Resumen del libro:
Año 997, finales de la Edad Oscura. Inglaterra se enfrenta a los ataques de los galeses por el oeste y de los vikingos por el este. La vida es difícil y aquellos que ostentan algo de poder lo ejercen con puño de hierro y, a menudo, en conflicto con el propio rey.
En estos tiempos turbulentos, tres vidas se entrecruzan: el joven constructor de barcos Edgar, a punto de fugarse con la mujer a la que ama, comprende que su futuro será muy diferente a lo que había imaginado cuando su hogar es arrasado por los vikingos; Ragna, la rebelde hija de un noble normando, acompaña a su marido a una nueva tierra al otro lado del mar solo para descubrir que las costumbres allí son peligrosamente distintas; y Aldred, un monje idealista, sueña con transformar su humilde abadía en un centro de saber admirado en toda Europa. Los tres se verán abocados a un enfrentamiento con el despiadado obispo Wynstan, decidido a aumentar su poder a cualquier precio.
La boda
997 d.C.
1
Jueves, 17 de junio de 997
Edgar había descubierto que era muy difícil permanecer en vela durante toda una noche, aunque fuese la noche más importante de su vida.
Había extendido su capa sobre la estera de juncos del suelo y en ese momento yacía tumbado sobre ella, vestido con la túnica de lana de color pardo que le llegaba hasta las rodillas y que era lo único que llevaba en verano, día y noche. En invierno se arrebujaba con la capa y se acostaba junto al fuego, pero en esas fechas hacía calor: apenas quedaba una semana para el solsticio de verano, el día de San Juan.
Edgar siempre sabía qué día era. La mayoría de la gente tenía que preguntárselo a los clérigos, que eran quienes se ocupaban de los calendarios. El hermano mayor de Edgar, Erman, le había dicho en cierta ocasión: «¿Cómo es que sabes cuándo es el día de Pascua?», y él le había respondido: «Porque es el primer domingo tras la primera luna llena después del 21 de marzo, evidentemente». Añadir la apostilla de «evidentemente» había sido un error, porque Erman le había dado un puñetazo en el estómago, castigándolo por su sarcasmo. De eso hacía algunos años, cuando Edgar era pequeño. Ahora ya era mayor; cumpliría los dieciocho tres días después de la festividad de San Juan. Sus hermanos ya no le daban puñetazos.
Sacudió la cabeza. Aquellos pensamientos volátiles hacían que le entrara el sueño, y a punto estuvo de quedarse dormido, de modo que trató de ponerse lo más incómodo posible, apuntalándose sobre el puño para permanecer despierto.
Se preguntó cuánto tiempo más tendría que esperar aún.
Volvió la cabeza y miró alrededor, a la luz del fuego. Su casa era como casi todas las demás casas del pueblo de Combe: paredes hechas con tablones de madera de roble, una techumbre de paja y un suelo de tierra parcialmente cubierto con juncos de la ribera del río cercano. No había ventanas. En mitad del único espacio había un recuadro formado con piedras que rodeaba el hogar. Encima del fuego había un armazón de hierro triangular del que se podía colgar un puchero, y sus patas proyectaban sombras tentaculares sobre la parte inferior del techo. Por todas las paredes había clavijas de madera de las que colgaban prendas de ropa, utensilios de cocina y herramientas para la construcción de barcos.
Edgar no estaba seguro de cuánto tiempo había pasado, porque se había quedado adormilado, quizá más de una vez. Un rato antes había escuchado los ruidos propios del pueblo preparándose para la noche: las voces de un par de borrachos canturreando una tonada obscena, las amargas acusaciones de una disputa conyugal en una casa vecina, un portazo, los ladridos de un perro y, en algún lugar próximo, los sollozos de una mujer. Sin embargo, en ese momento no se oía más que la suave canción de cuna que entonaban las olas en una resguardada playa. Miró hacia la puerta, buscando alguna reveladora rendija de luz en sus bordes, pero solo vio oscuridad. Eso significaba que o bien la luna ya se había ocultado —por lo que era noche cerrada—, o bien el cielo estaba nublado, lo cual no le serviría de nada.
El resto de los miembros de su familia estaban desperdigados por la habitación, acostados cerca de las paredes, donde se respiraba menos humo. Padre y madre dormían dándose la espalda. A veces se despertaban en plena noche y se abrazaban, se hablaban en susurros y se movían al unísono, hasta que se separaban de pronto, jadeando; sin embargo, en ese instante se hallaban profundamente dormidos, acompañados por los ronquidos de padre. Erman, el hermano mayor, de veinte años, estaba tumbado cerca de Edgar, y Eadbald, el mediano, en el rincón. Edgar oía su respiración apacible y regular.
Por fin oyó el tañido de la campana de la iglesia.
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