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Las nuevas noches árabes. El dinamitero

Resumen del libro:

Robert Louis Stevenson, nacido en 1850 en Edimburgo, es una de las figuras literarias más destacadas del siglo XIX. Conocido por su inigualable capacidad para mezclar lo real y lo fantástico, Stevenson se adentró en la escritura de ficción tras un periodo dedicado principalmente a artículos y libros de viajes. Fue su estancia en Francia, donde conoció a su futura esposa Fanny van der Grift, lo que marcó un punto de inflexión en su carrera. A partir de 1877, su vida experimentó un giro significativo, y comenzó a crear relatos que combinarían la aventura y el misterio, características que definirían su estilo literario.

«Las nuevas noches árabes» es una de las primeras colecciones de cuentos de Stevenson, publicada en 1882. Este libro, compuesto por una serie de relatos breves, a pesar de su aparente fragmentación, ofrece una coherencia interna que lo convierte en una obra unitaria. Inspirado en «Las mil y una noches», Stevenson entrelaza sus historias con un denominador común: la lucha por la supervivencia en un entorno hostil. Esta colección nos presenta historias vibrantes como «El club de los suicidas» y «El diamante del Rajá», que desafían las normas convencionales del relato victoriano y exploran la oscuridad que acecha bajo la superficie de la sociedad.

Uno de los relatos más destacados de esta colección es «El dinamitero» (1885), una novela corta que aborda los atentados cometidos en Londres por militantes independentistas irlandeses en 1884. Esta obra se distingue por su tratamiento audaz de temas políticos y su tono satírico, que refleja la preocupación de Stevenson por los disturbios sociales de su época. A través del personaje del príncipe Florizel, quien actúa como un hilo conductor en varios relatos de la colección, Stevenson nos sumerge en un Londres lleno de intrigas y peligros, donde la violencia y la anarquía se presentan como fuerzas desestabilizadoras.

«El dinamitero» no solo es una novela de suspenso, sino también una crítica a las ideologías extremistas y una reflexión sobre las consecuencias de la violencia. La habilidad de Stevenson para crear personajes complejos y escenarios cargados de tensión hace que esta obra, al igual que el resto de los relatos de «Las nuevas noches árabes», mantenga al lector en un estado constante de expectación.

En definitiva, «Las nuevas noches árabes» y «El dinamitero» son ejemplos magistrales del talento narrativo de Robert Louis Stevenson. Estas historias, ricas en detalles y con una estructura que desafía las convenciones de su tiempo, no solo entretienen sino que también invitan a reflexionar sobre la condición humana y las sombras que se ocultan en el corazón de la civilización. Stevenson, con su estilo elegante y su visión penetrante, sigue siendo una figura clave en la literatura universal.

EL CLUB DE LOS SUICIDAS

Historia del joven de los pasteles de crema

Mientras vivió en Londres, el eminente príncipe Florizel de Bohemia[1] supo granjearse el aprecio de los más por la seducción de sus maneras y por su concepción de la generosidad. Se le tenía por un hombre notable, aunque poco más se sabía de él; apacible de carácter, con una visión del mundo propia de un campesino, el príncipe de Bohemia mostraba cierto gusto por la vida aventurera y acaso un tanto excéntrica, más que por las maneras de vivir propias de su cuna y condición. De vez en cuando, si estaba aburrido o no representaban en los teatros de Londres una buena comedia, o si la estación del año no auspiciaba la práctica de esos deportes en los que siempre superaba a sus contrincantes, hacía llamar al coronel Geraldine, su confidente y caballerizo mayor, y le ordenaba acompañarlo en un paseo nocturno. El caballerizo mayor, un oficial joven, más temerario que valiente, se mostraba encantado de cumplir la orden recibida y de inmediato estaba presto para acompañarle; tenía además una enorme facilidad para disfrazarse y pasar inadvertido, debido a ciertas y muy intensas experiencias de la vida, por lo que podía hacerse pasar tranquilamente por cualquier persona, fuera de la naturaleza que fuese, fuera natural del país que fuese, adoptando su cara, su figura, su voz y hasta sus pensamientos. Evitaba así que la atención de las gentes se centrara en el príncipe y con relativa frecuencia lograba que se les admitiera en los grupos más extraños. No hay ni que decir que las autoridades jamás tuvieron noticias de sus aventuras. Tan grande e impávido era el valor de uno, y tan vivaz e ingenioso el celo caballeresco del otro, que habían logrado salir sin mayores compromisos de una buena cantidad de lances arriesgados, cosa que con el paso del tiempo les hizo ganar una mayor confianza a la hora de llevar a cabo sus actividades.

Cierta tarde de marzo en la que caía una lluvia helada, hubieron de buscar amparo en una taberna próxima a Leicester Square en la que servían ostras; el coronel Geraldine vestía aquel día como un periodista pobre; el príncipe, siguiendo su costumbre, llevaba mostacho y cejas postizos, lo que le hacía aparentar rudeza y abandono; un magnífico disfraz, por impenetrable, para alguien de modales tan exquisitos como los suyos. Así, pues, disfrazados de tal manera, el caballero y su escudero tomaron asiento para beberse con la mayor tranquilidad un brandy con soda.

La taberna rebosaba de parroquianos, hombres y mujeres, muchos de los cuales trataron de entablar conversación con nuestros aventureros, aunque era poco probable que después de hacerlo resultaran personas de mayor interés; eran gentes de los arrabales de Londres o de la Bohemia más vulgar. Ya había bostezado el príncipe un par de veces, ya comenzaba a hartarse de su excursión, cuando de golpe se abrió violentamente la puerta de la taberna y entró un joven caballero con dos criados que llevaban sendas bandejas repletas de pasteles de crema, como se vio tan pronto levantaron las tapas que los cubrían. El joven caballero, seguido de sus criados, comenzó a recorrer solemnemente la taberna, ofreciendo pasteles a quienes allí se encontraban con una cortesía un tanto ampulosa. Algunos se los aceptaban entre risas y otros se los rechazaban, no ya con descortesía, sino con abierta rudeza; cuando ocurría esto último, el propio caballero tomaba el pastel rechazado y se lo comía mientras comentaba alguna cosa con humor.

Llegó al fin hasta donde estaba sentado el príncipe Florizel de Bohemia.

—Caballero —le dijo ofreciéndole uno de los pasteles, tomado entre el pulgar y el índice de su mano, al tiempo que le dedicaba una muy cumplida reverencia—, ¿me hace usted el honor, aunque sea yo un perfecto desconocido? Respondo plenamente de la calidad de estos pasteles, puesto que llevo comidos veintisiete desde las cinco de la tarde…

—Por lo general me fijo —respondió el príncipe—, no tanto en el obsequio que se me hace como en la intención de quien me lo hace.

—Mi intención, señor —dijo el joven caballero haciéndole otra reverencia teatral—, es de broma…

—¿De broma? —dijo el príncipe—. ¿Y a quién quiere usted hacer objeto de su broma?

—No he venido para exponer mi filosofía sino para repartir mis pasteles —dijo el joven—. Le aseguro que asumo por completo la ridiculez de mi acto, así que le ruego, por ello, que con su honor intacto acepte esta invitación. Mire que si no lo hace me veré obligado a comerme el vigésimo octavo pastel, y le aseguro que ya empieza a empalagarme todo esto…

—De acuerdo —dijo el príncipe—, me ha convencido… Con mi mejor voluntad voy a evitarle ese engorro, pero con una condición… Si mi amigo y yo nos comemos uno de sus pasteles, aunque la verdad sea que no nos apetece lo más mínimo hacerlo, cenará usted con nosotros.

El joven se quedó pensativo unos instantes.

—Bueno, aún me quedan unas docenas de pasteles, por lo que no tengo más remedio que recorrer varias tabernas hasta concluir mi gran empeño… Lo digo porque en eso tendré que emplear bastante tiempo y acaso ya tengan ustedes hambre…

El príncipe lo interrumpió con un gesto de gran elegancia.

—Mi amigo y yo le acompañaremos gustosos, pues la verdad es que nos llama poderosamente la atención su manera tan divertida de pasar la tarde… Bien, ahora que hemos acabado con los prolegómenos de la paz, permita que firme yo el acuerdo, en nombre de los dos.

El príncipe se comió entonces de golpe su pastel con mucha gracia.

—Está delicioso —dijo.

—Ya veo que usted sabe apreciar lo que es bueno —apuntó el joven caballero.

«Las nuevas noches árabes. El dinamitero» de Robert Louis Stevenson

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