Resumen del libro:
Dos matrimonios deben permanecer en una isla llamada Pago-Pago a causa de la sospecha de una epidemia de gripe en el barco en el que viajaban. Su estancia en la única pensión de la población coincide con la de Sadie Thompson, otra pasajera del barco. Se trata de una mujer que viaja sola y que, a juicio de los Davidson, un matrimonio de misioneros, incumple con la rectitud moral que ellos, con gran esfuerzo, enseñan a los nativos. El señor Davidson se propone recuperar a esa oveja descarriada, lo que desata un pulso entre dos personajes completamente opuestos y da lugar a un desenlace sorprendente.
Era casi hora de acostarse, y cuando a la mañana siguiente se despertaran, la tierra estaría a la vista. El doctor Macphail encendió la pipa y, apoyándose en la barandilla, buscó en el cielo la Cruz del Sur. Después de haberse pasado dos años en el frente, donde sufrió una herida que había tardado en curar más tiempo del debido, le alegraba la perspectiva de instalarse tranquilamente en Apia durante un año por lo menos, y ya se sentía mejor y con fuerzas para realizar el resto de la travesía. Como algunos de los pasajeros dejarían el barco en Pago-Pago al día siguiente, aquella noche se había organizado un baile, y todavía resonaban en sus oídos las ásperas notas de la pianola. Pero por fin el silencio reinaba en la cubierta. Cerca de donde estaba vio que su mujer, acomodada en una tumbona, hablaba con los Davidson, y fue a su encuentro. Cuando tomó asiento bajo la luz y se quitó el sombrero, reveló un cabello muy rojizo, la coronilla calva y la piel rubicunda y pecosa propia de los pelirrojos. Tenía cuarenta años y era delgado, de rostro enjuto, meticuloso y bastante pedante. Hablaba con acento escocés en voz muy baja y sosegada.
Entre los Macphail y los Davidson, que eran misioneros, había cuajado una de esas amistades de a bordo, debida más a la estrecha convivencia que a cualquier coincidencia de gustos. Lo que más les unía era la censura de los hombres que se pasaban los días y las noches en el salón fumador, jugando al póquer o al bridge y bebiendo. A la señora Macphail le halagaba no poco pensar que ella y su marido eran las únicas personas a bordo con quienes los Davidson estaban dispuestos a relacionarse, e incluso el doctor, tímido pero nada tonto, había agradecido inconscientemente el detalle. Si por la noche se había permitido expresar ciertas críticas en el camarote, ello se debía a su tendencia a la controversia.
—Dice la señora Davidson que no sabe cómo habrían podido soportar la travesía de no haber sido por nosotros —confió al doctor su mujer, mientras cepillaba cuidadosamente el postizo—. Somos los únicos pasajeros por los que se ha interesado.
—No se me habría ocurrido pensar que un misionero fuera un pez tan gordo como para darse aires.
—No es que se dé aires. Comprendo perfectamente lo que ella quiere decir. No habría sido muy agradable para los Davidson tener que mezclarse con esa gente vulgar del salón fumador.
—El fundador de su religión no era tan selecto —replicó el doctor Macphail, riendo entre dientes.
—Te he dicho una y otra vez que no bromees con la religión —dijo ella—. No me gustaría ser como tú, Alec. Nunca buscas el lado bueno de las personas.
Él la miró de soslayo con sus ojos azul pálido, pero no dijo nada. Al cabo de muchos años de vida matrimonial había llegado a la conclusión de que dejar a su esposa la última palabra era lo mejor para que hubiera paz entre los dos. Se desvistió antes que ella, subió a la litera superior y se acomodó para leer hasta que pudiera conciliar el sueño.
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