Resumen del libro:
En este libro, el autor británico G. K. Chesterton ofrece una crítica mordaz y lúcida de los problemas sociales, políticos y morales que aquejan al mundo moderno. Con un estilo irónico y provocador, Chesterton desafía las ideas dominantes de su época, como el relativismo, el materialismo, el progresismo o el imperialismo, y propone una visión alternativa basada en el sentido común, la fe cristiana y la defensa de la libertad y la dignidad humanas.
El libro se divide en cuatro partes: La locura del mundo, El complejo de Salomón, El error del hombre y La restauración del hombre. En cada una de ellas, Chesterton analiza diversos aspectos de la realidad contemporánea, como la educación, la familia, el arte, la ciencia, la política o la religión, y expone sus contradicciones y falacias con una lógica implacable y un humor mordaz. Al mismo tiempo, ofrece soluciones originales y creativas que se basan en el reconocimiento de la naturaleza humana, la valoración de la tradición y la cultura, y el respeto a la diversidad y la libertad de los pueblos.
Lo que está mal en el mundo es una obra que no ha perdido vigencia ni actualidad, sino que sigue siendo un desafío intelectual y moral para el lector de hoy. Chesterton nos invita a cuestionar las modas y las ideologías que nos imponen desde arriba, y a buscar la verdad y el bien común con valentía y honestidad. Es un libro que nos hace pensar, reír y reflexionar sobre el sentido de nuestra existencia y nuestra responsabilidad como ciudadanos del mundo.
I – El error médico
Todo libro de investigación social moderna tiene una estructura de algún modo muy definida. Empieza por regla general con un análisis, con estadísticas, tablas de población, la disminución de la delincuencia entre los congregacionistas, el crecimiento de la histeria entre los policías y otros hechos igualmente comprobados; acaba con un capítulo que normalmente se llama «La solución». Suele deberse casi enteramente a este cuidadoso, sólido y científico método el hecho de que «La solución» nunca se encuentre, pues este esquema de preguntas y respuestas médicas es un disparate; el primer gran disparate de la sociología. Siempre debe declararse la enfermedad antes de que encontremos la cura. Pero es la entera definición y dignidad del hombre lo que, en cuestiones sociales, nos impone encontrar la cura antes de encontrar la enfermedad.
Esta falacia es una de las cincuenta que proceden de la moderna obsesión por las metáforas biológicas o corporales. Se puede hablar del organismo social como se puede hablar del león británico. Pero Gran Bretaña no es ni un organismo ni un león. En el momento en que otorgamos a una nación la unidad y la simplicidad de un animal, empezamos a pensar de manera absurda. Que un hombre sea bípedo no quiere decir que cincuenta hombres sean un ciempiés. Esto ha dado lugar, por ejemplo, a la asombrosa tontería de estar siempre hablando de «jóvenes naciones» y «naciones moribundas», como si una nación tuviera un ciclo de vida fijo y físico. Así, la gente dirá que España ha entrado en una senilidad definitiva; igualmente podrían decir que España está perdiendo todos sus dientes. O la gente dirá que Canadá va a generar pronto una literatura, lo cual es como decir que a Canadá pronto le crecerá un nuevo bigote. Las naciones están formadas por personas; la primera generación puede ser decrépita, o vigorosa la número mil. Aplicaciones semejantes de esa falacia las llevan a cabo los que ven en el tamaño creciente de las posesiones de cada nación un simple aumento de su sabiduría y de su categoría, y del favor de Dios y del hombre. Esa gente, sin duda, carece de sutileza al establecer el paralelismo con el cuerpo humano. Ni siquiera preguntan si un imperio está creciendo gracias a su juventud, o solo engordando debido a su vejez. Pero de todos los errores que surgen de esta fantasía física, el peor es el que tenemos ante nosotros: la manía de describir exhaustivamente una enfermedad social y después proponer un medicamento social.
Ahora bien, hablamos de enfermedad en caso de descomposición física, y ello por una muy buena razón. Porque, aunque pueda haber dudas acerca del modo en que el cuerpo se descompone, no hay duda alguna respecto al modo de recomponerlo. Ningún médico propone crear un nuevo tipo de hombre, con una nueva colocación de los ojos y los miembros. El hospital, si no le queda otro remedio, puede enviar a un hombre a casa con una pierna de menos, pero no le mandará (en un ataque de creatividad) con una pierna de más. La ciencia médica se contenta con el cuerpo humano normal, y solo trata de restaurarlo.
Pero la ciencia social no está satisfecha en absoluto con el alma humana normal; tiene toda clase de almas de fantasía a la venta. El hombre, en cuanto idealista social, dirá: «Estoy harto de ser puritano, quiero ser pagano», o «Más allá de este oscuro periodo de prueba del individualismo, veo el brillante paraíso del colectivismo». Pero en las enfermedades del cuerpo no hay ninguna de estas discrepancias sobre el ideal definitivo. El paciente puede querer quinina o no, pero sin duda quiere sanar. Nadie dice: «Estoy harto de este dolor de cabeza, ahora me apetece un dolor de muelas», o «Lo único bueno para mejorar esta gripe rusa es un poco de sarampión alemán», o «A través de este oscuro periodo de catarro, veo el brillante paraíso del reumatismo». Pero, precisamente, la gran dificultad en nuestros problemas públicos es que algunos hombres pretenden imponer remedios que otros hombres contemplarían como la peor de las enfermedades; ofrecen como estados de salud unas condiciones definitivas que otros llamarían de buena gana estados de enfermedad. El señor Belloc dijo una vez que nunca abandonaría la idea de la propiedad, del mismo modo que no estaba dispuesto a abandonar sus muelas; pero para el señor Bernard Shaw la propiedad no es una muela, sino un dolor de muelas. Lord Milner intentó introducir sinceramente la eficiencia alemana; muchos de nosotros preferiríamos tener el sarampión alemán. El doctor Saleeby es franco partidario del eugenismo; yo prefiero tener reumatismo.
Este es el hecho arrollador y dominante del discurso social moderno: que la disputa no se refiere solo a las dificultades, sino al objetivo. Estamos de acuerdo respecto del mal; es por el bien por lo que deberíamos arrancarnos los ojos. Todos admitiremos que una aristocracia perezosa es una mala cosa. En modo alguno admitiremos todos que una aristocracia activa sea algo bueno. A todos nos pone furiosos un clero no religioso; pero a algunos de nosotros nos indignaría uno realmente religioso. A todo el mundo le molesta que nuestro ejército sea débil, incluyendo a la gente que se indignaría aún más si fuera fuerte. El caso social es exactamente opuesto al caso médico. No estamos en desacuerdo, como los médicos, sobre la naturaleza exacta de la enfermedad, pero estamos de acuerdo, como ellos, sobre la naturaleza de la salud. Por el contrario, todos estamos de acuerdo en que Inglaterra no tiene buena salud, pero la mitad de nosotros tampoco la vería sana si disfrutara de lo que la otra mitad llamaría «salud floreciente». Los abusos públicos son tan visibles y pestilentes que arrastran a toda la gente generosa hacia una especie de unanimidad ficticia. Olvidamos que, mientras estamos de acuerdo sobre los abusos, podemos diferir mucho en los usos. El señor Cadbury y yo estaremos de acuerdo sobre las malas tabernas. Sería precisamente delante de las buenas donde tendría lugar nuestra triste gresca personal.
Por tanto, mantengo que el método sociológico común, el de diseccionar primero la abyecta pobreza o catalogar la prostitución, es bastante inútil. A todos nos disgusta la pobreza abyecta, pero si empezásemos a discutir sobre la pobreza independiente y dignificada, aparecerían las diferencias. Todos desaprobamos la prostitución, pero no todos aprobamos la pureza. El único modo de hablar sobre el mal social es llegar de inmediato al ideal social. Todos nos damos cuenta de la locura nacional, pero ¿cuál es la cordura nacional? He llamado a este libro Lo que está mal en el mundo y el resultado del título puede entenderse fácil y claramente. Lo que está mal es que no nos preguntamos qué está bien.
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