Las huellas del sol
Resumen del libro: "Las huellas del sol" de Walter Tevis
Las huellas del sol, de Walter Tevis, nos transporta a un futuro sombrío donde la Tierra está al borde del colapso. El año es 2063 y los recursos del planeta se han agotado casi por completo. En este escenario apocalíptico, Tevis teje una historia que, aunque situada en un entorno de ciencia ficción, explora las más profundas fragilidades humanas.
Ben Belson, el protagonista, es un magnate estadounidense cuya arrogancia y desesperación lo llevan a emprender una misión suicida al espacio. En su afán de demostrarle al mundo y a sí mismo que no es el hombre que su padre subestimó, Belson compra una nave y se lanza al cosmos en busca de una solución energética para la humanidad. Lo que podría parecer un acto de heroísmo es, en realidad, un intento de llenar su propio vacío existencial. Tevis utiliza esta búsqueda cósmica como un espejo para mostrar las miserias personales de un hombre atrapado en su ego.
El planeta que Belson descubre, bautizado con su propio nombre en un gesto de pura soberbia, está habitado por una extraña especie de hierba inteligente. Estas plantas emiten un canto hipnótico, un recurso simbólico que Tevis usa para reflejar el poder adictivo del control y el deseo de escapar de la realidad. Mientras Ben se enfrenta a la desolación del espacio exterior, también se enfrenta a su desolación interna.
Tevis, con una prosa lúcida y certera, pinta una imagen de un mundo donde la búsqueda del poder y la supervivencia están impregnadas de un inevitable sentimiento de derrota. Las huellas del sol es más que una novela de ciencia ficción; es un tratado sobre la decadencia humana y la arrogancia de quienes creen poder salvar lo insalvable.
La obra resuena con preguntas filosóficas sobre la ambición, el poder, y la soledad, mientras que el escenario futurista y desolador sirve como telón de fondo para una narrativa profundamente humana. Walter Tevis, como en sus obras anteriores, nos recuerda que el verdadero conflicto no está en las estrellas, sino dentro de nosotros mismos.
Para Eleanor Walker, el doctor Herry Teltscher y Pat LoBrutto
Oh, girasol, hastiado del tiempo,
que sigues las huellas del sol
buscando ese dorado asiento
donde el periplo llega a su fin.
WILLIAM BLAKE, Cantos de experiencia
CAPÍTULO 1
Cuando me sedaron regresé como un rayo a mi infancia en la Tierra y me quedé ahí, en una especie de duermevela, durante dos meses. A ratos notaba la trepidación del motor de la nave, de los tubos brillantes que me alimentaban, de las máquinas que mantenían en forma mi cuerpo y de la voz suave de mi instructor, pero la mayor parte del viaje la pasé en casa de mi padre en Ohio, con los olores del humo de su puro y sus libros, y con el respeto que me producían de niño los certificados y diplomas colgados en la pared empapelada detrás de su escritorio. El papel era de flores azules desteñidas; parecía que pudiera verlas con más claridad desde mi cabina de capitán en mi nave interestelar que en la infancia. Nomeolvides. Había una mancha amarronada cerca del techo por encima de un diploma enmarcado que decía DOCTEUR DE L’UNIVERSITÉ HONORAIRE. Yo me sentaba en el suelo enmoquetado de verde y clavaba la mirada en la mancha, callado. Mi padre, también callado, leía un libro viejo en alemán, francés o japonés, parándose de vez en cuando a tomar alguna nota en una ficha o a encenderse un puro. Nunca me miraba ni se daba por enterado de mi presencia. Mamá estaba fuera; a mi padre le había tocado cargar conmigo. Me sentía culpable: estaba ocupado, su trabajo era importante, yo era un incordio para él. Debí de quererlo muchísimo… Sus raras y tímidas sonrisas, su calma. Ni siquiera tenía esperanzas de que me llegase a explicar su trabajo un día. Cuando murió, yo seguía sin saber nada de aquella historia antigua sobre la que se pasó cavilando toda la vida. Jamás he leído sus libros. Hice que lo enterrasen en un cementerio excelente, contento de ser lo bastante mayor y contar con el dinero suficiente para organizarlo todo como es debido. Cuando murió, yo tenía veintitrés años y ya era rico. Mi padre era un erudito —famoso en el mundo entero, me contó mi madre— y le iba la pobreza refinada. Lo quise con toda mi alma, en silencio.
Casi me despierto una vez aquí en la nave cuando mi instructor se despistó y una de las máquinas de ejercicio físico me tensó en exceso los músculos del abdomen. Por un instante, me vi tumbado boca arriba en un sillón de cuero rojo, gruñendo al techo contra los resortes de acero del gimnasio de la nave mientras me resbalaban por toda la cara lágrimas calientes. Aquel dolor fugaz me había sacado de mi viaje onírico al despacho de mi padre. Los nervios tensaban el semblante del instructor. Como a través de un tabique, oí su voz alarmada diciendo «Disculpe, capitán Belson», y yo murmuré algo sobre el amor y volví a sumirme en mi sueño químico. Lo que me sorprendió fueron las lágrimas. No había llorado en el funeral de mi padre. No hice duelo. Apenas había pensado en él en treinta años. Y ahí estaba, con cincuenta y dos, en los negros confines de la Vía Láctea, llorando por él como una Magdalena. Al dormirme volví a su despacho y me quedé sentado en el suelo con las piernas cruzadas, en silencio. Observé su concentración en el escritorio. Desde algún punto externo a mí oí el zumbido de la nave y me regocijé, propulsado más allá de la velocidad de la luz hacia constelaciones totalmente fuera del alcance de la comprensión de mi padre.
Me despertaron dos semanas antes del aterrizaje. La tripulación la integraban diecisiete personas. La nave era mía; la había comprado un año antes. Nos dirigíamos hacia un planeta inexplorado de la estrella Fomalhaut, conocido como FBR 793. Era mi primer viaje fuera de la Tierra.
Nunca me ha costado despertarme. Tengo un punto asilvestrado que se activa cuando me despierto. Estaba tumbado en mi camarote y el médico y el copiloto de la nave esperaban de pie a mi lado. El médico me tendía una taza de café. La ignoré un instante mientras miraba alrededor. Habían pintado la habitación de azul claro como había dejado dicho; recordé vagamente el olor de la pintura fresca en mi nariz dormida. A mi derecha había un ojo de buey y, casi en el centro, una estrella cristalina de una luz cegadora contra el terciopelo negro. Estiré los brazos y las piernas, giré la cabeza a un lado y a otro. Noté la fuerza de mi cuerpo; la notaba en los pectorales, los bíceps, los músculos de los muslos; la sensación de poder me embargó como una euforia serena. Me palpé el estómago; la barriga había desaparecido.
Volví a mirar al médico, me incorporé sin pensármelo dos veces y cogí la taza. Había un jarrón blanco de porcelana con rosas rojas en el escritorio junto a mi cama.
—Gracias por las flores —dije.
—Me alegra haber podido cultivarlas —respondió el médico—. ¿Qué tal la cabeza? ¿Algo de resaca?
—Ni una pizca, Charlie —dije.
Era verdad. Me encontraba de maravilla. Le di un sorbo al café y noté cómo penetraba en la pura oquedad de mi estómago.
—No te lo bebas tan rápido —dijo Charlie—. Si ya es malo de por sí…
Le había pedido que me tuviese el café preparado.
—Me conozco bastante bien —le contesté, y seguí sorbiendo.
—Es un yo nuevo —me dijo el médico.
Lo miré por encima de la taza, por encima de la franjita roja que ribeteaba el borde de porcelana.
—Charlie, es un yo nuevo, pero le sigue gustando el café. —Me tomé la mitad y dejé la taza. Salí de la cama, un poco lento. Estaba desnudo y bronceado. Tenía buen aspecto. Las lámparas ultravioletas me habían decolorado el vello de brazos y piernas—. Vamos al puente de mando —dije.
—De acuerdo —dijo el copiloto, sorprendido.
—Y mientras me visto, a ver si me puede conseguir un sándwich.
…
Walter Tevis. Novelista y escritor de relatos cortos, Walter Tevis (1928-1984) estudió Literatura Inglesa en la la Universidad de Kentucky y trabajó para el Kentucky Highway Departament. Tevis fue profesor de diversas disciplinas en escuelas secundarias y en la Universidad del Norte de Kentucky, comenzando por entonces a publicar relatos cortos en periódicos y revistas como Esquire, Cosmopolitan o The Saturday Evening Post.
Fue miembro del Sindicato de Escritores de Estados Unidos y durante catorce años fue profesor de Literatura Inglesa y Escritura Creativa en la Universidad de Ohio, trabajo que abandonó para dedicarse por completo a la escritura.
Fue autor de numerosos relatos cortos y de seis novelas, algunas de las cuales como El buscavidas o El color del dinero, fueron llevados con gran éxito al cine. La adaptación en formato serie de Gambito de dama que realizó Netflix se convirtió en una de las más vistas en la historia de la plataforma.