Las dos Dianas
Resumen del libro: "Las dos Dianas" de Alejandro Dumas
“Las dos Dianas” de Alejandro Dumas es una cautivante novela que transporta al lector a la Francia del siglo XVI, en medio de intrigas palaciegas y duelos a espada. Dumas, conocido por su maestría en combinar historia y ficción, nos sumerge en la vida de Gabriel, un joven burgués que descubre su linaje aristocrático al cumplir los 18 años. Criado entre la humildad de su nodriza y el aprendizaje de las artes militares, Gabriel se revela como un personaje de virtudes excepcionales, valiente y de nobles sentimientos. Su determinación por descubrir la verdad sobre su padre desaparecido y vengarlo, si es necesario, nos conduce a través de una trama llena de suspense y emoción.
La trágica separación de Gabriel y Diana, su amiga de infancia, añade una capa de emotividad a la narrativa. Diana, una niña abandonada, se ve atrapada en un matrimonio impuesto y arrastrada a la corte de París, donde los hilos del destino de ambos personajes se entrelazan de manera inesperada. La dualidad de los destinos de Gabriel y Diana teje una trama emocionalmente rica, llena de giros inesperados y personajes memorables.
El título mismo, “Las dos Dianas”, apunta a la importancia de las figuras de Diana de Poitiers y su hija Diana de Castro en la trama. Enrique II de Francia, en su papel de rey, y la influencia de estas dos mujeres en su vida, añaden un intrigante telón de fondo histórico a la narrativa. Dumas demuestra su habilidad única para entrelazar hechos reales con una narración imaginativa, manteniendo al lector inmerso en la trama desde la primera página.
Además de la trama central, Dumas nos obsequia con el relato novelado de la historia de Martin Guerre, una adición que enriquece aún más la trama, brindando profundidad y complejidad a la narrativa.
En conclusión, “Las dos Dianas” es una obra magistral que combina a la perfección elementos históricos con una trama emocionalmente envolvente. La pluma de Alejandro Dumas nos guía a través de un viaje fascinante por la Francia del siglo XVI, donde el amor, la lealtad y la venganza se entrelazan en una trama que atrapa al lector hasta la última página. Una lectura imprescindible para los amantes de la novela histórica y un testimonio del genio literario de Dumas en su máxima expresión.
I
UN HIJO DE CONDÉ Y UNA HIJA DE REY
Era el día 5 de mayo del año 1551. De una casita de humilde apariencia salieron una mujer de unos cuarenta años próximamente y un mancebo de diez y ocho, y atravesaron juntos el pueblo de Montgomery, que radica en la región de Auge.
Era el mancebo uno de esos tipos de raza normanda, de cabellos castaños, ojos azules, dientes blancos como la nieve y labios sonrosados. Llamaba la atención la finura y satinado de su cutis, cualidad que con frecuencia da a los hombres del Norte una belleza femenina que resta poder a la energía varonil, no menos que su talle fuerte y flexible a la vez, que parecía participar de las características de la encina y de la caña. Vestía con sencillez y elegancia un jubón de paño color violeta adornado con bordados de seda del mismo color. Del mismo paño que el jubón eran sus calzas, bordadas en seda como aquél. Completaban su atavío unas botas altas de cuero negro, de las que solían usar los pajes y los escuderos, y una gorra de terciopelo, ligeramente ladeada y adornada con una pluma blanca, que daba sombra a su frente, espejo de calma y de entereza varonil.
Su caballo, cuyas riendas había pasado por su brazo, le seguía irguiendo de vez en cuando su cabeza para aspirar el aire, y recibiendo con relinchos de alegría las emanaciones que aquél le traía.
La mujer parecía pertenecer, si no a la clase social más humilde, por lo menos a la que se hallaba colocada entre ésta y la que llamamos media. Vestía con extremada sencillez, pero a la par con aseo y limpieza tan exquisitos, que parecían irradiar elegancia. El mancebo habíala ofrecido varias veces su brazo, que ella se negó a tomar cual si considerase que suponía un honor excesivamente alto para ella.
A medida que atravesaban el pueblo, siguiendo una calle que conducía al castillo, cuyas robustas torres se alzaban altivas, semejantes a gigantes encargados de la protección de los humildes inmuebles que lo formaban, era de notar que todos, adolescentes y hombres, niños y ancianos, saludaban con profundo respeto al mancebo, y que éste les contestaba con afectuosas inclinaciones de cabeza. Era evidente que todo el mundo consideraba como superior y dueño al mancebo que, como veremos pronto, ignoraba quién era.
Al salir del pueblo nuestro adolescente y la mujer tomaron el camino, mejor dicho, el sendero escarpado que flanqueaba la montaña siguiendo un curso tortuoso, sendero tan angosto, que no permitía el paso de dos personas de frente. El joven hizo presente a la mujer que sería peligroso para ella continuar el viaje detrás del caballo, que forzosamente había de conducir él del diestro, y entonces fue cuando la mujer accedió a caminar delante.
Seguía el mancebo sin pronunciar palabra, con la cabeza inclinada, como si gravitase sobre ella el peso de una preocupación hondísima.
Tan hermoso como formidable era el castillo hacia el cual se dirigían aquellos dos desconocidos, tan diferentes por sus edades y condición. Cuatro siglos y diez generaciones habían sido precisos para que aquella masa de sillares creciese desde sus cimientos hasta sus almenas, hasta que, convertida en montaña, fuese la señora de la montaña sobre la cual había sido emplazada.
Semejante a todos los edificios de la época a que se contrae nuestra historia, el castillo de los condes de Montgomery carecía en absoluto de regularidad. Los padres lo fueron legando a sus hijos, y cada uno de los herederos añadió algo al titán de piedra, sin consideración a las leyes de la estética y obedeciendo exclusivamente a las de la necesidad o del capricho. Obra de los duques de Normandía fueron el torreón cuadrado y la torre principal: más tarde, otros añadieron al severo y ceñudo torreón elegantes almenas, airosas torrecillas, ventanas que parecían primorosos bordados en piedra, y a medida que los años fueron pasando, el cincel se encargó de hermosear el mismo torreón, como si los siglos hubieran querido fecundar aquella vegetación granítica. Hacia el final del reinado de Luis XIV, y por los comienzos del de Francisco I, puso digno remate a la aglomeración secular una galería de arcos ojivales, verdadero prodigio de elegancia y de arte.
Desde esta galería, y más todavía desde lo alto del torreón, abarcaba la vista muchas leguas de las risueñas y encantadoras llanuras de Normandía, prodigio de lozanía y de vegetación, pues, conforme hemos dicho ya, el Condado de Montgomery hallábase situado en el país de Auge, y sus ocho o diez baronías y ciento cincuenta feudos dependían de los bailiajes de Argentan, de Caen y de Alençon.
Llegaron nuestros caminantes a la puerta del castillo.
¡Cosa extraña! Quince años hacía que el soberbio y formidable edificio no veía a su dueño. Un intendente viejo continuaba percibiendo las rentas y alcabalas; otros servidores, asimismo encanecidos en aquella soledad, continuaban cuidando el castillo, que abría sus macizas puertas todos los días como si esperasen la llegada de su señor, y las cerraban todas las noches como si el poderoso conde debiera llegar al día siguiente.
El intendente recibió a la mujer con el mismo afecto que la testimoniaron cuantas personas tropezó en el camino, y al adolescente con el respeto que todos parecía que le profesaban.
—Señor Elyot —dijo la mujer—, ¿tenéis la bondad de permitirnos la entrada en el castillo? Necesito revelar un secreto al señor Gabriel y únicamente en el salón de honor puedo hacerlo.
—Pasad, señora Aloísa, y comunicad al joven señor el secreto que deseéis. Sabéis que, por desgracia, nadie ha de interrumpiros.
Atravesaron la sala de guardias. En otro tiempo, guardaban aquella sala doce hombres reclutados en las tierras del condado. Durante los quince años últimos habían fallecido siete de los doce guardias y no habían sido reemplazados: quedaban cinco, y éstos prestaban el servicio que prestaron en tiempos del conde, esperando que la muerte viniera a visitarles a su vez.
Nuestros caminantes cruzaron la galería y entraron en el salón de honor.
Estaba amueblado como el día en que salió del castillo y no volvió el último conde, pero en aquel salón, donde en otro tiempo se reunían, como en los de los príncipes soberanos, todos los nobles de Normandía, nadie había entrado, desde hacía quince años, más que los servidores encargados de su limpieza y un perro, el perro favorito del último señor que, cada vez que franqueaba sus umbrales, gemía llamando a su dueño, hasta que un día se negó a salir, se tendió a los pies del estrado cubierto por el dosel, y allí le encontraron muerto a la mañana siguiente.
No sin experimentar viva emoción penetró Gabriel —hemos oído que la mujer que le acompañaba le dio ese nombre—, no sin experimentar viva emoción, repetimos, penetró Gabriel en aquel salón que podríamos llamar de los recuerdos, pero la impresión que le produjeron sus sombríos muros, su dosel majestuoso, sus ventanales tallados en los sillares, que apenas si dejaban filtrar escasos resplandores, no obstante ser las diez de la mañana, no fue bastante poderosa, con serlo mucho, para hacer que olvidase el motivo que allí le llevaba. De aquí que, apenas cerrada la puerta, dijo:
—Habla, mi querida Aloísa, mi buena nodriza. Viva es tu emoción, es verdad, mayor que la mía, pero que no sea pretexto para que dilates un momento la revelación del secreto que me has prometido. Hora es ya, Aloísa querida, de que me hables sin temor, y sobre todo, sin dilación. ¿No has vacilado bastante, mi buena nodriza? Y yo, hijo obediente, ¿no te he esperado lo suficiente? Cuando te preguntaba qué apellido tenía derecho a ostentar, a qué familia pertenecía, a qué caballero debí el ser, me respondías: «Gabriel: todo eso os lo revelaré el día que cumpláis diez y ocho años, el día que entre la mayoría de edad el que tiene derecho a llevar espada al cint».. Pues bien: estamos a cinco de mayo de mil quinientos cincuenta y uno, he cumplido los diez y ocho años, y cuando te he suplicado, mi querida Aloísa, que me cumplas tu promesa, me has contestado con solemnidad que casi me ha asustado: «No es en la humilde vivienda de un escudero donde debo revelaros quién sois, sino en el castillo de los condes de Montgomery y en el salón de honor del mism».. Hemos escalado la montaña, mi buena Aloísa, hemos franqueado los umbrales del castillo de los nobles condes, y nos hallamos en el salón de honor. Habla, pues.
—Sentaos Gabriel… y perdonad si una vez más os he dado ese nombre.
El joven tomó las dos manos de la mujer y las estrechó con cariño.
—Sentaos —repitió Aloísa—, pero no en esa silla, ni tampoco en ese sillón.
—¿Dónde, pues? —preguntó el joven.
—Bajo el dosel —contestó la mujer con entonación solemne.
Obedeció el joven.
—Ahora —repuso Aloísa—, escuchadme.
—Pero, siéntate también tú, mi querida nodriza.
—¿Me lo permitís?
—¿Te burlas de mí?
Tomó asiento la mujer en las gradas del trono, a los pies del joven, que la miraba con expresión de benevolencia y de curiosidad.
—Gabriel —dijo la nodriza, decidiéndose a hablar—: acababais de cumplir seis años cuando perdisteis a vuestro padre y yo perdí a mi marido. Habías sido mi hijo de leche, porque vuestra madre falleció al daros a luz. Desde aquel día, yo, hermana de leche de vuestra madre, os quise como si hubierais sido mi propio hijo. La viuda consagró su vida entera al huérfano: de la misma manera que os había dado su leche, os dio su alma, y desde entonces, para vos han sido todos mis desvelos, todos mis pensamientos. Creo que de ello estáis firmemente persuadido.
—Aloísa querida —respondió el joven—: muchas madres verdaderas habrían hecho menos que tú, y muy pocas más que tú: te lo juro.
—Debo decir que todo el mundo se apresuró a agruparse en derredor vuestro, de la misma manera que yo me había apresurado la primera. Dom Jamet de Croisic, el dignísimo capellán del castillo, que reposa hace tres meses en el regazo del Señor, os enseñó las letras y las ciencias, y sus lecciones han sido tan provechosas, que pocos os aventajan en lo referente a leer y escribir, y en conocimiento de la historia pasada, particularmente de la que se refiere a las grandes casas de Francia. Enguerrando Lorien, el mejor amigo de mi difunto marido, Perrot Travigny, antiguo escudero de los condes de Vimoutiers nuestros vecinos, os enseñaron el manejo de las armas, de una manera especial el de la lanza y la espada, la equitación, y todo, en una palabra, lo que debe saber un caballero. En las fiestas y torneos que se celebraron en Alençon con motivo del matrimonio y coronación de nuestro señor y rey Enrique II, demostrasteis cumplidamente, hace ya dos años, que habíais sabido aprovechar las lecciones del buen Enguerrando. Yo, pobre e ignorante mujer, no podía hacer otra cosa que quereros mucho y enseñaros a servir a Dios, y eso es lo que siempre procuré hacer. La Santísima Virgen me ha ayudado en mi empresa, y hoy, a los diez y ocho años, sois un cristiano piadoso, un señor sabio y un hombre de armas completo, y espero que, con la ayuda del Señor, será digno de sus gloriosos antepasados monseñor Gabriel, señor de Lorge y conde de Montgomery.
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Alejandro Dumas. (Villers-Cotterêts, 1802 - Puys, cerca de Dieppe, 1870) fue uno de los autores más famosos de la Francia del siglo XIX, y que acabó convirtiéndose en un clásico de la literatura gracias a obras como Los tres mosqueteros (1844) o El conde de Montecristo (1845). Dumas nació en Villers-Cotterêts en 1802, de padre militar —que murió al poco de nacer el escritor— y madre esclava. De formación autodidacta, Dumas luchó para poder estrenar sus obras de teatro. No fue hasta que logró producir Enrique III (1830) que consiguió el suficiente éxito como para dedicarse a la escritura.
Fue con sus novelas y folletines, aunque siguió escribiendo y produciendo teatro, con lo que consiguió convertirse en un auténtico fenómeno literario. Autor prolífico, se le atribuyen más de 1.200 obras, aunque muchas de ellas, al parecer, fueron escritas con supuestos colaboradores.
Dumas amasó una gran fortuna y llegó a construirse un castillo en las afueras de París. Por desgracia, su carácter hedonista le llevó a despilfarrar todo su dinero y hasta se vio obligado a huir de París para escapar de sus acreedores.