Las confesiones del señor Harrison

Resumen del libro: "Las confesiones del señor Harrison" de

Las confesiones del señor Harrison es una novela corta de la escritora inglesa Elizabeth Gaskell, publicada por primera vez en 1851 en la revista The Ladies’ Companion. Se trata de una divertida comedia de enredos amorosos ambientada en un pueblo rural de Inglaterra, donde el joven médico Harrison se ve involucrado en una serie de malentendidos con las damas del lugar, que le atribuyen distintos intereses sentimentales. La obra anticipa el estilo y el tono de Cranford, otra novela de Gaskell que retrata la vida cotidiana de una comunidad apartada y aparentemente tranquila. Ambas obras forman parte de lo que se ha llamado las “Crónicas de Cranford”, un conjunto de relatos que reflejan el interés de la autora por plasmar una “historia de la vida doméstica en Inglaterra”, siguiendo la idea del poeta Robert Southey.

La novela está narrada en primera persona por el propio Harrison, que le cuenta a un amigo su experiencia en Duncombe, el pueblo donde ejerce como ayudante de médico. A través de su relato, conocemos a los pintorescos personajes que pueblan el lugar, como el bondadoso párroco y su hija Sophy, por quien Harrison se siente atraído; la señorita Tomkinson y su hermana Caroline, dos solteronas que aspiran a casarse con el médico; la señorita Bullock, una viuda rica y coqueta que también le hace ojitos; o el señor Morgan, el médico titular y mentor de Harrison, que le advierte sobre las dificultades de ser un caballero soltero en un pueblo lleno de mujeres. La novela está llena de situaciones cómicas y absurdas, provocadas por los rumores, las cartas anónimas, las intrigas y las confusiones que se generan en torno al protagonista. El humor de Gaskell es sutil y elegante, y no cae en la burla ni en el sarcasmo. Al mismo tiempo, la novela ofrece un retrato fiel y detallado de la sociedad rural inglesa del siglo XIX, con sus costumbres, sus valores y sus contradicciones.

Las confesiones del señor Harrison es una obra deliciosa y entretenida, que se lee con agrado y simpatía. Gaskell demuestra su talento para crear personajes creíbles y entrañables, así como para construir una trama ágil y divertida. La novela es también una muestra de la sensibilidad y la inteligencia de la autora, que sabe combinar el humor con la crítica social, y que nos ofrece una visión lúcida y humana de la realidad que le tocó vivir.

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Capítulo I

El fuego ardía alegremente. Mi mujer acababa de subir a acostar al bebé. Charles estaba sentado delante de mí, bronceado y muy atractivo. Era agradable saber que íbamos a pasar varias semanas juntos, bajo el mismo techo, cosa que no habíamos hecho nunca desde que éramos unos críos. Yo estaba perezoso, sin ganas de hablar, comiendo nueces y mirando el fuego. Pero Charles empezaba a impacientarse.

—Ahora que tu mujer ha subido, Will, tienes que decirme una cosa que quería preguntarte desde que la vi esta mañana. Cuéntame cómo fueron el cortejo y la conquista. Yo también quiero la receta para conseguir a una mujer tan encantadora. En tus cartas apenas dabas detalles. Vamos, cuéntamelo todo con pelos y señales.

—Si te lo cuento todo será una historia muy larga.

—Da igual. Si me canso, puedo dormirme y soñar que soy un soltero solitario y he vuelto a Ceilán; y cuando termines me despertaré y veré que estoy en tu casa. ¡Date prisa, hombre! «Érase una vez un joven y galante soltero». ¡Hasta te doy el arranque!

—Muy bien: «Érase una vez un joven y galante soltero» que estaba completamente perdido cuando terminó su formación como médico… Tengo que hablar en primera persona, Charles, no puedo seguir con el joven y galante soltero…

Terminé de recorrer los hospitales justo cuando tú te fuiste a Ceilán y, no sé si te acuerdas, quería marcharme al extranjero, como tú, y se me pasó por la cabeza ofrecerme como médico marino, pero pensé que eso me haría perder prestigio profesional, me asaltaron las dudas y, mientras dudaba, recibí una carta del primo de mi padre, el señor Morgan, ese anciano caballero que escribía largas cartas llenas de consejos a mi madre, y que me dio un billete de cinco libras cuando acepté ser aprendiz del señor Howard en lugar de hacerme a la mar. Pues bien, por lo visto este caballero llevaba tiempo pensando en hacerme socio, si demostraba yo que daba la talla; y, como tenía buenas referencias mías, a través de un amigo médico que trabajaba en el Hospital de Guy, escribió para proponerme el siguiente acuerdo: me ofrecía un tercio de los beneficios los primeros cinco años, después la mitad y finalmente todo sería para mí. No era una mala oferta para un joven que estaba sin blanca como yo, porque el señor Morgan tenía un próspero consultorio rural y, aunque yo no lo conocía personalmente, me había formado una excelente opinión de él y lo tenía por un solterón honorable, bondadoso, inquieto y entrometido; y resultó que no me equivocaba en mis suposiciones, según pude comprobar a la media hora de conocerlo. Me había imaginado que iría a vivir a su casa, dado que estaba soltero y era un buen amigo de la familia, pero creo que él se lo temía, porque cuando llegué a su puerta, con el portero que me subía la maleta, me recibió en las escaleras y, mientras me estrechaba la mano, le dijo al portero: «Jerry, si esperas un momento, podrás acompañar al señor Harrison a sus habitaciones. Donde Jocelyn, ya sabes». Luego se volvió a mí para dirigirme las primeras palabras de bienvenida. Tuve la tentación de considerarlo poco hospitalario, pero después lo comprendí mejor.

—La casa de Jocelyn —dijo— es lo mejor que he podido encontrar con tanta urgencia: hay mucha fiebre en este momento, y necesitaba que llegara usted este mismo mes. Se ha propagado una leve epidemia de tifus en la parte antigua de la ciudad. Creo que podrá pasar usted un par de semanas cómodamente allí. Me he tomado la libertad de pedirle a mi ama de llaves que envíe unas cuantas cosas para dar a las habitaciones un aire más hogareño: una butaca, un bonito estuche de preparados médicos y algo de comer. Pero, si me hace el favor de seguir mi consejo, mañana hablaremos de un pequeño plan que tengo en la cabeza. No quiero contárselo aquí, en las escaleras, así que no le entretengo más. Creo que mi ama de llaves ha ido a prepararle el té.

Me dio la sensación de que el caballero estaba preocupado por su salud y me instaba a cuidar de la mía, porque llevaba una especie de bata gris, holgada, pero iba sin sombrero. Aun así, me sorprendió que me recibiera en la puerta en vez de invitarme a entrar. Ahora creo que me equivoqué al suponer que temía resfriarse: lo que temía era que lo vieran mal vestido. Y, en cuanto a su aparente falta de hospitalidad, no necesité pasar mucho tiempo en Duncombe para darme cuenta de que era más cómodo tener mi propia casa, mi castillo, como se suele decir, libre de intromisiones, y comprendí que el señor Morgan tenía buenos motivos para haber establecido la costumbre de atender a todo el mundo en la puerta. Si me recibió así fue por pura inercia. Poco después tuve libre acceso a su casa.

Todo indicaba que alguien había puesto mucha amabilidad y previsión en arreglar mis habitaciones, y no dudé de que era obra del señor Morgan. Estaba yo esa tarde desganado, y me senté a observar la calle desde el mirador, encima de la tienda de Jocelyn. Duncombe se tiene por una ciudad, aunque yo lo llamaría un pueblo. La verdad es que visto desde la casa de Jocelyn es un sitio bastante pintoresco. Los edificios son cualquier cosa menos corrientes; pueden ser modestos en sus detalles, pero en conjunto son bonitos; no tienen esa fachada plana que vemos en muchas ciudades de mayores pretensiones. Un mirador aquí y allá, de vez en cuando un tejado a dos aguas recortado contra el cielo, un desván que sobresale: todo esto produce en la calle agradables efectos de luz y de sombra; y tienen una manera muy peculiar de encalar algunas casas, con un tinte rosado como el papel secante, más parecido a la piedra de Mayence que a ninguna otra cosa. Puede que sea de muy mal gusto, pero yo creo que les da un tono muy cálido. Algunas viviendas tienen un jardín delante, con césped a los lados del sendero de piedra y un par de árboles grandes —limeros o castaños de Indias— que proyectan las ramas más altas por encima de la calle y forman en la acera unos círculos secos en los que refugiarse de los chaparrones en verano.

Mientras estaba en el mirador, pensando en lo diferente que era esto de mi casa en el corazón de Londres, de donde había salido apenas doce horas antes —tenía la ventana abierta y, aunque estaba en el centro de la ciudad, en la calle principal, solamente me llegaban los olores de las cajas de langosta apiladas en la puerta de la tienda, en vez del polvo y el humo de la calle, y solo oía las voces de las madres, llamando a los niños que estaban jugando en la calle para que fueran a acostarse, y las campanas del reloj de la antigua iglesia, que a las ocho tocaron a rebato para recordar el toque de queda—, mientras estaba allí, tan tranquilo, la puerta se abrió y la criada, una chiquilla, hizo una reverencia y dijo:

—Por favor, señor. La señora Munton le envía saludos y quisiera saber cómo se encuentra después del viaje.

¡Vaya! ¡Qué gesto tan amable y cariñoso! ¿Se le habría ocurrido algo así siquiera al mejor de mis amigos del Guy? Sin embargo, era indudable que la señora Munton, una persona a la que ni siquiera conocía, estaba preocupada y no se tranquilizaría hasta que le mandase recado de que me encontraba perfectamente.

—Salude de mi parte a la señora Munton —contesté— y me encuentro perfectamente: le estoy muy agradecido.

Era importante decir «perfectamente», porque un simple «muy bien» habría hecho trizas el evidente interés que la señora Munton sentía por mí. ¡Qué buena, la señora Munton! ¡Qué amable, la señora Munton! ¡Incluso puede que joven, guapa, rica y viuda! Me froté las manos de placer, divertido, y de nuevo en mi puesto de observación empecé a pensar en cuál de aquellas casas viviría la señora Munton.

Otra vez llamaron a la puerta, y otra vez era la chiquilla:

—Por favor, señor, la señorita Tomkinson le envía saludos, y quisiera saber cómo se encuentra usted después del viaje.

No sé por qué, pero el nombre de la señorita Tomkinson no tenía un halo tan seductor como el de la señora Munton. De todos modos, la señorita Tomkinson era muy amable por interesarse. Lamenté sentirme tan sano. Casi me avergonzaba no poder decir que estaba exhausto y me había desmayado dos veces desde mi llegada. ¡Si al menos tuviera dolor de cabeza! Respiré profundamente: tenía el pecho en perfectas condiciones; no me había resfriado, y respondí una vez más:

—Muchas gracias a la señorita Tomkinson. No estoy demasiado cansado, aceptablemente bien. Salúdela de mi parte.

La pequeña Sally apenas tuvo tiempo de bajar las escaleras antes de regresar, vivaracha y jadeando:

—Saludos del señor y la señora Bullock, señor. Confían en que se encuentre usted perfectamente después del viaje.

¿Quién podía esperar tanta amabilidad de un apellido tan poco prometedor? Contesté de todos modos con gentileza:

—Salúdelos de mi parte; una noche de reposo y estaré como nuevo.

Poco después recibí el mismo recado de un par de desconocidos de buen corazón. Me habría gustado no tener tan buen color. Temía decepcionar a aquellas personas de tiernos sentimientos cuando me vieran, tan joven y fuerte. Y casi me dio vergüenza reconocer que estaba muerto de hambre cuando Sally vino a preguntar qué me apetecía cenar. Los filetes me tentaban mucho, aunque quizá fuera mejor tomar unas gachas con agua y meterme en la cama. Al final ganaron los filetes. No tenía razones para ponerme tan contento, porque en este pueblo se muestra la misma atención por todo aquel que llega después de un viaje. Muchas de esas personas se han interesado por ti —tan grandote y moreno—, solo que Sally te ha ahorrado el castigo de inventar respuestas ingeniosas.

Las confesiones del señor Harrison: Elizabeth Gaskell

Elizabeth Cleghorn Gaskell. (1810-1865), ampliamente reconocida como Mrs. Gaskell, emerge como una figura literaria destacada durante la próspera época victoriana. Su rica vida y prolífica carrera no solo le otorgan el título de novelista y escritora de relatos, sino que también la sitúan en el centro de la efervescente escena cultural del siglo XIX.

Nacida en la vibrante Chelsea en 1810, Gaskell pasó sus primeros años en la pintoresca localidad de Knutsford. Esta idílica ciudad, más tarde inmortalizada en su obra "Cranford", sirvió como caldo de cultivo para sus primeras impresiones sobre la sociedad y la vida rural. La pérdida temprana de su madre y la posterior convivencia con su tía, Hannah Lumb, dejaron una marca imborrable en su obra, siendo la muerte materna un tema recurrente, como se evidencia en "Mary Barton".

El matrimonio con William Gaskell, pastor y escritor unitario, llevó a la pareja a establecerse en Manchester, un crisol industrial donde la realidad cotidiana inspiró las tramas de sus novelas más impactantes. La casa en Plymouth Grove se convirtió en un faro literario, acogiendo a influyentes personajes como Charles Dickens y John Ruskin. Aquí, entre columnas esculpidas y el bullicio de la emergente clase media, Gaskell escribió la mayor parte de su obra, consolidando su posición como una voz fundamental en la literatura victoriana.

La pluma distintiva de Gaskell abordó temas sociales con agudeza, evidente en obras como "Mary Barton", que desnuda la dura realidad de la clase trabajadora industrial. Su incursión en la novela idílica, como en "Cranford", muestra una versatilidad narrativa que captura tanto los paisajes rurales como los paisajes urbanos. "Norte y Sur" (1855) destaca como un testimonio de su compromiso con la crítica social y su capacidad para explorar las complejidades de la condición humana.

La cercanía con la autora Charlotte Brontë, plasmada en la primera biografía de esta última, revela la red de relaciones literarias que Gaskell tejía con maestría. Su contribución a la literatura se extiende más allá de sus novelas, abordando relatos de fantasmas y defendiendo el uso del dialecto local como medio de expresión auténtico.

Elizabeth Gaskell falleció en Holybourne, Hampshire, en 1865, dejando un legado literario que resuena en la crítica social, la exploración de la condición femenina y una aguda observación de la sociedad victoriana. Su casa en Plymouth Grove, a pesar de los estragos del tiempo, sigue siendo un testimonio tangible de su vida y obra, recordándonos la duradera influencia de una de las autoras más significativas de su tiempo.