Resumen del libro:
Catorce colonos llegan al deshabitado planeta Delmark-O para llevar a cabo una misión que desconocen. No tienen nada en común y lo único que saben es que es imposible salir del planeta. No tardarán en descubrir que su nuevo hogar es mucho más extraño y peligroso de lo que habían imaginado, y que un poder oculto podría estar detrás de los extraños accidentes que han empezado a suceder y que, uno a uno, están acabando con sus vidas… Laberinto de muerte es una de las novelas más accesibles y desconocidas de Philip K. Dick, un juego de cajas chinas donde nada es lo que parece.
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Su trabajo lo aburría como siempre, así que la semana anterior había ido hasta el transmisor de la nave y había añadido conductos a los electrodos permanentes que salían de su glándula pineal. Los conductos habían llevado su plegaria al transmisor, y desde allí la plegaria había pasado a la red repetidora más próxima; su plegaria había rebotado por la galaxia hasta llegar —eso esperaba él— a uno de los mundos deíficos.
Era una plegaria sencilla: «Este maldito trabajo de control de inventario me aburre. Es pura rutina. Esta nave es demasiado grande y para colmo tiene exceso de personal. Estoy en un inservible módulo de reserva. ¿Puedes ayudarme a encontrar algo más creativo y estimulante?» Había dirigido la plegaria al Intercesor. Si hubiera fallado, habría enviado la plegaria de nuevo, esta vez al Mentufactor.
Pero no había fallado.
—Señor Tallchief —dijo el supervisor, entrando en el cubículo de Ben—. Lo van a trasladar. ¿Qué le parece?
—Transmitiré una plegaria de agradecimiento —dijo Ben, con una sensación agradable. Uno siempre se sentía bien cuando sus plegarias eran respondidas—. ¿Cuándo me trasladan? ¿Pronto? —Nunca había ocultado su insatisfacción al supervisor, y ahora tenía menos motivos para hacerlo.
—Siempre rezando —dijo el supervisor—. Ben Tallchief, la mantis religiosa.
—¿Usted no reza? —preguntó Ben, asombrado.
—Sólo cuando no hay alternativa. Creo que la gente debe resolver sus problemas sin ayuda externa. De todos modos, la orden de traslado es válida. —El supervisor arrojó un documento en el escritorio de Ben—. Una pequeña colonia en un planeta llamado Delmak-O. No sé nada sobre él, pero supongo que se enterará de todo cuando llegue. —Miró a Ben pensativamente—. Usted tiene derecho a usar uno de los narizones de la nave. Por un pago de tres dólares de plata.
—Hecho —dijo Ben, y se levantó, aferrando el documento.
Subió por el ascensor expreso hasta el transmisor, que estaba ocupado con mensajes oficiales.
—¿Habrá períodos de inactividad más tarde? —preguntó al jefe de operadores de radio— Tengo otra plegaria, pero no quiero recargar el equipo si vas a necesitarlo.
—Estaré ocupado todo el día —dijo el jefe de operadores—. Oye, amigo, la semana pasada enviamos una plegaria tuya. ¿No es suficiente?
Al menos lo intenté, pensó Ben Tallchief mientras abandonaba la sala, con los atareados operadores, y regresaba a la habitación. Si alguna vez se saca el tema, pensó, podré decir que hice todo lo posible. Pero, como de costumbre, los canales estaban ocupados por comunicaciones no personales.
Sentía una creciente ansiedad. ¡Al fin un trabajo creativo, y justo cuanto más lo necesitaba! Unas semanas más aquí, se dijo, y habría empezado a embriagarme como en los lamentables viejos tiempos. Por eso me concedieron el traslado, comprendió. Sabían que estaba a punta de derrumbarme. Habría terminado en el calabozo de la nave, junto con… ¿Cuántos había en el calabozo? Bien, no tenía mayor importancia. Unos diez. No eran tantos, tratándose de una nave de ese tamaño. Y con reglas tan restrictivas.
Sacó un botellín de whisky Peter Dawson del cajón de la cómoda, rompió el sello, desenroscó la tapa. Una pequeña libación, se dijo, sirviéndose scotch en un vaso de papel. Y una celebración. Los dioses aprecian la ceremonia. Bebió el whisky, volvió a llenar el vaso.
Para enaltecer la ceremonia, buscó —a regañadientes— su ejemplar del Libro: «Cómo me levanté de entre los muertos en mi tiempo libre y también usted puede hacerlo» de A. J. Specktowsky; era un ejemplar barato, en rústica, pero el único que él había tenido, así que le tenía un apego sentimental. Abriéndolo al azar (un método muy aprobado) releyó algunos conocidos párrafos de la apología pro sua vita del gran teólogo comunista del siglo XXI.
«Dios no es sobrenatural. Su existencia fue la primera modalidad del ser que se autoconstituyó, y la más natural».
Es verdad, se dijo Ben Tallchief. Como las investigaciones teológicas posteriores habían demostrado, Specktowsky había sido un profeta además de un lógico; todas sus predicciones se habían cumplido tarde o temprano. Aún quedaba mucho por saber, desde luego… por ejemplo, la causa de la existencia del Mentufactor (a menos que uno se conformara con creer, con Specktowsky, que los seres de ese orden se creaban a sí mismos y existían fuera del tiempo, y, por tanto, fuera de la causalidad). Pero en, general todo estaba allí, en esas páginas reeditadas tantas veces.
«Con cada círculo más amplio, el poder, el bien y el conocimiento poseídos por Dios se debilitaron, de modo que en la periferia del círculo más grande su bien era débil, su conocimiento era débil, demasiado débil para observar al Destructor de Formas, que cobró existencia por medio de los actos con los que Dios creaba formas. El origen del Destructor de Formas no está claro; por ejemplo, no sabemos con certeza si: 1) era una entidad aparte de Dios desde el principio, no creada por Dios pero también autocreada, como Dios, o 2) si el Destructor de Formas es un aspecto de Dios, nos habiendo nada que…»
Dejó de leer, bebió whisky y se frotó la frente con fatiga. Tenía cuarenta y dos años y había leído Libro muchas veces. Su vida, aunque larga, no había sido muy fructífera hasta ahora. Había tenido varios trabajos, en los que había prestado un nieto de servicios a sus empleadores, pero sin destacar nunca. Tal vez pueda empezar a sobresalir se dijo. En esta nueva tarea. Tal vez sea mi gran oportunidad.
Cuarenta y dos. Su edad lo había asombrado durante años, y cada vez que sentía ese asombro, preguntándose qué se había hecho del joven delgado de veinte años, pasaba un año entero y tenía que añadirlo, una suma en crecimiento constante que él no podía conciliar con la imagen que tenía de sí mismo. Aún se consideraba joven, y cuando se veía en fotografías se deprimía. Ahora se rasuraba con una afeitadora eléctrica, pues no deseaba mirarse en el espejo del lavabo. Alguien se llevó mi presencia física y la reemplazó por esto, pensaba en ocasiones. Bien, así eran las cosas. Suspiró.
Entre sus lamentables trabajos sólo había disfrutado de uno, y aún lo evocaba de cuando en cuando. En 2105 había manejado el sistema de música funcional de una enorme nave colonizadora que se dirigía a uno de los mundos de Deneb. En la bóveda de cintas había encontrado todas las sinfonías de Beethoven mezcladas al azar con versiones para cuerdas de Carmen, y había pasado la Quinta, su favorita, mil veces por el complejo de altavoces, que llegaba a cada cubículo y zona laboral de la nave. Curiosamente, nadie se había quejado, y él había insistido, hasta que su predilecta pasó a ser la Séptima, y al fin, en un arrebato de entusiasmo, durante los últimos meses de la travesía, la Novena, qué aún era su preferida.
Quizá lo que necesito es sueño, se dijo. Una especie de vida crepuscular donde sólo oiga como trasfondo la música de Beethoven. Todo el resto sería un borrón.
…