Resumen del libro:
El texto de la colección es realmente una explosión de fantasía: los cuentos, narrados en primera persona por el protagonista, el viejo Qfwfq2 se inspiran en nociones científicas (algunas de las cuales se encuentran desacreditadas hoy en día), principalmente de astronomía para desarrollar historias surrealistas e hilarantes.
A cada cuento lo precede un breve paratexto en cursiva que proporciona al lector la evidencia científica o paracientífica: luego el cuento propiamente dicho, en forma de monólogo, desarrolla el tema del paratexto.
El protagonista Qfwfq tiene la edad del universo. No hay acontecimiento de un millón o de un billón de años atrás al que no haya asistido. Galaxias y dinosaurios, sistemas solares y eras geográficas, basta una alusión para que Qfwfq se ponga a contar.
No es un personaje, Qfwfq, es una voz, un punto de vista, un ojo (o un amigo humano) proyectado hacia realidad de un mundo cada vez más refractario a las palabras y a las imágenes.
La distancia de la Luna
Hubo un tiempo, según sir George H. Darwin, en que la Luna estaba muy cerca de la Tierra. Poco a poco las mareas fueron empujándola lejos, esas mareas que ella, la Luna, provoca en las aguas terrestres y en las cuales la Tierra va perdiendo lentamente energía.
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¡Claro que lo sé! —exclamó el viejo Qfwfq—, vosotros no podéis recordarlo, pero yo sí. Teníamos siempre encima, a la Luna, inmensa; en el plenilunio —noches claras como el día, pero con una luz color mantequilla— parecía que iba a aplastarnos; en el novilunio rodaba por el cielo como un paraguas negro llevado por el viento, y en el cuarto creciente se acercaba con los cuernos tan bajos que parecía a punto de ensartar la cresta de un promontorio y quedarse allí anclada. Pero todo el mecanismo de las fases no funcionaba como hoy, porque las distancias del Sol eran diferentes, y las órbitas, y la inclinación no recuerdo de qué; para no hablar de los eclipses: con Tierra y Luna tan pegadas, los había a cada rato, imaginad si esas dos bestias no iban a encontrar la manera de hacerse continuamente sombra la una a la otra.
¿La órbita? Elíptica, naturalmente, elíptica; tan pronto se nos echaba encima como remontaba vuelo. Las mareas, cuando la Luna estaba más baja, subían y no había quien las sujetara. Eran noches de plenilunio muy muy bajo y de marea muy muy alta y si la Luna no se mojaba en el mar era por un pelo, digamos, unos pocos metros. ¿Si nunca habíamos tratado de subirnos? ¡Cómo no! Bastaba llegar justo con la barca, apoyar una escalera y arriba.
Donde la Luna pasaba más bajo era en mar abierto, en los Escollos de Zinc. Íbamos en esas barquitas de remos que se usaban entonces, redondas y chatas, de corcho. Cabíamos varios: yo, con el capitán Vhd Vhd, su mujer, mi primo el sordo y a veces la pequeña Xlthlx, que tendría entonces unos doce años. Aquellas noches el agua esaba tranquilísima, plateada, parecía mercurio, y los peces, dentro, violeta, no podían resistir a la atracción de la Luna y salían todos a la superficie, y también pulpos y medusas de color azafrán. Había siempre un vuelo de bichos minúsculos —pequeños cangrejos, calamares y también algas ligeras y diáfanas y plantitas de coral— que se despegaban del mar y terminaban en la Luna, colgando de aquel cielo raso calcáreo, o se quedaban allí en mitad del aire, en un enjambre fosforescente que ahuyentábamos agitando hojas de banano.
Nuestro trabajo era así: en la barca llevábamos una escalera; uno la sostenía, otro subía y otro le daba a los remos hasta llegar debajo de la Luna; por eso teníamos que ser tantos (sólo he nombrado a los principales). El que estaba en lo alto de la escalera, cuando la barca se acercaba a la Luna gritaba asustado: «¡Alto! ¡Alto! ¡Me voy a dar un cabezazo!». Era la impresión que teníamos viéndola encima tan inmensa, tan erizada de púas filosas y bordes mellados y dentados. Ahora quizás sea diferente, pero entonces la Luna, o mejor dicho, el fondo, el vientre de la Luna, en fin, la parte que pasaba más cerca de la Tierra hasta rozarla casi, estaba cubierta de una costra de escamas puntiagudas. Parecía el vientre de un pez, y también el olor, por lo que recuerdo, era, si no exactamente de pescado, apenas más leve, como de salmón ahumado.
En realidad, desde lo alto de la escalera se llagaba justo a tocarla extendiendo los brazos, de pie, en equilibro sobre el último peldaño. Habíamos tomado bien las medidas (todavía no sospechábamos que se iba alejando); en lo único que había que fijarse bien era en la forma de poner las manos. Yo elegía una escama que pareciera sólida (nos tocaba subir a todos, por turno, en tandas de cinco o seis), me sujetaba con una mano, después con la otra e inmediatamente sentía que escalera y barca escapaban bajo mis pies y que el movimiento de la Luna me arrancaba a la atracción terrestre. Si, la Luna tenía una fuerza que te arrastraba, lo sentías en aquel momento de paso entre una y otra; había que levantarse de golpe, con una especie de cabriola, aferrarse a las escamas, alzar las piernas para encontrase de pie en el fondo lunar. Visto desde la Tierra parecías colgado cabeza abajo, pero para ti era la misma posición de siempre y lo único extraño era, al alzar los ojos, verte encima la capa del mar brillante con la barca y los amigos para arriba, balanceándose como un racimo colgando del sarmiento.
En aquellos saltos el que desplegaba un talento particular era mi primo el sordo. Sus toscas manos, apenas tocaban la superficie lunar (era siempre el primero que saltaba de la escalera) se volvían de pronto suaves y seguras. Encontraba en enseguida el punto donde debían agarrarse para izarse; más aún, parecía que le bastaba la presión de las palmas para adherirse a la corteza del satélite. Una vez tuve realmente la impresión de que la Luna se le acercaba cuando él le tendía las manos.
Era igualmente hábil en el descenso a Tierra, operación más difícil todavía. Para nosotros consistía en un salto en alto, lo más alto posible, con los brazos levantados (visto desde la Luna, porque visto desde la Tierra en cambio se parecía más a una zambullida o a nadar en profundidad, con los brazos colgando), en fin, igual al salto desde la Tierra, sólo que ahora nos faltaba la escalera porque en la Luna no había adónde apoyarla. Pero mi primo, en vez de echarse con los brazos adelante, se inclinaba sobre la superficie lunar con la cabeza hacía abajo como en una cabriola, y se ponía a dar saltos haciendo fuerza con las manos. Desde la barca lo veíamos de pie en el aire como si sostuviera la enorme pelota de la Luna y la hiciera rebotar golpeándola con las palmas, hasta que sus piernas quedaban a nuestro alcance y conseguíamos atraparlo por los tobillos y bajarlo a bordo.
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