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Las ilusiones perdidas

Las ilusiones perdidas, una novela de Honoré de Balzac

Las ilusiones perdidas, una novela de Honoré de Balzac

Resumen del libro:

Obra maestra de Balzac, Las ilusiones perdidas cuenta la historia de un joven de provincias con ambiciones artísticas que sueña con triunfar en París. La odisea de Lucien de Rubempré desde la inocencia de su Angulema natal hasta el fango del fracaso constituye uno de los periplos narrativos más audaces, embelesadores e imponentes de la narrativa del siglo XIX. Crónica de toda una época, elegía y recuerdo de los perdidos sueños de juventud, esta novela, apoteosis y a la vez síntesis de La Comedia Humana, ha consolidado con el tiempo el vigor de su intimidante grandeza.

Los dos poetas

En la época en que esta historia comienza, la prensa de Stanhope y sus rodillos distribuidores de tinta no funcionaban aún en las pequeñas imprentas de provincias. A pesar de la especialidad que le pone en contacto con la tipografía parisiense, Angulema utilizaba siempre prensas de madera, de las que se ha conservado la expresión «hacer gemir las prensas» que hoy en día ya no tiene razón de ser. La antigua imprenta utilizaba aún los tampones de cuero, recubiertos de tinta, con los que uno de los prensistas frotaba los moldes. La plataforma móvil en donde se coloca la forma, sobre la que se aplica la hoja de papel, era aún de piedra y justificaba su nombre de mármol. Las devoradoras prensas mecánicas han hecho hoy olvidar tan bien este mecanismo, al que debemos, a pesar de su imperfección, los bellos libros de Elzevir, Plantin, Aldo y Didot, que es necesario mencionar el viejo utillaje por el que Jérôme-Nicolas Séchard sentía un afecto supersticioso, ya que desempeña un papel en esta gran pequeña historia.

Este Séchard era un antiguo prensista, a quienes en su jerga los tipógrafos llamaban osos. El movimiento de vaivén, que se parece bastante al de un oso en la jaula, mediante el cual los prensistas van del tintero a la prensa y de la prensa al tintero, les ha valido, sin duda alguna, este apodo. Pero, es a causa del continuo ejercicio que estos señores hacen para coger las letras en los ciento cincuenta y dos cajetines que las contienen.

En la desastrosa época de 1793, Séchard, que contaba unos cincuenta años, se encontró casado. Su edad y su matrimonio le habían librado de la gran movilización que llevó a todos los obreros al ejército. El antiguo impresor se quedó solo en la imprenta, cuyo propietario acababa de morir, dejando una viuda sin hijos. El establecimiento parecía estar abocado, por lo tanto, a una inmediata desaparición. El solitario oso parecía incapaz de convertirse en mono, ya que en su calidad de impresor nunca había sabido leer ni escribir. Sin tener en cuenta esta incapacidad, un representante del pueblo, que deseaba dar a conocer en seguida los decretos de la Convención, concedió al operario el privilegio de maestro impresor, encargándole oficialmente de este trabajo. Después de aceptar tan peligroso título, el ciudadano Séchard indemnizó a la viuda entregándole las economías de su mujer, con las que pagó el material que había en la imprenta. Sin embargo, esto no era todo. Había que imprimir sin la menor dilación los decretos republicanos. En situación tan apurada, Séchard tuvo la suerte de encontrar a un noble marsellés que no deseaba emigrar a ninguna parte para no perder sus tierras, ni tampoco ponerse en evidencia para no perder la cabeza, por lo que no podía comer si no era trabajando. Así fue como el señor conde de Maucombe vistió la humilde blusa de regente en una imprenta de provincias, compuso y corrigió por sí mismo los decretos que condenaban a muerte a los ciudadanos que ocultaban a los nobles, y el oso, convertido ya en propietario, los hizo fijar en las esquinas quedando así ambos a salvo.

En 1795, después de haber pasado la peor época del terror, Nicolas Séchard se vio obligado a buscar otro colaborador. Entonces fue un cura, que había sido obispo durante la Restauración y que se negaba a prestar juramento, quien remplazó al conde de Maucombe hasta el día en que el Primer Cónsul restableció la religión católica.

Si bien Jérôme-Nicolas Séchard no sabía en 1802 leer ni escribir mejor que en 1793, a cambio se había procurado abundantes medios para poder pagar un buen colaborador. El operario que antes se preocupaba tan poco de su porvenir, ahora se hacía temer de sus osos y monos. Y es que la avaricia comienza donde la pobreza cesa. El día que el impresor entrevió la posibilidad de hacer fortuna, el interés desarrolló en él una inteligencia material de su estado, pero ávida, suspicaz y penetrante. Su práctica despreciaba a la teoría. Había terminado por calcular en una sola ojeada el precio de una página y de una hoja, según el cuerpo de cada carácter. Probaba a sus ignorantes parroquianos que las letras grandes costaban más de manejar que las finas; si eran pequeñas, decía que eran más difíciles de manipular. Siendo la composición la parte tipográfica de la que nada entendía, tenía tanto miedo a equivocarse que sólo hacía contratos leoninos. Si sus cajistas trabajaban por horas, los vigilaba constantemente. Si se enteraba de que algún fabricante se encontraba en apuros, compraba su papel a un precio irrisorio y lo almacenaba. Desde aquellos tiempos, también, poseía la casa donde la imprenta estaba instalada desde tiempo inmemorial. Tuvo toda suerte de dichas: quedó viudo y no tuvo más que un solo hijo; lo colocó en el liceo de la ciudad, más que por darle una educación, por prepararse un sucesor; le trataba severamente a fin de prolongar la duración de su poder paternal; en consecuencia, los días de vacaciones le hacía trabajar en las cajas para que, según le decía, aprendiera a ganarse la vida a fin de que un día pudiera recompensar a su pobre padre que se mataba por instruirle. A la marcha del sacerdote, Séchard escogió como regente a aquel de sus cuatro cajistas que el futuro obispo le señaló como el más honrado e inteligente. De este modo el hombre se encontró en situación de esperar el momento en que su hijo pudiera dirigir el establecimiento, que entonces se ampliaría bajo jóvenes y hábiles manos.

David Séchard hizo unos brillantes estudios en el liceo de Angulema. A pesar de que como oso, advenedizo y sin conocimientos ni educación, despreciaba la ciencia considerablemente, el tío Séchard envió a su hijo a París para que estudiara alta tipografía, pero le hizo una recomendación tan enérgica de amasar una buena suma en una región a la que llamaba el paraíso de los obreros, diciéndole que no contara con la bolsa paterna, que veía, sin duda, un medio de llegar a sus fines en esa estancia en el país de la Sabiduría. Mientras aprendía su oficio, David terminó su educación en París. El regente de los Didot se hizo un sabio. Hacia fines del año 1819, David Séchard abandonó París sin haber costado un céntimo a su padre, quien le llamó para colocar entre sus manos el timón de sus negocios. La imprenta de Nicolas Séchard poseía por aquel entonces el único diario de anuncios judiciales que existía en el departamento, y trabajaba para la Prefectura y el Obispado, tres clientelas que deberían proporcionar una gran fortuna a un joven activo.

Las ilusiones perdidas – Honoré de Balzac

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