón qué había llevado Ellen Terry, qué había hecho Duse y qué había dicho el querido señor Henry James. Nada sobresaliente, quizá, pero al hablar producía la impresión de hojear las páginas de la vida londinense de los pasados cincuenta años, para deleite de sus visitas. Había muchas páginas, y las ilustraciones eran radiantes retratos de personas famosas. No obstante, la señora Crowe no vivía anclada en el pasado, de modo alguno lo anteponía al presente.

De hecho, era siempre la última página, el momento presente, lo que más importaba. El rasgo más encantador de Londres residía en que siempre proporcionaba algo nuevo que contemplar y de que hablar; bastaba con mantener los ojos bien abiertos y sentarse en el sillón de cinco a siete todos los días de la semana. Sentada en su sillón y rodeada de sus invitados, la señora Crowe lanzaba ocasionales miradas de soslayo a la ventana, como si parte de su atención estuviera siempre puesta en la calle, en los coches, los omnibuses y los gritos de los repartidores de periódico que pasaban bajo su ventana. En cualquier momento podía estar sucediendo algo nuevo. No convenía detenerse demasiado en el pasado, pero tampoco centrarse de forma exclusiva en el presente.

Lo más característico y tal vez un poco desconcertante de la señora Crowe era la avidez con que alzaba la vista y se interrumpía a media frase cuando la puerta se abría y Maria, ya muy corpulenta y algo dura de oído, anunciaba a un nuevo visitante. ¿Quién estaría a punto de entrar en el salón? ¿Qué podría añadir a la conversación? Pero su pericia a la hora de hacerse con cualquiera que fuera el regalo que le llevaban y agregarlo al fondo común era tal que nunca surgía problema alguno, y parte de su peculiar triunfo residía en que la puerta nunca se abría con excesiva frecuencia, que el círculo nunca escapaba a su control.

Así pues, para conocer Londres no tan sólo como bello espectáculo, mercado, tribunal y hervidero de industriosa actividad, sino como lugar donde la gente se conoce, habla, ríe, se casa, muere, pinta, escribe, actúa, gobierna y legisla, resultaba esencial conocer a la señora Crowe. Era en su salón donde los innumerables fragmentos de la vasta metrópoli parecían confluir en un todo vivaz, comprensible, divertido y agradable. Viajeros ausentes durante años, hombres maltrechos y curtidos recién llegados de la India o de África, de largos viajes y aventuras entre tigres y salvajes, acudían derechos a la casita en la callejuela tranquila para sumirse sin demora en el corazón de la civilización. Pero ni tan siquiera Londres podía mantener con vida para siempre a la señora Crowe. Cierto día, la señora Crowe ya no se sentó en su sillón junto al fuego al dar las cinco, Maria dejó de abrir la puerta y el señor Graham desapareció de su puesto junto a la vitrina. La señora Crowe ha muerto, y Londres, aunque sigue existiendo, nunca será igual.

“Londres” por Virginia Woolf

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