La historia de la sexualidad
Resumen del libro: "La historia de la sexualidad" de Michel Foucault
La idea del sexo reprimido no es sólo cuestión de teoría. La afirmación de que la sexualidad nunca fue sometida con tanto rigor como en la época de la burguesía hipócrita, va acompañada del énfasis de un discurso destinado a decir la verdad sobre el sexo. De esta conjunción parte la serie de análisis históricos de los que este volumen es introducción. Se trata de interrogarse acerca de una sociedad que desde hace un siglo se fustiga ruidosamente por su hipocresía, habla con prolijidad de su propio silencio, se encarniza en detallar lo que no dice, denuncia los poderes que ejerce y promete liberarse de las leyes que la han hecho funcionar. No sólo hay que presentar el panorama de esos discursos, sino el de la voluntad que los mueve y la intención estratégica que los sostiene.
I. Nosotros, los victorianos
Mucho tiempo habríamos soportado, y padeceríamos aún hoy, un régimen Victoriano. La gazmoñería imperial figuraría en el blasón de nuestra sexualidad retenida, muda, hipócrita.
Todavía a comienzos del siglo XVII> era moneda corriente, se dice, cierta franqueza. Las prácticas no buscaban el secreto; las palabras se decían sin excesiva reticencia, y las cosas sin demasiado disfraz; se tenía una tolerante familiaridad con lo ilícito. Los códigos de lo grosero, de lo obsceno y de lo indecente, si se los compara con los del siglo XIX, eran muy laxos. Gestos directos, discursos sin vergüenza, trasgresiones visibles, anatomías exhibidas y fácilmente entremezcladas, niños desvergonzados vagabundeando sin molestia ni escándalo entre las risas de los adultos: los cuerpos se pavoneaban.
A ese día luminoso habría seguido un rápido crepúsculo hasta llegar a las noches monótonas de la burguesía victoriana. Entonces la sexualidad es cuidadosamente encerrada. Se muda. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la función reproductora. En torno al sexo, silencio. Dicta la ley la pareja legítima y procreadora. Se impone como modelo, hace valer la norma, detenta la verdad, retiene el derecho de hablar —reservándose el principio del secreto. Tanto en el espacio social como en el corazón de cada hogar existe un único lugar de sexualidad reconocida, utilitaria y fecunda: la alcoba de los padres. El resto no tiene más que esfumarse; la conveniencia de las actitudes esquiva los cuerpos, la decencia de las palabras blanquea los discursos. Y el estéril, si insiste y se muestra demasiado, vira a lo anormal: recibirá la condición de tal y deberá pagar las correspondientes sanciones.
Lo que no apunta a la generación o está trasfigurado por ella ya no tiene sitio ni ley. Tampoco verbo. Se encuentra a la vez expulsado, negado y reducido al silencio. No sólo no existe sino que no debe existir y se hará desaparecer a la menor manifestación —actos o palabras. Por ejemplo, es sabido que los niños carecen de sexo: razón para prohibírselo, razón para impedirles que hablen de él, razón para cerrar los ojos y taparse los oídos en todos los casos en que lo manifiestan, razón para imponer un celoso silencio general. Tal sería lo propio de la represión y lo que la distingue de las prohibiciones que mantiene la simple ley penal: funciona como una condena de desaparición, pero también como orden de silencio, afirmación de inexistencia, y, por consiguiente, comprobación de que de todo eso nada hay que decir, ni ver, ni saber. Así marcharía, con su lógica baldada, la hipocresía de nuestras sociedades burguesas. Forzada, no obstante, a algunas concesiones. Si verdaderamente hay que hacer lugar a las sexualidades ilegítimas, que se vayan con su escándalo a otra parte: allí donde se puede reinscribirlas, si no en los circuitos de la producción, al menos en los de la ganancia. El burdel y el manicomio serán esos lugares de tolerancia: la prostituta, el cliente y el rufián, el psiquiatra y su histérico —esos «otros Victorianos», diría Stephen Marcus— parecen haber hecho pasar subrepticiamente el placer que no se menciona al orden de las cosas que se contabilizan; las palabras y los gestos, autorizados entonces en sordina, se intercambian al precio fuerte. Únicamente allí el sexo salvaje tendría derecho a formas de lo real, pero fuertemente insularizadas, y a tipos de discursos clandestinos, circunscritos, cifrados. En todos los demás lugares el puritanismo moderno habría impuesto su triple decreto de prohibición, inexistencia y mutismo.
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Michel Foucault. Pensador y filósofo francés, se licenció en Filosofía y Psicología en l´Ècole Normal Supérieure de París, y fue profesor de Psicología en la Université Lille Nort. Publicó por primera vez en 1954, y vivió un tiempo fuera de Francia, trabajando en la Universidad de Uppsala en Suecia, y en las de Varsovia y Hamburgo. A su regreso a Francia, se doctoró en la Universidad de Clermont-Ferrand. Al marchar su compañero sentimental (era homosexual), a Túnez, viajó con él, estableciéndose como profesor en la Universidad de Túnez.
Foucault regresó a Francia en 1968, coincidiendo con el Mayo Francés, en el que fue partícipe. Más tarde, fue profesor en la recién creada Universidad París VIII en Vicennes, volviendo a París para hacerse cargo de la cátedra de Historia de los Sistemas de Pensamiento en el Collège de France, tras lo cual pasó una larga temporada en Estados Unidos, como profesor invitado de varias Universidades.
Nuevamente en Francia, continuó con sus trabajos y ensayos hasta su muerte, como consecuencia del SIDA.
De entre su obra cabría destacar títulos como Vigilar y castigar o El orden del discurso, siendo especialmente conocido por su trabajo de análisis sobre las relaciones entre poder, conocimiento y discurso, evolucionando desde posiciones estructuralistas a un pensamiento posmoderno, aunque Foucault rechazó dichas etiquetas.