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Las hazañas del brigadier Gerard

Resumen del libro:

El brigadier Gerard tiene —lo dice el propio Napoleón cuando le concede la Legión de Honor— la cabeza muy dura, pero el corazón más valiente de todo el ejército francés. La unión de tales atributos mentales y de una intrepidez a prueba de carga de cosacos da origen a singulares peripecias en las que el humor se une de forma sumamente original a la emoción aventurera. Conan Doyle escribió las andanzas de su brigadier en los años que duró la muerte de Sherlock Holmes, su criatura más famosa, y puso en ellas lo mejor de su gran talento narrativo y un sentido del humor que las hace inolvidables.

De como el brigadier llegó al castillo de los horrores

Hacéis bien, amigos míos, en tratarme con respeto, pues al honrarme a mí os honráis vosotros mismos y a la Francia entera.

No es quien os habla un viejo militar de bigotes grises, que come su tortilla y bebe su vaso de vino; es una página de la historia, de la historia más gloriosa de nuestro país, que no ha sido igualada por ningún otro.

Soy uno de los últimos de aquellos hombres admirables que antes de dejar de ser muchachos fueron militares veteranos; de aquellos que aprendieron antes a hacer uso de la espada que de la navaja de afeitar, y que durante más de cien batallas no permitieron ni una sola vez que el enemigo viese el color de sus mochilas.

Más de veinte años pasamos enseñando a Europa a pelear, y aun cuando aprendió la lección, fue siempre el termómetro y jamás la bayoneta el que producía algún efecto en el más grande de los grandes ejércitos.

En Berlín, en Nápoles, en Viena, en Lisboa, en Moscú, en todas partes hemos acuartelado nuestros caballos.

Sí, amigos míos, lo repito: hacéis bien en mandar a vuestros hijos a saludarme, pues mis oídos han escuchado las dianas francesas y mis ojos han visto el orgulloso estandarte francés en sitios donde jamás ha llegado a escucharse ni a verse.

Siempre recuerdo con placer aquellos gloriosos tiempos, y después de comer, al echar la siesta en mi butaca, veo desfilar por delante de mí las inmensas filas de guerreros: los cazadores con sus chaquetas verdes, los elegantes coraceros, los lanceros de Poniatowsky, los dragones con sus capotes blancos y los galantes granaderos.

Después oigo el redoblar de los tambores y entre nubes de humo y polvo veo la línea de los bonetes altos, la fila de rostros arrugados por la intemperie y el movimiento de las largas plumas rojas, entremezclado todo con el brillo del acero, y por último, allá a lo lejos, rodeado de Ney, Lefèvre y otros valientes bien conocidos, distingo a nuestro hombrecito, pálido y severo, con sus penetrantes ojillos grises.

Éste es el final de mi sueño. Entonces salto de la butaca lanzando una exclamación de alegría, y madame Titaux vuelve a reírse del viejo militar que vive entre las sombras del pasado.

Al terminar las guerras era yo todo un jefe de brigada, con grandes esperanzas de llegar a ser general de división; pero mis principales aventuras no las corrí precisamente cuando conquisté los laureles, sino en los primeros años de mi carrera, y a ellos me refiero generalmente cuando quiero hablar de los trabajos y de las glorias de la vida militar.

Como fácilmente comprenderéis, cuando un oficial tiene a su mando un gran número de hombres y caballos, lleva la cabeza llena de reclutas y refuerzos, de forraje, cuarteles, veterinarios y otras cosas por el estilo; así es que, aun cuando no se halle frente al enemigo, vive siempre muy preocupado; pero cuando sólo se ha llegado a teniente o a capitán, puede disfrutar de la vida sin preocuparse de nada ni pensar en otra cosa que en divertirse y en enamorar a las muchachas. En esa época de mi vida fue cuando más me divertí yo y cuando corrí la mayor parte de las aventuras que os cuento.

Esta noche voy a referiros cómo visité el castillo de las tinieblas, y también os hablaré de la extraña comisión del teniente Duroc y de la horrible tragedia del hombre que durante algún tiempo fue conocido por el nombre de Juan Carabín, y más adelante por el de barón de Straubenthal.

En el mes de Febrero de 1807, inmediatamente después de la toma de Dantzig, el comandante Legendre y yo fuimos encargados de llevar desde Prusia al Este de Polonia cuatrocientos caballos de refuerzo. Con la crudeza del invierno, y principalmente en la batalla de Eylau, habíamos perdido tantos caballos que nuestro brillante regimiento de húsares estaba amenazado de tener que convertirse en batallón de infantería. Sabíamos, pues, que para evitar esto era grande la ansiedad con que se nos esperaba en las filas, y sin embargo no avanzábamos muy de prisa porque había muchísima nieve, los caminos eran detestables y teníamos sólo veinte hombres convalecientes para ayudarnos. Además, cuando se cambia diariamente de pienso, y a veces no se encuentra nada, es imposible sacar a los animales del paso regular.

Ya sé que en los libros de cuentos la caballería pasa siempre en la más desenfrenada carrera; pero por mi parte, después de haber visto más de doce campañas, me daría por muy satisfecho con que mi brigada, durante una marcha, pudiera andar siempre al paso ligero y trotar en presencia del enemigo. Hay que tener en cuenta que al decir esto hablo de los húsares, y que con doble motivo pudiera decirlo de los coraceros y de los dragones.

Siempre fui muy amigo de los animales, y el tener a mis órdenes cuatrocientos caballos de diversas edades, colores y caracteres, me llenaba de satisfacción. La mayor parte eran de Pomerania, pero los había también de Normandía y de Alsacia.

Nos entretenía mucho el observar que se diferenciaban en el carácter, tanto como los habitantes de los respectivos países de que procedían. Observamos también lo que después he tenido ocasión de comprobar muchas veces, que la índole del caballo se conoce por su color. El esbelto bayo es siempre caprichoso y nervioso, sufrido y valiente el castaño, dócil el roano y el negro terco y poco manejable. Estas observaciones no tienen nada que ver con mi historia; ¿pero cómo queréis que la prosiga un oficial de caballería cuando halla al paso cuatrocientos caballos? Ya lo veis, tengo costumbre de hablar de lo que me interesa y espero interesaros también.

Cruzamos el Vístula frente a Meserwerden y en la misma mañana en que llegamos a Resenberg el comandante se presentó en mi cuarto, en la casa de postas, llevando en la mano un papel.

—Tiene usted que marcharse —dijo con mal reprimido enojo.

Las hazañas del brigadier Gerard – Arthur Conan Doyle

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