Lecturas y locura
Resumen del libro: "Lecturas y locura" de G. K. Chesterton
“Lectura y Locura” es una colección de ensayos escritos por el prolífico autor Gilbert Keith Chesterton, originalmente publicados como columnas semanales en el periódico “Daily News” entre 1901 y 1911. Estos ensayos se enmarcan en el mismo período creativo que otras dos destacadas colecciones de artículos de Chesterton: “Enormes Minucias” y “Alarmas y Digresiones”. La edición de “Lectura y Locura” en 1958, a cargo de la editorial londinense Sheed and Ward, revela la riqueza y profundidad de los trabajos reunidos. Es importante destacar que estos ensayos se publicaron de manera póstuma, sugiriendo que Chesterton nunca tuvo la oportunidad de revisar y preparar para su publicación todo lo que había escrito.
Como afirma Borges, uno de sus mayores defensores, en cada página de Chesterton se encuentra la presencia íntegra y distintiva del autor. Esta afirmación resuena con fuerza en “Lectura y Locura”, donde cada ensayo es una ventana a la aguda perspicacia y la inconfundible voz de Chesterton. La edición en castellano, aunque parte de las obras completas que se presentan de manera incompleta, brinda a los lectores una oportunidad única de adentrarse en el mundo literario y filosófico de este maestro de la palabra. La obra se erige como una prueba rotunda y vertiginosa de la capacidad de Chesterton para tejer observaciones agudas con un estilo enérgico y una profunda humanidad. “Lectura y Locura” no solo invita a la reflexión, sino que también ofrece innumerables momentos de pura satisfacción intelectual.
LECTURA Y LOCURA
SON numerosos los indicios que nos llevan a la conclusión, verdaderamente asombrosa, de que la Biblioteca del Museo Británico, además de sus múltiples servicios, desempeña muchas de las funciones de un sanatorio mental. Vagan silenciosamente por aquel vasto palacio del conocimiento, saqueando el saber de los siglos con ayuda de funcionarios del Estado, hombres y mujeres que en una época menos humanitaria que la nuestra habrían estado aullando en Bedlam sobre un montón de paja. Dicen que no es raro que familias a cargo de algún lunático inofensivo lo envíen a la Biblioteca del Museo Británico para que allí se entretenga con dinastías y filósofos igual que un chiquillo enfermo con sus soldaditos de plomo. Sea esto del todo verdad o no, lo que sí es completamente cierto es que este colosal templo de pasatiempos parece albergar no pocas tragedias en su interior, pues en realidad un pasatiempo no es a menudo otra cosa que una tragedia.
There go the loves that wither
The old loves on wearier wings,
And all dead years draw thither
And all disastrous things.
En esta biblioteca pueden verse personajes tan excéntricos y deshumanizados que podrían nacer y morir en ella sin llegar a ver la luz del sol. Son seres fabulosos y subterráneos que se dirían gnomos de las minas del conocimiento. Sin embargo, sería un juicio irracional y apresurado decir que se trata simplemente de locura. El amor de una rata de biblioteca por esos enmohecidos folios antiguos bien podría ser mucho más cuerdo que el de muchos poetas por las playas soleadas. La inexplicable fijación de un viejo profesor por su sombrero puede ser un trastorno mucho menos vital que el de cualquier frívola dama de sociedad que pierde la cabeza por un vestido de Worth’s. Con frecuencia olvidamos que los convencionalismos pueden ser tan enfermizos como las excentricidades. Ni que decir tiene que no existe una definición absoluta de la locura de no tener en cuenta esa que todos suscribiríamos y que consiste en cualquier conducta excéntrica de otro. Sería, desde luego, una exageración afirmar que todos estamos locos, aunque del mismo modo que no sería posible decir que exista nadie completamente cuerdo. Si alguna vez viniera al mundo un hombre del todo cuerdo, sin lugar a dudas acabaríamos encerrándolo. La horrible trivialidad con la que hablamos de nuestras afecciones menores, nuestras vanidades y egoísmos, así como la elefantina inocencia con que ignoramos nuestros delirios de civilización lo convertirían sin remedio en algo aún más inescrutable y desesperanzador que un rayo o una bestia de presa. Tal vez los grandes profetas que la humanidad ha tachado de locos en realidad no hicieran sino enloquecer de su imponente cordura.
En muchos casos, sin duda, al entregarse a su pasatiempo, estos excéntricos letraheridos se dan al más cuerdo de los impulsos humanos: el impulso que nos conduce a depositar nuestra confianza en la tenacidad y en el firme propósito. Seguramente haya más de un viejo coleccionista al que parientes y amigos tengan por un loco de los «ezelvirianos», cuando en realidad son precisamente los «ezelvirianos» lo que lo mantienen cuerdo. Sin ellos, probablemente sucumbiera a la indolencia y a la hipocondría destructoras del espíritu. La somnolienta tenacidad de sus anotaciones y cálculos nos enseña algo de esa misma lección que nos dictan el martillo del herrero o los caballos del labrador: la lección del antiguo sentido común de las cosas. No obstante, aun concediendo esa sana alegría que a menudo acompaña a las tareas laboriosas e inútiles, todavía nos queda por resolver la cuestión de la cordura del literato. Los libros, al igual que todas las cosas amigas de los hombres, son también susceptibles de transformarse en sus enemigos, de declararse en rebeldía y dar muerte a su creador. El espectáculo de un hombre delirante y febril que indaga los misterios de un intrincado opúsculo en papel ajado que puede llevar en su bolsillo posee la misma irónica majestad que el de un hombre atropellado por una locomotora. Incluso en su muerte el hombre es un ser extraordinariamente digno de admiración; en cierto modo, siempre muere por su propia mano. También existe esta cualidad diabólica en los libros. La locura acecha en las silenciosas bibliotecas; pero no es posible definir sino muy vagamente la esencia y naturaleza de esa locura.
Creemos que una aceptable descripción a grandes rasgos de la locura podría ser la de una preferencia del símbolo por encima de aquello mismo a lo que este representa. El ejemplo más claro lo hallamos en el maníaco religioso, para quien la fe del Cristianismo supone la absoluta negación de las ideas de rectitud y piedad que representa el Cristianismo. Pero hay otros muchos. El dinero, por ejemplo, es un símbolo: simboliza el vino, los caballos, los trajes bonitos, las casas de lujo, las grandes ciudades del mundo y la tranquila tienda junto al río. El avaro es un loco. Prefiere el dinero a todas estas cosas; antepone el símbolo a la realidad. Los libros también son un símbolo: simbolizan la impresión que el hombre posee de la existencia. Quizá, cuando menos, sea lícito mantener que el hombre que ha llegado a preferir los libros a la vida sea un maníaco de la misma especie que el avaro. El libro es, indudablemente, un objeto sagrado. Los libros encierran las joyas más valiosas en los cofres más pequeños. Pero nada de esto impide que la superstición comience en el mismo punto en que el cofre empieza a ser más valorado que las joyas. Nos hallamos ante el gran pecado de la idolatría contra el que tan continuamente nos previene la religión.
En la mañana del mundo los ídolos eran toscas figuras con forma de hombres y bestias. Sin embargo, ya en siglos civilizados, los ídolos han pervivido adoptando otras formas aún más degradadas que las de hombres y bestias, como por ejemplo los libros, las porcelanas azules y las ollas de litro. Se ha escrito que los dioses del cristiano son el cuero, la porcelana y el peltre. La esencia de la idolatría es la misma. La idolatría surge dondequiera que aquello que en un principio nos hacía felices acaba siendo aún más importante que la misma felicidad. La ebriedad, por ejemplo, bien puede ser descrita como un pasatiempo absorbente. Y la ebriedad verdaderamente entendida en su realidad interior y psicológica constituye un ejemplo típico de idolatría. La intemperancia esencial comienza en el punto en que una concreta forma de placer, que tiene su origen en un determinado objeto de consumo, acaba por cobrar más importancia que todo el vasto universo de los placeres naturales que, finalmente, destruye por completo. Omar Khayyam, considerado a menudo, por alguna razón inexplicable, un poeta alegre y vitalista, resumía este horrible efecto último del alcohol en una estrofa de incomparable ingenio y eficacia:
Por más que el vino me volviera impío,
me robara el vestido y el honor,
no imagino que pueda el vinatero
comprar algo mejor que lo vende.
El persa era un poeta de fantasía y fertilidad inmensas, pero ni siquiera la enorme fuerza de su imaginación lograba evocar de su variado universo ninguna otra cosa capaz de rivalizar con los atractivos de esa particular sustancia roja fruto de un proceso químico determinado. Esto es la idolatría: la preferencia de un bien contingente por encima del bien eterno que simboliza; el empleo de un solo ejemplo de bondad permanente para confundir la validez de otros mil ejemplos. La elemental herejía matemática y moral de que la parte es mayor que el todo. Es en este sentido en el que la bibliomanía es capaz de convertirse en una especie de ebriedad. Existe una clase de hombres que en realidad prefieren los libros a todo aquello con lo que los libros están relacionados: lugares hermosos, hechos heroicos, experimentos, aventuras, religión. Leen acerca de estatuas de dioses sin avergonzarse de su propia desaliñada e indolente fealdad; estudian los testimonios de actos magnánimos y públicos sin avergonzarse de sus vidas ensimismadas y ocultas. Se han convertido en ciudadanos de un mundo irreal y, como los indios en su paraíso, persiguen con jaurías de sombras un ciervo de sombras. Ésa es su locura.
En el limbo de los avaros y los borrachos, que es el limbo de los idólatras, podríamos encontrar a muchos literatos. Y en éste, como en casi todos los dilemas éticos, la dificultad estriba menos en la presencia de alguna inclinación viciosa que en la ausencia de alguna de las virtudes esenciales. Los riesgos de enajenación mental que conlleva la literatura se deben no tanto al amor por los libros como a la indiferencia hacia la vida, los sentimientos y todo cuanto aparece reflejado en los libros. En un estado ideal, todo caballero absorto en abstrusos cálculos y descubrimientos debería estar obligado por decreto a conversar durante cuarenta y cinco minutos al día con un mozo de cuadras o con la casera de una pensión y a cruzar Hampstead Heath a lomos de un burro. El estado, asimismo, habría de someterlos a un examen; pero no sobre el griego ni las antiguas armaduras que son su deleite, sino acerca del dialecto cockney y de los distintos colores de las líneas de autobuses. De este modo se les purgaría de todas esas tendencias que a veces conducen de la erudición a la locura, y aprenderían a convertirse en hombres del mundo, primer paso para llegar a convertirse en hombres del universo.
…
G. K. Chesterton. (Campden Hill, 1874 - Londres, 1936) Crítico, novelista y poeta inglés, cuya obra de ficción lo califica entre los narradores más brillantes e ingeniosos de la literatura de su lengua. El padre de Chesterton era un agente inmobiliario que envió a su hijo a la prestigiosa St. Paul School y luego a la Slade School of Art; poco después de graduarse se dedicó por completo al periodismo y llegó incluso a editar su propio semanario, G.Ks Weekly.
Desde joven se sintió atraído por el catolicismo, como su amigo el poeta Hilaire Belloc, y en 1922 abandonó el protestantismo en una ceremonia oficiada por su amigo el padre O´Connor, modelo de su detective Brown, un cura católico inventado años antes.
Además de poesía (El caballero salvaje, 1900) y excelentes y agudos estudios literarios (Robert Browning, Dickens o Bernard Shaw, entre 1903 y 1909), este conservador estetizante, similar al mismo Belloc o al gran novelista F. M. Ford, se dedicó a la narrativa detectivesca, con El hombre que fue Jueves, una de sus obras maestras, aparecida en 1908.
A partir de 1911 empezaron las series del padre Brown, inauguradas por El candor del padre Brown, novelas protagonizadas por ese brillante sacerdote-detective que, muy tempranamente traducidas al castellano por A. Reyes, consolidaron su fama. De hecho, Chesterton inventó, como lo haría un poco más tarde T. S. Eliot o E. Waugh, una suerte de nostalgia católica anglosajona que celebraba la jocundia medieval y la vida feudal, por ejemplo, en Chaucer (a quien dedicó un ensayo), mientras que abominaba de la Reforma protestante y, sobre todo, del puritanismo.
Maestro de la ironía y del juego de la paradoja lógica como motor de la narración, polígrafo, excéntrico, orfebre de sentencias de deslumbrante precisión, en su abundantísima obra (más de cien volúmenes) aparecen todos los géneros de la prosa, incluido el tratado de teología divulgativo y de gran poder de persuasión.
Los ya citados relatos del padre Brown siguen la línea de Arthur Conan Doyle, mientras que los dedicados a un investigador sedente, el gordo y plácido Mr. Pond (literalmente "estanque"), inauguraron la tradición de detectives que especulan sobre la conducta humana a través de fuentes indirectas, desde Nero Wolf hasta Bustos Domecq, el policía encarcelado que forjaron Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, dos de los lectores más devotos que Chesterton ha tenido en el siglo XX.