Leyendas del Cáucaso y de la estepa
Resumen del libro: "Leyendas del Cáucaso y de la estepa" de Alejandro Dumas
Alejandro Dumas, el prolífico autor francés conocido por clásicos como Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo, también exploró horizontes menos habituales para su época. Viajero incansable y narrador ávido de historias, su obra se nutre de los lugares y culturas que conoció. En 1858, su viaje a Rusia lo llevó a las regiones del Cáucaso y la estepa, donde encontró un mundo fascinante de tradiciones, conflictos y personajes que marcaron profundamente su imaginación y dieron lugar al libro Leyendas del Cáucaso y de la estepa.
En este volumen, Dumas nos transporta a un paisaje áspero y vibrante, habitado por pueblos como los chechenos, lesguios y tártaros, inmersos en una lucha contra los ocupantes rusos. Con un estilo evocador que combina el exotismo oriental y su inconfundible humor, relata la historia del joven príncipe Iskander, quien, con la ayuda de un guerrero rebelde, logra superar obstáculos y conquistar el amor de su vida. Este cuento, lleno de aventura y ternura, refleja la capacidad de Dumas para dar vida a héroes que encarnan ideales universales como el valor y la perseverancia.
A medida que se avanza en el libro, la atmósfera cambia. Dejamos atrás las montañas y los cabecillas insurgentes para adentrarnos en las llanuras del Volga, donde personajes más oscuros toman el protagonismo. Entre ellos, un siervo fiel llamado Jacquot nos sumerge en la perturbadora historia de su señor, un boyardo cuya vida desenfrenada y trágica ilustra los excesos del antiguo régimen ruso. Aquí, Dumas mezcla intriga, drama y elementos macabros, demostrando su maestría para explorar los rincones más oscuros del alma humana.
En estas páginas, Dumas nos recuerda por qué es considerado un “monstruo de la inspiración literaria”. Su capacidad para fusionar la acción trepidante con una profunda comprensión de las pasiones y maldades humanas es tan cautivadora como en sus obras más célebres. Este libro no solo nos ofrece una ventana al mundo oriental que fascinó al autor, sino también una muestra de su versatilidad como narrador, capaz de conquistar tanto a los amantes de la aventura como a quienes buscan reflexionar sobre los claroscuros de la humanidad.
Las gachas de la condesa Berta
Prefacio
Antes de nada, mis queridos niños, he de deciros que como he corrido mucho mundo, algún día, gracias al título de trotamundos que acabo de otorgarme, escribiré un Robinson, que, si no tan bueno como el de Daniel Defoe, será mejor que todos los que se hayan escrito después.
El caso es que una vez, durante uno de los muchos viajes de los que os hablo a todas horas, tuve ocasión de remontar en un barco de vapor el curso del viejo Rhin, como lo llaman los alemanes, para admirar, con un mapa y una guía sobre la mesa, todos esos hermosos castillos, cuyas almenas, en palabras de un poeta amigo mío, el tiempo ha tenido a bien desmigajar por las riberas del río. Todos desfilaban ante mí y me contaban su más o menos poético pasado, hasta que, con gran sorpresa por mi parte, me topé con uno cuyo nombre ni siquiera venía en el mapa. Como había hecho en más de una ocasión desde que zarpáramos de Colonia, recurrí a un tal señor Taschenburch, nacido en 1811, el mismo año que aquel pobre rey que jamás llegó a reinar. Era un hombre fornido y de corta estatura, imbuido de prosa y poesía, con las que abrumaba al primero que se le ponía a tiro. Le pregunté, pues, por aquel castillo. Se paró a pensar un momento, y me dijo:
—Se trata del castillo de Wistgaw.
—¿Sabe usted a quién perteneció?
—Ciertamente. A la familia Rosemberg. Allá por el siglo XIII, como su estado amenazara ruina, fue reconstruido por el conde Osmond y la condesa Berta, su esposa. Tales obras dieron pie a una leyenda muy curiosa.
—¿Cuál?
—No creo que le apetezca oírla. Es un cuento infantil.
—Pero, por Dios, señor Taschenburch, no hay que ser tan tiquismiquis. Ni piense que su relato no haya de ser de mi agrado por tratarse de un cuento infantil. ¡Mire usted!
Y le mostré un librito preciosamente encuadernado que llevaba en el bolsillo. Era un volumen que recogía tres cuentos: Caperucita Roja, Piel de asno y El pájaro azul[2].
—¿Qué me decís ahora?
—He de confesar que se trata de tres obras maestras —repuso, con gran seriedad.
—Que allanan cualquier prevención por vuestra parte de contarme esa leyenda.
—No la hay, puesto que me habéis demostrado que sois persona capaz de apreciarla.
—Pero todo el mundo sabe que, en los cuentos de hadas, pues presumo que vuestra leyenda es uno de ellos o algo parecido…
—Pues, sí.
—Que en esos cuentos pesa mucho el título, y si no, fíjese en la belleza de los que acabo de enseñarle.
—El título del mío no es menos interesante.
—¿Cuál es?
—Las gachas de la condesa Berta.
—Mi querido señor Taschenburch, ardo en deseos de oírlo.
—Escúchelo, pues.
—En ello estoy.
Y así comenzó su relato:
***
Las gachas de la condesa Berta
Quién era la condesa Berta
Había una vez un valeroso caballero llamado Osmond de Rosemberg, que había elegido por esposa a una hermosa muchacha, de nombre Berta. Bien sé que aquella muchacha poco tendría que ver con las grandes damas de nuestros días. Aunque, sin lugar a dudas, sería tan noble como la que más. Quiero decir con esto que no sabía cantar en italiano ni leía en inglés y que sólo hablaba alemán antiguo; tampoco sabía bailar la galopa, el vals de dos tiempos ni la polca. En cambio, era una persona bondadosa, dulce, sensible y siempre velaba por que ningún desliz empañase el espejo de su reputación. Cuando recorría sus propiedades —desde luego no en calesa y con un perrito faldero sentado enfrente, sino a pie y con una limosnera en la mano—, el Dios os lo pague agradecido de un anciano, una viuda o un huérfano sonaba más dulcemente a sus oídos que la balada más melodiosa del más célebre de los trovadores; canciones que, por otra parte, recompensaban hasta con una moneda de oro los mismos que negaban una de cobre a cualquier menesteroso con el que se cruzasen, por mucho que vieran al pobre desdichado aguantar a pie firme, semidesnudo, aterido y con un sombrero agujereado en las manos.
***
Los cobolds
Como el suave rocío que deja la felicidad, Berta y su esposo parecían acaparar todas las bendiciones de la comarca. Doradas cosechas cubrían los campos; descomunales racimos de uvas curvaban las parras, y si, por azar, una nube negra, preñada de granizo y relámpagos, rondaba por el castillo, un invisible soplo la desviaba enseguida hacia los dominios de algún otro malvado castellano, donde descargaba con devastador placer.
¿Quién arrastraba aquellos nubarrones? ¿Quién preservaba de heladas y tormentas las tierras del conde Osmond y de la condesa Berta? Os lo diré: los enanitos del castillo.
Porque habéis de saber, queridos niños, que hubo un tiempo en el que existía en Alemania una raza de minúsculos y bondadosos geniecillos, hoy por desgracia ya desaparecida: el más alto de aquellos seres no alcanzaba ni siquiera las seis pulgadas. Se llamaban cobolds. Donde más disfrutaban esos geniecillos, tan viejos como el mundo, era en las mansiones de aquellos señores que eran buenos a los ojos de Dios. Detestaban, por tanto, a los malvados, y los martirizaban con pequeñas travesuras a su medida. Pero utilizaban todo su poder, que se extendía incluso a los elementos, para velar por aquéllos cuya bondad natural les hacía semejantes a ellos. No otra era la razón de que dichos enanitos, que desde tiempo inmemorial vivían en el castillo de Wistgaw, donde habían conocido a los padres, abuelos y antepasados del conde, tuviesen en tan gran estima a Osmond y a la condesa Berta. Ellos eran quienes soplaban con todas sus fuerzas, y alejaban de aquellas benditas tierras cualquier nube portadora de rayos y pedrisco.
…
Alejandro Dumas. (Villers-Cotterêts, 1802 - Puys, cerca de Dieppe, 1870) fue uno de los autores más famosos de la Francia del siglo XIX, y que acabó convirtiéndose en un clásico de la literatura gracias a obras como Los tres mosqueteros (1844) o El conde de Montecristo (1845). Dumas nació en Villers-Cotterêts en 1802, de padre militar —que murió al poco de nacer el escritor— y madre esclava. De formación autodidacta, Dumas luchó para poder estrenar sus obras de teatro. No fue hasta que logró producir Enrique III (1830) que consiguió el suficiente éxito como para dedicarse a la escritura.
Fue con sus novelas y folletines, aunque siguió escribiendo y produciendo teatro, con lo que consiguió convertirse en un auténtico fenómeno literario. Autor prolífico, se le atribuyen más de 1.200 obras, aunque muchas de ellas, al parecer, fueron escritas con supuestos colaboradores.
Dumas amasó una gran fortuna y llegó a construirse un castillo en las afueras de París. Por desgracia, su carácter hedonista le llevó a despilfarrar todo su dinero y hasta se vio obligado a huir de París para escapar de sus acreedores.