Resumen del libro:
Arthur Miller, un destacado dramaturgo estadounidense del siglo XX, nos sumerge en la trama de su obra “Las brujas de Salem”. Ambientada en 1692 en la aparentemente apacible localidad de Salem, este drama nos lleva a un mundo sofocante, donde la estricta religiosidad dicta la vida cotidiana de sus habitantes. El rumor de un obsceno maleficio desata el caos, desencadenando acusaciones mutuas que desembocan en un inquietante juicio. Miller, en un magistral acto de analogía, plantea el paralelismo entre estos eventos históricos y la caza de brujas del macarthismo en los Estados Unidos del siglo XX. Es así como “Las brujas de Salem” no solo es una obra teatral, sino también un comentario sobre la paranoia y la injusticia que pueden surgir en momentos de miedo colectivo y fanatismo.
En el trasfondo de la obra, Miller retrata la tensión latente en Salem, una comunidad aparentemente pacífica pero marcada por la rigidez de sus normas religiosas. Este telón de fondo sirve como caldo de cultivo para la histeria colectiva que se desata cuando se acusa a una joven de practicar brujería. A través de una serie de acusaciones y contraacusaciones, se desencadena un juicio que no solo pone en tela de juicio la inocencia de los acusados, sino que también revela las profundas divisiones y resentimientos en la sociedad salemiana.
El propio Miller experimentó de primera mano la paranoia y la injusticia de la caza de brujas durante la era del macarthismo en Estados Unidos. Inspirado por estos eventos históricos, el dramaturgo crea un relato que trasciende su contexto temporal, ofreciendo una reflexión atemporal sobre el abuso de poder, la manipulación y la fragilidad de la justicia en momentos de crisis social.
“Las brujas de Salem” no solo es una obra de teatro que entretiene al público con su intrigante trama y sus personajes complejos, sino que también invita a la reflexión sobre temas universales como la intolerancia, la manipulación del miedo y la búsqueda de chivos expiatorios en tiempos de crisis. Miller logra así trascender el mero entretenimiento para ofrecer una obra que sigue resonando en el público contemporáneo, recordándonos las peligrosas consecuencias de permitir que el fanatismo y la paranoia dicten nuestras acciones.
Primer acto – Obertura
Un pequeño dormitorio en el hogar del reverendo Samuel Parris, en Salem, Massachusetts, en la primavera de 1692.
A la izquierda, una ventana estrecha, a través de cuyos vidrios emplomados entra el sol matinal. Cerca de la cama, que queda a la derecha, todavía arde una vela. Una cómoda, una silla y una mesita completan el mobiliario. Al fondo, una puerta da al descansillo de la escalera que lleva al piso bajo. El cuarto produce una impresión de austera limpieza. Las vigas del techo están al descubierto, y la madera es de color natural, sin barniz ni pintura de ninguna clase.
Al alzarse el telón, el reverendo Parris está de rodillas junto a la cama de su hija Betty, rezando. Betty, de diez años, yace en el lecho, inmóvil.
En la época en que sucedieron estos acontecimientos, el reverendo Parris tenía algo más de cuarenta años. En los relatos históricos su figura queda muy malparada y son muy pocas las cosas buenas que pueden decirse de él. Tema el convencimiento de que se le perseguía dondequiera que iba, pese a sus incansables esfuerzos por congraciarse con Dios y sus convecinos. En las reuniones con sus feligreses consideraba un insulto que alguien se levantara para cerrar la puerta sin haberle pedido permiso. Era un viudo a quien no interesaban los niños y que carecía de dotes para tratarlos. Los veía como jóvenes adultos y, hasta el momento de producirse la extraña crisis que aquí se relata, ni a él, ni al resto de Salem, se le ocurrió nunca que los niños echaran de menos otra libertad que la de permitirles andar erguidos, aunque con los ojos ligeramente bajos, los brazos pegados a ambos lados del cuerpo y la boca cerrada mientras no se les invitara a hablar.
La casa del reverendo Parris se alzaba en lo que entonces llamaban «ciudad» y que hoy en día apenas alcanzaría la categoría de pueblo. La iglesia estaba cerca, y desde ahí hasta las afueras —tanto en dirección a la bahía como tierra adentro— unas cuantas casas oscuras de ventanas pequeñas se hacinaban para combatir el crudo invierno de Massachusetts. La fundación de Salem apenas se remonta a cuarenta años antes de los sucesos que aquí se relatan. Para el mundo europeo toda la provincia no era más que una frontera bárbara, habitada por una secta de fanáticos que, sin embargo, enviaba a la metrópoli productos cuya cantidad y valor aumentaban poco a poco.
Nadie sabe cómo eran en realidad sus vidas. Carecían de novelistas, pero, de todos modos, tampoco se les hubiera permitido leer novelas de haberlas tenido a su alcance. Sus creencias les prohibían cualquier cosa que se asemejara a una función teatral o a una «vana diversión». No celebraban las Navidades, y los días festivos sólo se distinguían por una mayor entrega a la oración.
Lo que no quiere decir que esta manera de vivir tan estricta y sombría careciera de interrupciones. Cuando se construía una nueva granja, los amigos se reunían para celebrarlo, se preparaban algunos platos especiales y probablemente se bebía sidra con cierto contenido alcohólico. Salem contaba con una buena colección de inútiles que perdían el tiempo jugando al tejo en la taberna de Bridget Bishop. Probablemente la dureza del trabajo, más que la fe, contribuía a evitar que se relajara la moral, porque los habitantes de Salem estaban obligados a luchar como héroes con la tierra por cada grano de trigo, y a nadie le sobraba mucho tiempo para frivolidades.
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