Resumen del libro:
Lo demás es silencio es una novela que desafía las convenciones del género y que explora los límites entre la realidad y la ficción, entre la vida y la literatura. Augusto Monterroso, uno de los maestros del cuento breve en lengua española, se atreve en esta obra a crear una biografía ficticia de Eduardo Torres, un escritor guatemalteco que nunca existió, pero que podría haber existido.
La novela se divide en dos partes: la primera, titulada “Los amigos de Eduardo Torres”, está compuesta por una serie de testimonios de personas que conocieron al protagonista y que ofrecen sus impresiones sobre su personalidad, su obra y su destino. Entre ellos se encuentran su esposa Carmen, sus amigos escritores Carlos Fuentes y Julio Cortázar, su editor Arnaldo Orfila y el crítico Emir Rodríguez Monegal. Estos testimonios no solo revelan aspectos de la vida de Torres, sino también de la historia cultural y política de América Latina en el siglo XX.
La segunda parte, titulada “Eduardo Torres”, presenta los escritos del propio personaje, que abarcan desde ensayos literarios hasta dibujos humorísticos. En ellos se aprecia la erudición, el ingenio y el sentido del humor de Torres, así como su pasión por la literatura universal. Entre sus textos se destacan un análisis de El Quijote como una novela policial, una reflexión sobre los problemas de la traducción, un comentario de un poema de Góngora y un decálogo del escritor. También se incluye una carta a un editor mexicano en la que Torres explica las razones por las que no ha publicado una novela y que constituye una especie de declaración poética.
Lo demás es silencio es una novela que cuestiona la idea de autoría y que juega con las posibilidades de la ficción. Monterroso crea un personaje que es a la vez un homenaje y una parodia de los escritores latinoamericanos del boom, y que representa una alternativa a la novela totalizadora y épica. Con ironía y sutileza, Monterroso nos invita a reflexionar sobre el papel del escritor en la sociedad, sobre la relación entre el arte y la realidad, y sobre el sentido de la literatura en un mundo lleno de ruido.
Lo demás es silencio.
SHAKESPEARE, La tempestad
EPITAFIO
AQUÍ YACE EDUARDO TORRES
QUIEN A LO LARGO DE SU VIDA
LLEGÓ, VIO Y FUE SIEMPRE VENCIDO
TANTO POR LOS ELEMENTOS
COMO POR LAS NAVES ENEMIGAS
PRIMERA PARTE
TESTIMONIOS
UN BREVE INSTANTE EN LA VIDA DE EDUARDO TORRES
por Un Amigo
Son las once y cincuenta minutos de la mañana de uno de esos días de verano tan abundantes en nuestra región.
En la espaciosa sala-biblioteca de la casa N.º 208 de la calle de Mercaderes, de San Blas, S. B., muy al fondo, en un inconfortable sillón de cuero negro más que raído ya por el inexorable paso del tiempo y el incesante uso, pero aún en relativo buen estado de acuerdo con la digna pobreza de su actual poseedor, descansa muellemente sentado un hombre a todas luces incómodo, cuya edad debe de andar con seguridad alrededor de los cincuenta y cinco años, si bien a un observador poco atento podría parecerle quizá más o menos mayor, por la indudable fatiga.
Sólo un extraño tic de claro origen psicosomático que le hace contraer la mejilla izquierda cada quince o veinte segundos; tic, dicho sea de paso y por vía de mera información, popular en San Blas entero por los malévolos chascarrillos que originó en días más felices, pero que este ser ajeno a cualquier clase de envidia era el primero en celebrar; sólo ese tic, decíamos apenas unas líneas antes, interrumpe con intermitencias más bien raras la serena actitud pensante que se adivina en aquel rostro no sólo cetrino sino agitado en lo interior, en números redondos, por mil pasiones.
De cuando en cuando su fría mirada, difícil de resistir como muy pocas entre muchas, deja su acero y se evade del volumen que en ese momento lee, para después de breve instante ir a posarse ya sea vaga o bien meditativamente en un amarillento busto de Cicerón, que a su turno y a través de los siglos domina ahora con los ojos en blanco aquel amplio recinto de paredes cubiertas con libros delicadamente encuadernados en piel, la totalidad de los cuales, según es fama en los mentideros intelectuales de San Blas, ese hombre divagado ha leído por lo menos dos veces.
Su mente reposa entonces durante cortos momentos y un rictus de profunda amargura aflora en sus labios por demás delgados y, si uno se fija bien en las comisuras, tremendamente expresivos.
Por el alto y espacioso ventanal irrumpen en acelerado tropel varios rayos de sol, de los cuales cinco o seis han ido a anidar amorosamente en la altiva cabeza más bien encanecida de nuestro biografiado. Las diminutas partículas de polvo que pueden verse revolar al trasluz nos hablan, recordando a Epicuro, de la pluralidad de los mundos. Por si esto fuera poco, presidiendo ese extraño espectáculo, y enmarcado también por infolios de toda especie, puede contemplarse en la pared que da a uno u otro lado conforme se entra o se sale, un enorme retrato al óleo del objeto de estas líneas, pergeñadas con el temor propio de aquel que, como es mi caso, toma la pluma con el temor propio del caso.
Diez minutos después, la esperada Comisión de Notables de San Blas, compuesta en su mayoría por dos o tres intelectuales, algún poeta, dos comerciantes, y políticos de todas las capas sociales, hace su sorpresiva aparición justo a la hora convenida: las doce m.
Eduardo Torres (pues para decirlo sin rodeos el personaje que con tan trivial paleta he tratado de figurar a lo largo de estas páginas no es ni podía ser otro que él) los recibe, como es su inveterada costumbre, con afabilidad circunspecta, pensaríase ligeramente solemne. En esta forma abraza y saluda a cada uno por sus nombres de pila, entre los cuales resulta fácil observar que «Pancho» no es el menos común, y a todos ofrece gentilmente una silla, ora con un gesto, ora con otro.
Cuando los elaborados movimientos y ademanes preliminares propios de estas ocasiones han concluido, y cuando ya todos los visitantes descansan en sus asientos mientras acomodan un poco los cuellos con ademán nervioso, Eduardo Torres se dispone a escuchar y adopta una vez más esa actitud sosegada pero expectante que lo ha acompañado a través de su reconocida existencia. Y en verdad que el momento no es para menos.
Los emisarios, representantes de las fuerzas vivas del Estado, se miran casi al soslayo unos a otros, quizá turbados como nunca. Se escucha en el recinto, entre el aclarar de las gargantas y otros ruidos inherentes al caso, el vuelo de una mosca pertinaz que gira inquieta alrededor de la cabeza del marmóreo y difunto tribuno, testigo cercano, aunque ahora por desgracia mudo, de la escena.
En ese instante el Dr. Rivadeneyra, designado por lo visto, aparte de los discretos codazos que visiblemente sus compañeros le daban para animarlo, vocero de la Comisión, pide a Eduardo Torres con claras razones y encendidos elogios a su personalidad, honestidad y sapiencia, lo que San Blas en pleno sabe que va a pedirle en nombre del pueblo entero: que acepte la candidatura a Gobernador de nuestra más que sufrida entidad federativa.
Eduardo Torres escucha impasible su propio encomio. A no ser por el tic de marras conocido ya de nuestros lectores, diríase quizá metafóricamente que se ha vuelto de piedra. La rauda y bonita descripción de sus brillantes cualidades, así como la casi interminable enumeración de los males que desde el inicio de los tiempos aquejan a San Blas debido a la vesania de falsos gobernantes, a las inundaciones y a los caciques que semana a semana han hundido a nuestro Estado en la anarquía y el caos, lo dejan impertérrito, indiferente, sabiendo, como lo sabe por experiencia, que el principal enemigo de los poderosos, aunque oculto como todo lo falso y endeble, no es otro que su propio poder.
Desde atrás de la espesa y pesada cortina de tonos vagamente grisáceos en que me oculto pistola en mano, listo para repeler, antes que otra cosa suceda, cualquier sorpresiva agresión, veo cómo Eduardo Torres, apoyando las palmas de las manos en ambas piernas y ejerciendo con los brazos la necesaria presión sobre éstas para hacer más fácil la sencilla maniobra, en un gesto muy suyo, mirando como distraído al techo y silbando muy suavemente una tonada de moda, se pone de pie con lentitud, mira simultánea y fijamente a los ojos de cada uno de los miembros de la Comisión y, por último, utilizando como es su costumbre las razones más corteses, que ellos, se adivina, están dispuestos a aceptar de antemano con esa resignación que sólo puede dar el previo reconocimiento de lo irreparable, les responde sencillamente que no, que su misión es otra, y que ésta no consiste sino en difundir sin descanso las ideas, cualesquiera que éstas sean y dondequiera que se encuentren; en defenderlas como cumple a todo ciudadano, en el campo que a él en lo personal el destino le ha deparado, sin abandonar imprudentemente su legítima trinchera; en atender sin desmayo la sed natural de saber que hasta el hombre o mujer más humildes traen a, y se llevan de, esta vida, pero sin pretender en ningún caso que dicha sed, por insaciable que sea, les otorgue derechos o prerrogativas que vayan más allá de la simple satisfacción de la misma, y barruntando a lo lejos la sospecha de que, irremediablemente, cualquier poder acarrea consigo una responsabilidad a todas luces ajena al ejercicio del pensamiento.
—Tate, tate, caballeros —les dice firme por último con el brazo ya en alto y el índice febrilmente agitado—; vámonos poco a poco. Sé, como ustedes, que la mejor manera de acabar con las ideas ha sido siempre tratar de ponerlas en práctica. Dejen ustedes que el libro cumpla la natural función que le está encomendada sin desviaciones ni halagos. Si el César, con todo lo poderoso que es, y retomando su papel o papiro, quiere leer, que lea. ¿Quién podría impedírselo? El mío es, por supuesto, señores, más modesto; y aun cuando veo en el generoso ofrecimiento de ustedes una especie de palma de la victoria sobre los vicios que aquejan a nuestro Estado, advierto que no debo convertirme temerario en el objeto de mi propia censura que, mutatis mutondis, castigat ridendo mores.
—Sean otros —continuó después de breve pausa acompañada de un suspiro—, quizá más afortunados o más aptos que yo, como Viro Viriato, que de la noche a la mañana se convirtió en un gran general, los nuevos Cincinatos o Cocles. Permítanme, pues, se lo suplico, no cruzar este Rubicón reservado históricamente a los Julios, y volver a mi retiro de siglos, desde el cual, lejos del mundanal aplauso, podré servir mejor a mis felices conciudadanos y vencer en mí mismo lo que todo clásico sabe que es lo más difícil de vencer en cualquier lid: la ambición y los halagos de la cosa pública. Prefiero mil veces ser como hasta ahora el tercero excluido y vivir a la sombra de la caverna de Platón o del árbol de Porfirio, que salir a la plaza del mundo a cortar falsos nudos gordianos ya no digamos con la espada, símbolo del poder que de ninguna manera me corresponde, pero ni siquiera con la modesta navaja de Occam, por afinada y sutil que ésta se suponga. Dixi.
A estas alturas sobra decir que tal respuesta (para no hablar ya del largo silencio que la siguió durante breves segundos), contada hoy en primera instancia y, por otra parte con tan escasa pluma por quien la presenció íntegra sin añadir o suprimir ni siquiera una coma, hizo salir a aquellos individuos cabizbajos y con la cola entre las piernas, como cuando en las tardes, a la luz mortecina del crepúsculo, el rebaño, que escucha atento la voz de los pastores, se va recogiendo paso a paso.
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