Resumen del libro:
El “Libro de Alexandre” es una obra épica del siglo XII que relata la vida y las hazañas de Alejandro Magno. Esta obra es anónima y ha sido objeto de debate entre los expertos, pero se cree que fue escrita por un poeta anónimo español del siglo XII.
La trama del libro sigue la vida de Alejandro Magno, desde su nacimiento hasta su muerte, y describe sus conquistas y hazañas en detalle. El poema cuenta con una gran variedad de personajes, tanto históricos como ficticios, que interactúan con Alejandro y se ven afectados por sus acciones.
Una de las características más destacables de esta obra es su estilo poético. El poema está escrito en una combinación de versos alejandrinos y versos blancos, lo que le da un ritmo y una cadencia particular que a veces se asemeja a la música. Además, el poeta utiliza una gran cantidad de figuras retóricas, como la metáfora, la alegoría y la personificación, para dar vida a la narración y hacer que el lector se sumerja en la historia.
En resumen, el “Libro de Alexandre” es una obra importante dentro de la literatura medieval española y un ejemplo de la poesía épica de la época. Su estilo poético y su narrativa detallada hacen que sea una lectura interesante para aquellos interesados en la literatura y la historia medieval.
INTRODUCCIÓN AL LIBRO DE ALEJANDRO
Quiero leer un livro de un rey noble, pagano,
que fue de grant esforçio, de coraçon loçano;
conquistó todo el mundo, metiolo so su mano;
tenerme, si lo cumplo, non por mal escrivano.
El protagonista de este libro medieval, escrito en castellano del siglo XIII, fue un personaje histórico del siglo IV antes de Cristo: Alejandro, rey de Macedonia, llamado el Magno por sus colosales hazañas. A pesar de la remota antigüedad de su nacimiento, el nombre de Alejandro Magno ha transitado gloriosamente por la historia humana, sin apenas breves paréntesis de silencio o de olvido. Su figura, algunas de sus aventuras guerreras y varias escenas de su vida, han sido plasmadas en cuadros, tapices y esculturas de artistas famosos a lo largo de veinticuatro siglos. La poesía, el teatro y la novela han tratado también la historia del gran macedonio; en nuestra época contemporánea el cine le ha hecho protagonista de varias películas y no ha faltado un ciclo de novelas muy sugestivas.
Históricamente, su vida, hechos gloriosos y circunstancias más notables fueron las siguientes:
ALEJANDRO MAGNO, PERSONAJE HISTÓRICO
Nació un día del mes de julio del año 356 antes de Cristo, en Macedonia, entonces pequeño reino situado en la parte continental noreste de la península griega, donde su padre, Filipo, era rey, A éste se debía la sorprendente transformación de su país semibárbaro en una potencia militar temible, que llenó de intranquilidad a los cultos habitantes de las ciudades-estado de la Grecia peninsular, singularmente a Tebas y a Atenas. Filipo, que en su adolescencia había vivido en Tebas, conoció allí el sistema de la falange tebana, y de regreso a Macedonia perfeccionó esa unidad de combate hasta convertirla en la falange macedónica, formidable máquina humana de guerra. Constaba de sesenta y cuatro batallones (syntagmas) de doscientos cincuenta y seis hombres cada uno, que avanzaban en formación cerrada de dieciséis en fondo, provistos de largas lanzas (sarissas) de cinco a seis metros de longitud. Plutarco dice que la falange era invencible en terreno llano. La caballería actuaba como fuerza envolvente cuando la falange había despejado el campo de batalla y comenzaba la desbandada del enemigo.
Dispuesto a hacerse dueño de toda Grecia, Filipo se enfrentó con las ciudades-estado, tomando como pretexto la protección de los santuarios de Apolo y Delfos. El orador ateniense Demóstenes le combatió con famosos discursos (Filípicas) en los que alertaba a los griegos contra la supremacía macedónica y llamaba a Filipo «apestoso macedonio». De nada le sirvió su elocuencia, pues, declarada la guerra, Atenas y Tebas sufrieron una espantosa derrota en la batalla de Queronea (338 a. C.). Filipo reunió después un Congreso en Corinto donde fue proclamado generalísimo de toda la Hélade, con el título de hegemon. Dos años más tarde (336 a. C.) fue asesinado por un noble macedonio llamado Pausanias.
Muerto Filipo, Alejandro fue rey de Macedonia y hegemon de toda Grecia. Tenía veinte años de edad y reunía en él la elegancia, cultura y sabiduría griegas —su maestro había sido el filósofo Aristóteles—, y el coraje y destreza macedonios. Adiestrado en el arte de la guerra por su padre, resultaría un genial estratega y táctico. Por otra parte, llevaba en sus venas la sangre ardiente de su madre Olimpia, princesa del Épiro, bella, inteligente, temperamental y ambiciosa. A la herencia genética de su madre Olimpia, se debía, tal vez, la manifestación de tres cualidades, llamadas por los griegos dóxa, póthos e hybris, que Alejandro poseía en grado sumo. Dóxa era ansia de gloria, póthos, referido a Alejandro, era un deseo incontenible por lo misterioso, lo desconocido, lo inexplorado; finalmente, hybris compendiaba una especie de desmesura y ambición insaciables.
Iniciado su reinado, tuvo que enfrentarse con las rebeliones de Tebas y Atenas, envalentonadas por la muerte de Filipo. Con Atenas empleó su talento de diplomático, pero con Tebas se comportó inmisericorde: arrasó la ciudad hasta sus cimientos y vendió como esclavos a sus desdichados habitantes. Luego, regresó a Macedonia y se dispuso a cumplir su más ferviente deseo: liberar a Grecia del yugo persa.
Desde niño, sabía Alejandro de la constante amenaza del imperio persa, a cuyo soberano tenían que pagar los griegos onerosos impuestos anuales; si no pagaban, Persia amenazaba con invadirlos. Pero Alejandro deseaba una Grecia libre y señora de sus destinos y para conseguirlo la Hélade no podía ser un conjunto de pequeños estados, era precisa una unión de todos los helenos. Una vez que consiguió esa unión, con la única excepción de los reticentes espartanos, Alejandro se dispuso para la gran aventura.
En la primavera del año 334 cruzó el Helesponto (actual estrecho de Dardanelos) con un ejército de 35.000 hombres entre infantes y jinetes. Ante las ruinas de Troya hizo un sacrificio a los dioses, conmovido por el recuerdo de aquella guerra inmortalizada por Homero en la Ilíada, que Alejandro conocía de memoria. Cerca de la antigua Ilión tuvo lugar su primera batalla contra los persas: la del río Gránico (334 a. C.). Allí derrotó a Memnón, un mercenario griego al servicio del rey persa. Fue su primera batalla y su primera victoria en tierras de Oriente. De allí en adelante nunca sería vencido; fue de victoria en victoria.
En Asia Menor el macedonio comenzó el acoso del poderoso ejército persa, cien veces mayor que el suyo, compuesto por gentes de distintas razas, costumbres y usos, aunque falto de jefes capaces de contrarrestar el genio militar de Alejandro.
En Persia reinaba Darío III Codomano, un hombre débil y bondadoso, prototipo de monarca decadente, irresoluto y cobarde. En principio, creyó habérselas con un jovenzuelo que se daría por satisfecho con la victoria conseguida y que presto regresaría a Grecia alardeando del éxito obtenido. Pero se equivocaba: Alejandro continuó avanzando. Aun se permitió algún entretenimiento: en Gordión, deshizo de un golpe de espada el «nudo gordiano» que ataba el viejo carro del rey Midas; según la tradición aquel que lo desanudase sería dueño de Asia. El quid de la cuestión estaba en que el citado nudo no mostraba los cabos de la cuerda con que había sido hecho. La solución dada por Alejandro se ha hecho proverbial: «Cortar el nudo gordiano», significa solucionar de un modo tajante, y no convencional, un problema o situación difíciles.
Después de la batalla del Gránico, Alejandro se dirigió hacia el sur, bordeando las costas del mar Egeo. En su marcha fue ocupando las ciudades de Éfeso, Sardes y Mileto, varias de ellas simpatizantes de los griegos. Mientras tanto, Darío reunía un ejército colosal: miles de hombres acudieron a la llamada del Gran Rey.
En noviembre del año 333 antes de Cristo, los dos ejércitos se enfrentaron, cerca de Isso, en la costa egea. Las disciplinadas falanges de Alejandro, bien concertadas con los espléndidos jinetes macedonios, arrollaron por segunda vez al colosal ejército persa.
Presa del pánico, el rey Darío huyó vergonzosamente, aun antes de que la batalla estuviese decidida. Tras sí dejó cientos de carros cargados de riquezas. Y lo más lamentable: en poder de Alejandro quedó la familia real persa, la madre y esposa de Darío y varios de sus hijos. Contra lo que esperaban —humillación y cautiverio ominoso—, el gran macedonio se comportó lleno de gentileza y generosidad con las infelices cautivas. Sin embargo, cuando días mas tarde Darío envió emisarios con sumas fabulosas para el rescate de la familia real persa, Alejandro rechazó el canje: se consideraba ya el amo de Persia y sólo admitía la sumisión total del imperio.
Prosiguió el avance hacia el sur: Tiro, Sidón y Gaza cayeron en su poder. Eran ricas ciudades fenicias que colmarían de tesoros a sus soldados. Entra en Jerusalén, donde reverentemente se inclina ante el gran rabino que ha salido a recibirle a las puertas de la ciudad, temeroso de que Alejandro castigue cruelmente a sus habitantes. El macedonio, sin embargo, les confirma su independencia y respeta sus costumbres y religión. Es lo que siempre hará con los pueblos que vaya conquistando, siempre y cuando le acaten como rey y señor.
En el otoño del año 332, Alejandro entra en Egipto, donde le reciben como libertador, pues también los egipcios habían soportado las iniquidades del poderío persa. En la desembocadura del río Nilo, funda la primera ciudad que llevará su nombre: Alejandría. Más tarde, a lo largo de todo su periplo de conquistador, irá dando su nombre a otras muchas ciudades, hasta la llamada Alejandría última, en la frontera de la India; también Bucéfalo, su caballo favorito, tendrá su ciudad: Bucefalia.
En Egipto, el macedonio peregrina al oasis de Siwa —a unos trescientos kilómetros de Alejandría—, donde existía un templo muy venerado consagrado al dios Amón. Sus sacerdotes le recibieron con todo honor, tratándole como descendiente de Amón, igual que habían hecho durante siglos con los faraones.
Mientras tanto, Darío había reclutado más de un millón de hombres. Aunque esta cifra no es muy fiable, y procede sin duda, de historiadores contemporáneos de Alejandro que de este modo pretendían adularle, es posible que la superioridad numérica del ejército persa fuera impresionante.
En la llanura de Gaugamela, cerca de la ciudad de Arbela, el 1 de octubre del año 330 a. C., tuvo lugar el encuentro. El propio Alejandro, según era su costumbre, rompió las filas enemigas montado en su caballo Bucéfalo; las falanges macedónicas le siguieron, avanzando impávidas sobre la masa variopinta de los persas. Por segunda vez, Darío no pudo soportar el espectáculo de aquella avalancha incontenible. Y huyó, y siguió huyendo hasta que unos nobles persas le asesinaron, en parte, despreciando su cobardía, y en parte porque esperaban ganarse con esa traición al imbatible Alejandro.
Luego, todo fue un paseo triunfal. Las principales ciudades persas abrieron sus puertas al vencedor: Babilonia, Ecbatana y Persépolis cayeron en su poder. Sólo Persépolis fue incendiada; era la más rica de las ciudades persas y se había entregado sin oponer resistencia alguna. Parece que Alejandro vengó en ella los viejos resentimientos que habían amargado su niñez.
Dio principio entonces una política de unificación de culturas, la griega y la persa. Con sumo tacto se comportó Alejandro con los gobernadores y príncipes persas, dejándoles en posesión de sus tierras a los más adictos a su persona, manifestando su respeto a su religión y costumbres. Incluso alentó los matrimonios de sus soldados y generales con mujeres persas; él mismo contrajo matrimonio con Roxana, princesa sogdiana, y más tarde con Estatira, la hija mayor de Darío.
Pero los hombres de Alejandro empezaban a estar descontentos. Conquistado el imperio persa, vengada la humillación secular de Grecia, deseaban volver a sus hogares. Entre la tropa se produjeron algunos conatos de sublevación que el rey cortó dirigiéndose personalmente a los revoltosos, convenciéndoles con su oratoria llena de entusiasmo. Sus soldados le fueron siempre fieles; sabían que era el primero en la lucha, que las mismas penalidades que ellos sufrían —hambre, sed, frío— las sufría él, y que en el reparto de las riquezas conquistadas era justo y generoso. Sin embargo, entre los hombres más próximos a Alejandro —generales y lugartenientes— el descontento era de otra índole: les llenaba de resentimiento el hecho de que los nobles persas vencidos fueran tratados en el mismo plano de igualdad que los griegos; les irritaba y les ofendía que su rey adoptase costumbres e indumentarias persas; pero, sobre todo, se resistían a aceptar la ceremonia persa de la proskýnesis (postración), que consistía en arrodillarse ante él, inclinando la cabeza hasta tocar con ella el suelo. Para los griegos ese honor sólo era reservado a los dioses, nunca para un gobernante. El descontento por todo esto produjo conspiraciones muy graves que Alejandro cortó con mano dura, ordenando ajusticiar a los sediciosos, algunos de ellos compañeros fieles del rey hasta entonces.
Puesto que el ejército le era fiel y no le faltaban acérrimos partidarios entre sus generales, decidió avanzar hasta los límites de la tierra conocida y llegar hasta donde ningún hombre había llegado.
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