Resumen del libro:
Carlo Collodi, autor de la icónica “Las Aventuras de Pinocho”, nos sumerge en un mundo que va más allá de la mera moralidad infantil. La obra, lejos de ser un simple cuento sentimental, se revela como un relato profundamente subversivo. En este volumen, las peripecias de un trozo de madera que cobra vida despliegan una narrativa impregnada de crueldad, magia y sátira.
El autor, Jack Zipes, un destacado estudioso de la narrativa fantástica popular, nos introduce magistralmente al universo de Collodi. Nos revela una historia en la que se entrelazan picaresca, teatro callejero y cuentos de hadas de manera anticipada al surrealismo y al realismo mágico, proporcionando así una experiencia literaria única.
En esta obra maestra, el lector se sumerge en un viaje en el que la infancia perdida se convierte en el hilo conductor. La trama, hábilmente traducida al castellano por Miquel Izquierdo, cobra una actualidad vibrante que conecta con lectores de todas las edades. La riqueza de la historia de Collodi va más allá de una simple fábula moralizante, albergando elementos que la colocan al nivel de clásicos como “En busca del tiempo perdido” de Proust.
Paul Auster, reconocido autor, elogió la obra al compararla con la búsqueda de una infancia perdida, equiparándola a la magnitud de la obra de Proust. En este contexto, “Las Aventuras de Pinocho” no solo se presenta como una narrativa para niños, sino como un viaje literario que trasciende generaciones y categorías, fusionando la magia de lo fantástico con la profundidad psicológica de la búsqueda de la identidad perdida.
1
De qué modo maese Ciruela, carpintero, halló un trozo de madera que lloraba y reía como un niño
Érase una vez…
—¡Un rey! —dirán enseguida mis pequeños lectores.
No, chicos, os habéis equivocado. Érase una vez un trozo de madera.
No era una madera de lujo, sino un simple leño de los que en invierno se meten en las estufas y chimeneas para encender el fuego y calentar las habitaciones.
No sé cómo fue, pero el caso es que un buen día este trozo de madera apareció en el taller de un viejo carpintero llamado maese Antonio, aunque todos le llamaban maese Ciruela, pues tenía la punta de la nariz siempre reluciente y morada como una ciruela.
Tan pronto como maese Ciruela vio aquel trozo de madera se alegró mucho y, restregándose satisfecho las manos, farfulló:
—Este leño me viene de perilla: lo utilizaré para hacer una pata de mesa.
Dicho y hecho. Cogió el hacha afilada para empezar a descortezarlo y pulirlo; pero, cuando estaba por propinar el primer hachazo, se quedó con el brazo suspendido en el aire, pues oyó una voz muy fina que decía implorante:
—¡No me des muy fuerte!
Imaginaos como se quedó el viejecito maese Ciruela.
Volvió los ojos extraviado por el taller para ver de dónde podía salir aquella vocecita, y no vio a nadie; miró bajo el mostrador, y nadie; miró dentro de un armario que siempre mantenía cerrado, y nadie; miró en el capazo de las virutas y del serrín, y nadie; abrió la entrada del taller para echar una ojeada a la calle, y nadie. ¿Entonces?…
—Ya lo entiendo —dijo riéndose y rascándose la peluca—: resulta que la vocecita me la he imaginado. Volvamos al trabajo.
Y, retomando el hacha, propinó un golpe imponente al trozo de madera.
—¡Ay, me has hecho daño! —gritó lamentándose la misma vocecita.
Esta vez maese Ciruela se quedó de piedra, con los ojos que se le salían de las órbitas por el miedo, la boca abierta y la lengua colgando hasta el mentón, como una máscara grotesca.
Cuando recuperó el uso de la palabra, temblando y balbuciendo, empezó a decir:
—Pero ¿de dónde habrá salido esta vocecita que ha dicho ay?… Porque aquí no hay una alma viva. ¿Y si por casualidad fuera este trozo de madera, que ha aprendido a llorar y a quejarse como un niño? No me lo puedo creer. Este trozo de madera basta mirarlo: es un leño para la chimenea, como todos; y si lo echo al fuego me podré hervir una cacerola de alubias. ¿Entonces?… ¿Se habrá escondido alguien dentro? Si hay alguien escondido, peor para él. ¡Ahora se va a enterar!
Y, mientras decía esto, sostuvo con ambas manos aquel pobre trozo de madera y se puso a azotarlo sin piedad contra las paredes del taller.
…