La verdad sobre el caso Harry Quebert
Resumen del libro: "La verdad sobre el caso Harry Quebert" de Joël Dicker
La verdad sobre el caso Harry Quebert, de Joël Dicker, es una novela policiaca que narra la investigación de un joven escritor sobre el asesinato de una adolescente ocurrido en 1975 en un pequeño pueblo de New Hampshire. El principal sospechoso es Harry Quebert, un famoso novelista y mentor del protagonista, quien tuvo una relación secreta con la víctima cuando ella tenía 15 años y él 34. A través de una trama llena de giros y sorpresas, el autor nos sumerge en un juego de espejos entre la ficción y la realidad, el pasado y el presente, la literatura y la vida.
La novela es un best-seller internacional que ha recibido varios premios y ha sido adaptada a una serie de televisión. Su éxito se debe, en parte, a su capacidad de enganchar al lector desde las primeras páginas con un ritmo ágil y una prosa fluida. El autor crea unos personajes complejos y verosímiles, que muestran sus luces y sombras, sus contradicciones y sus secretos. El libro también plantea reflexiones interesantes sobre el proceso creativo, la fama, el amor, la amistad y la justicia.
La verdad sobre el caso Harry Quebert es una novela que se lee con avidez y que mantiene la intriga hasta el final. Es una obra que combina el suspense, el humor, la emoción y la crítica social, y que ofrece al lector una experiencia literaria única e inolvidable.
A principios de 2008, aproximadamente año y medio después de haberme convertido, gracias a mi primera novela, en la nueva gran promesa de la literatura norteamericana, estaba inmerso en una terrible crisis de la página en blanco, síndrome que al parecer no es extraño entre los escritores que han conocido un éxito inmediato y clamoroso. La enfermedad no se manifestó de golpe; se fue instalando lentamente dentro de mí. Como si mi cerebro se hubiese ido quedando sin fuerza poco a poco. No quise prestar atención a la aparición de los primeros síntomas: pensé que la inspiración volvería al día siguiente o al otro, o quizá el siguiente. Pero fueron pasando los días, las semanas y los meses y la inspiración nunca regresó.
Mi descenso a los infiernos se dividió en tres fases. La primera, indispensable en cualquier buena caída vertiginosa, fue un ascenso fulgurante: mi primera novela llevaba vendidos dos millones de ejemplares y me había catapultado, con veintiocho años, a la categoría de escritor de éxito. Corría el otoño de 2006 y en pocas semanas mi nombre se había hecho famoso. Estaba en todas partes: en la televisión, en los periódicos, en las portadas de las revistas. Mi rostro destacaba en los inmensos carteles publicitarios del metro. Los críticos más feroces de los grandes diarios de la Costa Este se mostraban unánimes: Marcus Goldman iba a convertirse en un grandísimo escritor.
Un libro, uno solo, y ya veía cómo se me abrían las puertas de una nueva vida, la de las jóvenes estrellas millonarias. Abandoné la casa de mis padres en Montclair, New Jersey, para mudarme a un piso señorial en el Village, cambié mi Ford de tercera mano por un flamante Range Rover con los cristales tintados, comencé a frecuentar restaurantes exclusivos y contraté los servicios de un agente literario que se encargaba de mi agenda y que venía a ver el béisbol en la pantalla gigante de mi nuevo salón. Alquilé, a dos pasos de Central Park, un despacho en el que una secretaria medio enamorada de mí llamada Denise clasificaba mi correspondencia, me preparaba café y archivaba mis documentos importantes.
Durante los seis meses posteriores a la publicación del libro, me había dedicado en cuerpo y alma a disfrutar de las bondades de mi nueva vida. Por las mañanas pasaba por el despacho para hojear los artículos que me dedicaban y leer las decenas de cartas de admiradores que recibía a diario, y que Denise guardaba después en enormes archivadores. Al rato, contento porque ya había trabajado suficiente, salía a deambular por las calles de Manhattan, donde los viandantes murmuraban a mi paso. Dedicaba el resto de la jornada a sacar partido de los nuevos derechos que mi fama me otorgaba: derecho a comprarme lo que me diera la gana, derecho a sentarme en un palco VIP del Madison Square Garden para seguir los partidos de los Rangers, derecho a caminar sobre alfombras rojas junto a las estrellas de la música cuyos discos había comprado cuando era más joven. Derecho incluso a salir con Lydia Gloor, la protagonista de la serie de televisión del momento y a la que todos se rifaban. Era un escritor famoso, tenía la impresión de dedicarme a la profesión más bella del mundo. Y, seguro de que mi éxito iba a durar para siempre, no me preocupaban las primeras advertencias de mi agente y de mi editor, que me instaban a que me pusiera a trabajar y empezara de inmediato a escribir mi segundo libro.
Fue durante los siguientes seis meses cuando me di cuenta de que soplaban vientos contrarios. Las cartas de los admiradores se hicieron cada vez más escasas y en la calle me abordaban menos. Pronto, los que todavía me reconocían empezaron a preguntarme: «Señor Goldman, ¿de qué va a tratar su próximo libro? ¿Y cuándo saldrá?». Comprendí que tenía que ponerme a ello, y de hecho me puse. Escribí ideas en hojas sueltas y esbocé algunas tramas en mi ordenador. Nada merecía la pena. Pensé entonces en otras ideas y desarrollé otras tramas. Sin éxito. Finalmente compré un nuevo ordenador con la esperanza de que incluyera buenas ideas y excelentes tramas. En vano. Intenté después cambiar de método: obligué a Denise a quedarse trabajando hasta altas horas de la noche para que tomara al dictado lo que yo pensaba que eran grandes frases, palabras oportunas y excepcionales comienzos de novela. Pero siempre al día siguiente las palabras me parecían sosas, las frases cojas y mis comienzos, finales. Entraba en la segunda fase de mi enfermedad.
En el otoño de 2007 se cumplió un año de la publicación de mi primer libro, y seguía sin haber escrito una mísera línea del siguiente. Cuando no hubo más cartas que archivar, dejaron de reconocerme en los lugares públicos y mi cara desapareció de las grandes librerías de Broadway, comprendí que la gloria era efímera, una gorgona hambrienta que reemplazaba rápidamente a aquellos que no le daban de comer. Los políticos del momento, la estrella del último reality o el grupo de rock de moda me habían robado mi parte de atención. Y, sin embargo, no habían pasado más de doce cortos meses, un lapso de tiempo ridículamente breve a mis ojos pero que, en la escala de la Humanidad, equivalía a una eternidad. Durante ese mismo año, solamente en Estados Unidos, habían nacido un millón de niños, habían muerto un millón de personas, más de diez mil habían recibido un disparo, medio millón habían caído en la droga, un millón se habían hecho ricas, diecisiete millones habían cambiado de teléfono móvil, cincuenta mil habían fallecido en accidente de coche y, en las mismas circunstancias, dos millones habían sido heridas de mayor o menor gravedad. En cuanto a mí, sólo había escrito un libro.
Schmid & Hanson, la poderosa editorial neoyorquina que me había ofrecido una bonita suma de dinero por publicar mi primera novela y que tantas esperanzas había depositado en mí, presionaba a mi agente, quien, a su vez, me acosaba. Me decía que el tiempo apremiaba, que era absolutamente necesario que presentara un nuevo manuscrito, y yo me dedicaba a tranquilizarle para tranquilizarme a mí mismo, asegurándole que mi segunda novela avanzaba viento en popa y que no había de qué preocuparse. Sin embargo, a pesar de las horas que pasaba encerrado en el despacho, mis páginas seguían estando en blanco: la inspiración se había marchado sin despedirse y yo era incapaz de volverla a encontrar. Por la noche, en mi cama, sin poder conciliar el sueño, pensaba que pronto, y antes de cumplir los treinta, Marcus Goldman dejaría de existir. Ese pensamiento llegó a aterrorizarme de un modo tal que decidí marcharme de vacaciones para refrescar mis ideas: me regalé un mes en un hotel de lujo de Miami, en teoría para inspirarme, íntimamente convencido de que relajarme entre palmeras me permitiría volver a encontrar el pleno uso de mi genio creador. Pero, evidentemente, Florida no era más que un magnífico intento de fuga. Dos mil años antes que yo, el filósofo Séneca había experimentado ya esa dolorosa situación: huyas donde huyas, tus problemas se meten en tu maleta y te siguen a cualquier parte. Fue como si, recién llegado a Miami, un atento mozo de equipajes cubano hubiese corrido detrás de mí hasta la salida del aeropuerto y me hubiese dicho:
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Joël Dicker. Escritor suizo, Joël Dicker estudió Drama en París, pero volvió a Suiza donde estudió Derecho en la Universidad de Ginebra. Dicker ha desarrollado su carrera en lengua francesa, siendo ganador de premios como el Goncourt des Lycéens, el Lire o el Grand Prix de la Academia Francesa.
Dicker se dio a conocer al ganar el Prix des Ecrivains Genevois, un premio destinado a destacar manuscritos sin publicar. Tras este éxito, su primera novela, Los últimos días de nuestros padres, fue publicada en Francia. Pocos meses después se publicó también La verdad sobre el caso Harry Quebert, que se convirtió en todo un fenómeno de ventas a nivel internacional.
Su obra ha sido traducida a más de treinta idiomas y con La verdad sobre el caso Harry Quebert inició su andadura en el mercado en castellano.