Resumen del libro:
Las esferas del mándala es la historia de dos mellizos, Arthur y Waldo Brown, y del oscuro pasado de la familia de que proceden y del mundo de frustración en que han transcurrido sus vidas. El pensamiento de Waldo y la narración de Arthur van repitiendo y perfilando los hechos de esas vidas contadas desde una ancianidad angustiosa y resentida. Waldo es un escritor frustrado, Arthur, un personaje en equilibrio entre la sana vulgaridad y la subnormalidad que juega a jalonar sus descubrimientos del mundo con la posesión de simbólicos mándalas, canicas, en realidad. El contraste continuo entre la visión del mundo de los dos mellizos y el conflicto elemental y terrible entre sus gemelares existencias está dado en un crescendo narrativo que va exigiendo progresivamente la participación del lector que acabará siendo sin darse cuenta juez de los pleitos tan infinitamente pequeños como universales de la convivencia humana que el monólogo de los mellizos simboliza.
I. En el autobus
—Hay mucha más vida en esta zona —dijo Mrs. Poulter.
—Sí —dijo Mrs. Dun. Y luego, para que no quedaran dudas de su aporte a la conversación, agregó—: Sí.
—Son las tiendas las que le dan vida —afirmó Mrs. Poulter—. No hay nada como las tiendas.
—Es verdad, son las tiendas.
—Hoy por hoy, las mujeres podrían hacer todas sus compras en Zarzaparilla. Pero no es lo mismo.
—No, no es lo mismo.
—No es como tomar el autobús para Barranugli y pasar la mañana dando vueltas. Y que conste, no es por el medio penique de diferencia. Pues hay mujeres que dejan hasta un chelín para evitarse el cambio.
Mrs. Dun se pasó la lengua por los dientes.
—Pero es todo un cambio en la vida de una eso de dar vueltas por las grandes tiendas —continuó Mrs. Poulter—. Con una amiga.
—Sí —convino Mrs. Dun—. Sí.
Miraba fijamente, más allá de la mata de cabello que tenía adelante. Las jóvenes de hoy no podían calarse un sombrero aunque quisieran. Mrs. Dun estaba fascinada con lo del medio penique. Si lo que Mrs. Poulter decía era cierto, había mujeres que gastaban casi dos chelines de más en el viaje de ida y vuelta.
—Desde luego, también se puede pasear a solas —comentó Mrs. Poulter—, pero lo bueno es hacerlo con una amiga.
—Una amiga —dijo Mrs. Dun—. Eso.
Las dos señoras mantenían una cierta cautela, pues no hacía tanto que se conocían y la relación aún estaba en un período de prueba.
—Si no me hubiera dado por hablarle aquella mañana en el autobús —observó Mrs. Poulter—, podríamos no habernos conocido nunca.
Mrs. Dun sonrió, ruborizándose todo lo que pudo. Era de esas mujeres muy pálidas.
—A pesar de vivir en Terminus Road —subrayó Mrs. Poulter.
—Las dos en la misma calle.
El autobús se había vuelto un placer. Incluso cuando saltaba —cosa que hacía frecuentemente—, y todas las muchachas fruncían el ceño o reían, y las más atrevidas arrojaban las cenizas de sus cigarrillos golpeándolos con sus uñas nacaradas, las dos señoras encontraban un ligero placer en dar la una contra la otra. Tal vez el placer fuera mayor para Mrs. Dun, aunque —era innegable— Mrs. Poulter también disfrutaba con el involuntario contacto de su amiga, pequeña, seca y decente.
Mrs. Poulter suspiró. Era tan importante ser decente.
—¿Qué le ha hecho venir —preguntó, interrumpiéndose para toser— a vivir en Terminus Road?
—Mi marido quedó prendado de la galería cubierta.
—Es verdad; tienen una hermosa veranda. A mí me gustan mucho. Las antiguas, sobre todo.
—¡Ya lo creo!
—Hoy en día todo es exhibirse. Una no puede sentarse a la vista de cualquiera.
—¡Exponiéndose como algunas!
—En todo momento.
Todo el mundo estaba demasiado obsesionado por el comienzo de un nuevo día —no cabían esperanzas antes de la pausa del té— como para reparar en las discretas damas del autobús de Zarzaparilla de las ocho y trece, aunque tal vez fuera improbable que alguien se fijara alguna vez en Mrs. Poulter o en Mrs. Dun, a menos que la muerte las sorprendiera repentinamente. Por el momento, no obstante, contaban con la protección de sus sombreros.
—¿Y usted por qué?
—¿Yo por qué qué?
—Vino a vivir a Terminus Road.
—Bueno —respondió Mrs. Poulter, espiando dentro de su guante para ver si el boleto estaba aún allí—, cuando llegamos del norte por primera vez —porque tanto mi marido como yo éramos gente de campo— queríamos vivir en un sirio tranquilo. Éramos jóvenes y tímidos. Ah, y también fue por los cálculos que hizo Bill. Él me decía: «Aquí tendremos tiempo para asentarnos. Y con el tiempo, esta casa dará sus frutos. La tierra siempre es una inversión».
—Sí, claro. La tierra siempre es una inversión.
…