Resumen del libro:
Thomas Mann, célebre escritor alemán, revela su genialidad en esta antología de relatos previamente desconocidos en España. Escritos entre 1894 y 1909, exploran diversas facetas creativas del autor. Desde recreaciones autobiográficas hasta “preludios” literarios, cada cuento teje temas que resonarán en sus obras más extensas.
La narrativa aborda la vida provincial alemana, la crueldad social hacia los marginados y el conflicto eterno entre el arte y la vida. “La muerte” anticipa la conexión mente-enfermedad, preludiando la exploración más extensa en “La montaña mágica”. “El pequeño señor Friedemann” marca un hito, pintando la marginación y crueldad hacia aquellos con deformidades. “El armario” y “Sangre de Welsungos” exploran la carga erótica, desde la inocencia hasta un aura inquietante.
A través de recreaciones y encargos, Mann exhibe fina ironía y versatilidad excepcionales. Cada relato es una joya literaria que despierta la mente y abre la puerta a temas fundamentales. La antología ofrece una nueva perspectiva sobre el genio literario de Mann, un festín para amantes de la narrativa profunda y sutil.
La caída
(1894)
Los cuatro volvíamos a estar juntos.
Esta vez el anfitrión era el pequeño Meysenberg. Las cenas en su taller siempre tenían un encanto especial.
Era una habitación extraña, decorada en un estilo único: el de las extravagancias de artista. Jarrones etruscos y japoneses, abanicos y dagas españoles, sombrillas chinas y mandolinas italianas, conchas africanas y pequeñas estatuas antiguas, abigarradas figurillas rococó y vírgenes cerosas, viejos grabados y trabajos surgidos del propio pincel de Meysenberg: todo ello diseminado por la habitación sobre mesas, estanterías, consolas y paredes; por si fuera poco, estas últimas, al igual que el suelo, estaban cubiertas por gruesas alfombras orientales y descoloridas sedas bordadas, dispuestas en combinaciones tan estridentes que parecían señalarse unas a otras con el dedo.
Nosotros cuatro —es decir, el pequeño e inquieto Meysenberg con sus rizos castaños, Laube, un economista jovencísimo, rubio e idealista que no cesaba de pontificar dondequiera que estuviese sobre la incuestionable legitimidad de la emancipación femenina, el doctor en medicina Sellen y yo—, nosotros cuatro, pues, nos habíamos acomodado en asientos de lo más variopinto en torno a la pesada mesa de caoba que ocupaba el centro del taller y llevábamos un buen rato haciendo los honores al excelente menú que el genial anfitrión había compuesto para nosotros… Aunque hay que decir que tal vez prestábamos una atención aún mayor a los vinos. Una vez más, Meysenberg no había querido reparar en gastos.
El doctor estaba sentado en una gran silla de coro tallada a la antigua de la que, con su habitual agudeza, no cesaba de burlarse. Era el irónico del grupo. Cada uno de sus gestos despectivos estaba cargado de experiencia vital y de desdén por el mundo. Era el mayor de los cuatro y rondaría la treintena. También era el que más había «vivido» de todos.
—Un tanto libertino —decía Meysenberg—, pero divertido.
Es verdad que al doctor se le podía apreciar cierto «libertinaje» en la cara. Tenía un peculiar brillo borroso en los ojos y su negra y corta cabellera ya delataba un pequeño claro en la coronilla. El rostro, rematado por una perilla, mostraba unos rasgos burlescos que descendían de la nariz a las comisuras de la boca y que a veces incluso le procuraban cierto aire de amargura.
Como solía suceder, para cuando llegó el roquefort ya nos hallábamos sumidos en las «conversaciones profundas». Selten las llamaba así, con el desdeñoso sarcasmo de un hombre que, como él decía, hacía tiempo que había decidido convertir en su única filosofía el disfrute, sin preguntas ni escrúpulos, de esta vida terrenal que con tan poca consideración nos ha montado ese director de escena de ahí arriba, para terminar encogiéndose de hombros y preguntar:
—¿Y eso es todo?
Pero Laube, que a través de hábiles rodeos había conseguido meterse de nuevo en su elemento, ya estaba otra vez fuera de sí y gesticulaba desesperadamente en el aire desde su profunda butaca tapizada.
—¡De eso se trata! ¡De eso se trata! ¡La ignominiosa posición social de la hembra —(Laube nunca decía «mujer», sino «hembra», que le sonaba más científico)— hunde sus raíces en los prejuicios, en los estúpidos prejuicios de la sociedad!
—¡Salud! —dijo Selten en tono suave y compasivo mientras vaciaba una copa de vino tinto.
Su reacción hizo que el buen muchacho perdiera lo que le quedaba de paciencia.
…