Resumen del libro:
“Las Siete Cabritas” es un compendio literario que reúne la pluma de Elena Poniatowska con siete retratos fascinantes de mujeres que han dejado una huella indeleble en la cultura mexicana. Elena Poniatowska, reconocida autora y periodista, se embarca en una exploración detallada y apasionada de las vidas de estas figuras icónicas, tejiendo su narrativa a partir de una variedad de fuentes que incluyen memorias, entrevistas, cartas, comentarios críticos, anécdotas y sus propios recuerdos personales.
A través de su prosa hábil y emocionalmente resonante, Poniatowska presenta a Frida Kahlo, la pintora cuyo trabajo y vida desafiantes la convirtieron en un símbolo cultural; Nahui Olin, una figura audaz y controvertida que personificó la revolución sexual femenina; Pita Amor, una poeta excéntrica y única; Rosario Castellanos, una destacada novelista y poeta; María Izquierdo, admirada por su arte por Antonin Artaud y otros; Elena Garro, novelista, cuentista y una figura legendaria en sí misma; y Nellie Campobello, cuya obra sobre la Revolución Mexicana la convierte en una voz extraordinaria.
La autora se entrega a la tarea de trazar con trazos vivos y conmovedores los perfiles de estas mujeres, a quienes se refiere cariñosamente como “cabras locas”. Su enfoque íntimo y vívido les rinde homenaje, resaltando su audacia y valentía en un mundo que a menudo las desafió. A medida que explora sus vidas vibrantes y en ocasiones tumultuosas, Poniatowska logra transportar al lector a sus experiencias, permitiéndoles empatizar con sus triunfos y desafíos.
En “Las Siete Cabritas”, Elena Poniatowska crea una galería literaria rica y evocadora de antepasadas notables, dotando a la cultura mexicana de una perspectiva profunda y colorida. Su narración atractiva, que combina momentos de humor y reflexión con pasajes inquietantes, logra capturar tanto la esencia de estas mujeres extraordinarias como la complejidad de las vidas que llevaron.
A mis tres gracias,
Mensivaís, Pacheco y Pitel
Agradezco a Pablo Rodríguez su entusiasmo cabrío
Diego, estoy sola,
Diego ya no estoy sola:
Frida Kahlo
Ésta que ves, mirándote a los ojos, es un engaño. Bajo los labios que jamás sonríen se alinean dientes podridos, negros. La frente amplia, coronada por las trenzas tejidas de colores, esconde la misma muerte que corre por mi esqueleto desde que me dio polio. Mira, veme bien, porque quizá sea ésta la última vez que me veas. Mira mis ojos de vigilia y sueño, obsérvalos, nunca duermo o casi nunca, atravieso los días y las noches en estado de alerta, capto señales que otros no ven, mírame, yo soy el martillo y la mariposa que se congela en un instante como lo dijo Ignacio Aguirre, el pintor, mi amante. Siempre he despertado de la fiebre nocturna empavorecida pensando que me morí durante el sueño. ¿Ves mis manos cuajadas de anillos? Esas manos las beso, las reverencio, no me han fallado, han seguido las órdenes de mi cerebro, mientras mi cuerpo entero me ha traicionado. En esta piel que me envuelve, la linfa, la sangre, la grasa, los humores, los sabores están condenados desde que tengo seis años. Mi cuerpo ha sido un Judas y en México a los judas los quemamos, estallan en el cielo, quedan reducidos a cenizas. Todos los años, cada cuaresma, cada viernes de Semana Santa, la misma ceremonia: la quema de Judas en recuerdo de la traición. Las manos que ves trenzaron mi cabello largo, negro, y clavaron flores en mi cabeza; así el poeta Carlos Pellicer pudo escribir «estás toda clavada de claveles», estas manos que ves han enlazado a Diego, han podido echar el rebozo sobre mis hombros, han acariciado el pecho femenino de Diego, mi saporana, han tomado el pezón de la mujer deseada, han jalado la manta para protegerme del frío, pero sobre todo han detenido el pincel, mezclado el color en la paleta, dibujado mis pericos, mis perros, mis abortos, el rostro de Diego, mi nana indígena, el contorno de las caritas de los hijos de Cristina mi hermana, las cejas de mi padre, Guillermo; han escrito cartas y un diario, han enviado recados amorosos, me han hecho pintora. Las manos que ves tomaron la tijera y cortaron mi pelo, regaron los cabellos largos en el suelo, me vistieron de hombre, me abotonaron la bragueta y escribieron la canción: «Mira que si te quise fue por el pelo, ahora que estás pelona ya no te quiero».
Todo lo pinté, mis labios, mis uñas rojo-sangre, mis párpados, mis ojeras, mis pestañas, mis corsés, uno tras otro, mi nacimiento, mi sueño, mis dedos de los pies, mi desnudez, mi sangre, mi sangre, mi sangre, la sangre que salió de mi cuerpo y volvieron a meterme, los judas que me rodean, el que cuida mi sueño en la noche, el judas que me habita y no dejo que me traicione. Al pintarlos no los exorcizaba, nunca quise exorcizar a nadie, ni a nada. Supe desde niña que si exorcizaba mis demonios sería india muerta.
Mi padre era epiléptico, la epilepsia es una posesión. Cuando Diego me estaba cortejando mi padre lo previno: «Tiene al demonio adentro». Era cierto; ese demonio me dio fuerza, es el demonio de la vida.
Esta que ves, mirándose al espejo, reflejada siempre en el otro, en la tela, en el vidrio de la ventana por donde salgo imaginariamente a la calle, ésta que ves fumando, ésta que sale de la tela y te mira fijamente soy yo. Me llamo Frida Kahlo. Nací en México. No me da la gana dar la fecha. A mi primer novio Alejandro Gómez Arias no le dije mi edad porque era menor que yo. Yo no quiero perder a nadie, no quiero que nadie se muera, ni un perro, ni un gato, ni un perico, no quiero que me dejen. Que todos estén siempre ahí para que me vean. Existo en la luz refleja de los demás. Ésta que ves nunca quiso ser como los demás; desde niña procuré distinguirme para que me pusieran en un altar. Primero mi papá, luego Alejandro que en verdad nunca me quiso y «los Cachuchas», mis compañeros de la Prepa. Quería que me amara el cielo intensamente azul de México, las sandías atrincheradas en los puestos del mercado, los ojos ansiosos de los animales. Iba yo a lograr que el mundo cayera de cabeza de tan enamorado de la Niña Fisita.
«Los Cachuchas» éramos unos bandidos; robábamos libros en la Biblioteca Iberoamericana y los vendíamos para comprar tortas compuestas. Anticlericales, las pasiones aún caldeadas por la Revolución, estábamos dispuestos a todo. No queríamos estudiar, sólo pasar de panzazo. Una vez le puse una bomba a Antonio Caso que daba una conferencia, y explotó en una de las ventanas del salón de El Generalito. Los vidrios le rasgaron la ropa. Antonio Caso me caía regordo, por filósofo y por chocante. El director Vicente Lombardo Toledano me expulsó de la Preparatoria, José Vasconcelos el secretario de Educación lo mandó llamar y le dijo: «Más vale que renuncie a la dirección, si no puede controlar a una muchachita tarambana de catorce años». Lombardo Toledano renunció.
Supe siempre que en mi cuerpo había más muerte que vida. Desde pequeña me di cuenta, pero entonces no me importó porque aprendía combatir la soledad. A un enfermo lo aíslan. A los amigos se les conoce en la cárcel y en la cama. A los seis años, zas, una mañana no pude ponerme de pie, zas, poliomielitis. Diagnosticaron «un tumor blanco». Pasé nueve meses en cama. Me lavaban la piernita en una tinita con agua de nogal y pañitos calientes. Mi padre me ayudó. Me compró colores y me hizo un caballete especial para dibujar en la cama. La patita quedó muy delgada. Nadie sabía nada de nada. Los doctores son unas mulas. A los siete años usaba botas. «Frida Kahlo pata de palo, Frida Kahlo pata de palo», gritaban en la escuela. Me habían hecho un verso:
Frida Kahlo pata de palo
…
calcetín a moda gringa
ya ni la friega.