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La Venus de las pieles

La Venus de las pieles

Resumen del libro:

En La Venus de las pieles el lector descubrirá en Severino al sujeto que busca una dominadora a la cual esclavizarse, acudiendo inclusive a obligarse formalmente mediante un contrato que consagrará con detalle su deber, voluntariamente consentido, de someterse a las más diversas situaciones humillantes y a las sofisticadas torturas que ofrece la imaginación depravada de los dos firmantes, con el fin de provocarse la ansiada excitación sexual, al tiempo que el sujeto pasivo que recibe el beneficio del sufrimiento es puesto en el centro de un ritual de dolor, humillación y sumisión, de desdeñosa frialdad y de castigos físicos y morales, que entre más insufribles le resulten, le propiciarán el éxtasis buscado. No olvidemos que es Severin quien fuerza a Wanda, contra la voluntad de ella, a adoptar el papel de ama y a aceptarlo a él como esclavo, para lo cual la obliga incluso a firmar un contrato, una de cuyas cláusulas estipula que deberá ir envuelta en pieles tan a menudo como pueda y, en particular, cuando se muestre cruel con su esclavo. Así que ya saben: sumérjanse en la lectura de esta novela que con tanta agudeza profundiza en la imposible igualdad de las relaciones amorosas y quizás hallen aquí esas alegrías verdaderas que la vida tan cruelmente nos niega.

Capítulo único

Me encontraba en amable compañía.

Venus estaba frente a mí, sentada ante una gran chimenea Renacimiento. Esta Venus no era una mujer galante de las que —como Cleopatra— combatieron bajo ese nombre al sexo enemigo. No; era la diosa del amor en persona.

Recostada en una butaca, removía el fuego chispeante que enrojecía la palidez de su rostro y los menudos pies, que acercaba a la llama de vez en cuando.

A pesar de su mirada de estatua, tenía una cabeza admirable, que era cuanto yo veía de ella. Su divino cuerpo marmóreo le cubría un gran abrigo de pieles, en el cual se envolvía como una gata friolera.

—No comprendo, señora —dije—. En realidad no hace frío; hace ya dos semanas que llevamos una encantadora primavera. Estará usted nerviosa, sin duda.

—Buena está la dichosa primavera —contestó con voz opaca, estornudando después de una manera deliciosa—. No puedo apenas sostenerme y comienzo a comprender…

—¿Qué, gracia mía?

—Comienzo a creer en lo inverosímil y a comprender lo incomprensible. Comprendo ahora la virtud de los alemanes y su filosofía, y no me asombra que ustedes, en el Norte, no sepan amar, sin que parezcan dudar siquiera de lo que es el amor.

—Permitidme, señora —repliqué con viveza—. Nunca le he dado a usted ningún motivo.

La divina criatura estornudó por tercera vez y levantó los hombros con una gracia inimitable. Luego dijo:

—Por esto soy siempre graciosa para usted y hasta le busco de tiempo en tiempo, aunque me enfríe cada vez, a pesar de todas mis pieles. ¿Te acuerdas aún de nuestro primer encuentro?

—¿Podré olvidarle? Teníais espesos bucles pardos, ojos negros, boca de coral… Os reconocí en los rasgos de la cara y en la palidez de mármol. Llevabais siempre una chaqueta de terciopelo azul violeta guarnecida de piel de ardilla.

—Sí; ¡qué encaprichado estabas con aquel vestido y cuan dócil eras!

—Vos me enseñasteis lo que es el amor, y el culto divino que os consagraba me transportaba dos mil años atrás.

—¿Y no te guardé fidelidad sin ejemplo? —Ahora se trata de eso.

—¡Ingrato!

—No quiero hacer ningún reproche. Habéis sido una mujer divina, pero siempre mujer, y en amor, cruel como todas.

—Es que tú llamas cruel —replicó con viveza la diosa de amor— lo que constituye precisamente el elemento de la voluptuosidad, el amor puro, la naturaleza misma de la mujer de entregarse a lo que ama y de amar lo que le place.

—¿Qué puede haber más cruel para quien ama que la infidelidad del ser amado?

—¡Ay! —contestó—. Somos fieles en tanto que amamos; pero vosotros exigís que la mujer sea fiel sin amor, que se entregue sin goce. ¿Dónde está ahora la crueldad, en el hombre o en la mujer? Las gentes del Norte concedéis demasiada importancia y seriedad al amor. Habláis de deberes donde no hay otra cosa que placer.

—Sí, señora. Tenemos sobre ese punto sentimientos respetables y recomendables, y, además, sólidas razones.

—Y siempre la curiosidad, eternamente despierta y eternamente insaciada, de las desnudeces del paganismo; pero el amor, que es la mayor alegría, la pureza divina misma, eso no les conviene a ustedes los modernos, hijos de la reflexión. Les sienta mal. En cuanto se hacen ustedes naturales, se ponen groseros. La naturaleza les parece una cosa hostil y hacen de nosotras, rientes genios de los dioses griegos, de mí misma, un demonio. Podéis desterrarme, maldecirme, hasta inmolarme al pie de mi altar en un acceso báquico; pero alguno de vosotros habrá tenido el valor de besar mis labios purpurinos. Vaya, por esto, peregrino a Roma, descalzo, con cilicio, esperando que su bastón florezca, mientras que a mis pies surgen a cada instante rosas, mirtos y violetas que no dan su perfume para ustedes. Quedaos en vuestras nieblas hiperbóreas, entre vuestro incienso cristiano, y dejadnos reposar bajo la lava, no nos desenterréis, no. Pompeya, nuestras villas, nuestros baños, nuestro templo, no se hicieron para ustedes. ¡Ni siquiera necesitáis dioses! ¡Nos helamos en vuestro mundo!

La hermosa dama de mármol tosió y levantó sobre sus hombros la oscura piel de cebellina.

—Gracias por su lección clásica, —contesté—; pero no me negaréis que, así en vuestro mundo lleno de sol como en nuestro brumoso país, el hombre y la mujer son enemigos por naturaleza, con los cuales el amor hace durante cierto tiempo un solo y mismo ser, capaz de una misma concepción, de una misma sensación, de una misma voluntad, para desunirlos luego más, y que —y esto lo sabéis vos mejor que yo— el que no sepa sojuzgar al uno será pronto pisoteado por el otro.

—Y lo que usted sabe mejor que yo —contestó doña Venus con arrogante tono de desprecio— es que el hombre está bajo los pies de la mujer.

—Seguramente, y de aquí no me haga ninguna ilusión.

—Lo que quiere decir que sois siempre mi esclavo sin ilusión, por lo cual no tendré yo misericordia.

—¡Señora!

—¿No me conocéis aún? Sí, soy cruel; ya que tanto te gusta esa palabra. ¿Pero no tengo derecho para serlo? El hombre es el que solicita, la mujer es lo solicitado. Ésta es su ventaja única, pero decisiva. La naturaleza la entrega al hombre por la pasión que le inspira, y la mujer que no hace del hombre su súbdito, su esclavo, ¿qué digo?, su juguete, y que no le traiciona riendo, es una loca.

—¡Buenos principios, hermosa señora! —repliqué indignado.

—Descansan sobre diez siglos de experiencia —dijo ella en tono burlón, mientras en la sombría piel jugaban sus dedos blancos—. Cuanto más fácilmente se entrega la mujer, más frío e imperioso es el hombre. Pero cuanto más cruel e infiel le es, cuanto más juega de una manera criminal, cuanta menos piedad le demuestra, más excita sus deseos, más la ama y la desea. Siempre ha sido así, desde la bella Helena y Dalila, hasta las dos Catalinas y Lola Montes.

—No puedo dejar de convenir —contesté— que nada puede excitar más que la imagen de una déspota bella, voluptuosa y cruel, arrogante favorita, despiadada por capricho.

—Y que además lleve pieles —añadió la diosa.

—¿Por qué recordáis eso?

—Conozco tus gustos.

—¿Sabe usted que desde que no nos vemos se ha hecho usted una magnífica coqueta?

—¿Queréis decirme por qué?

—Porque no puede haber más deliciosa locura que la de envolver vuestro delicado cuerpo en una piel tan sombría.

La diosa sonrió.

—Usted sueña —exclamó—. ¡Despiértese! —con su mano de mármol me cogió por el brazo—. ¡Despierte! —volvió a murmurar rudamente.

Levanté los ojos con pena. Vi la mano que me tocaba, pero la mano era de color de bronce y la voz, áspera, de bebedor de aguardiente, era la de mi antiguo cosaco, que con toda su talla de cerca de seis pies se levantaba ante mí.

—Levántese usted —seguía diciendo el buen hombre—. Es una verdadera vergüenza.

—¿El qué?

—Dormirse vestido con un libro al lado —apagó las bujías casi consumidas y recogió el volumen caído—, con un libro —consultó la cubierta— de Hegel. Además, es hora de ir a casa de don Severino, que nos espera para el té.

—¡Extraño sueño! —dijo Severino cuando acabé—. Descansó el brazo sobre mi rodilla mientras contemplaba sus hermosas manos de delicadas venas y se abismó en una meditación profunda.

Yo sabía que desde hacía mucho no se podía mover, que apenas tenía alientos, habiendo llegado al punto de que su conducta no tenía nada de raro para mí, porque al cabo de tres años mantenía con él relaciones de buena amistad y me había acostumbrado a todas sus originalidades. Nadie podía negar que era extraño, loco casi peligroso, pasando como tal, no sólo entre sus amigos, sino en todo el círculo de Colomea. Para mí, su existencia no sólo era interesante, sino hasta simpática, lo que hacía que yo también pasara para algunos por algo loco.

Siendo un señor de la Galitzia, propietario, joven, pues apenas pasaba de treinta años, daba pruebas de una singular sobriedad de vida, de cierta severidad y hasta de cierta pedantería. Vivía con una minuciosidad exagerada según un sistema medio filosófico, medio práctico, regular como un reloj, como el termómetro, el barómetro, el anemómetro, el higrómetro, según los preceptos de Hipócrates, Hufeland, Platón, Kant, Knigge y Lord Chesterfield, con lo cual tenía a veces violentos accesos de ímpetu, en medio de los cuales intentaba romperse la cabeza contra el muro si alguien no lo evitara.

Sumido en su mutismo, el fuego crepitaba en el hogar, cantaba el grande y venerable samovar, crujía la butaca ancestral en que yo me balanceaba fumando, cantaba el grillo en los viejos muros y yo dejaba caer mis miradas en el extraño mobiliario: esqueletos de animales, pájaros disecados, escayolas y vaciados amontonados en su despacho, cuando de repente atrajo mi vista un cuadro que había visto con frecuencia, pero que precisamente hoy me produjo un efecto indecible a la luz rojiza del fuego de la chimenea.

Era una pintura al óleo, tratada con la habilidad y potencia de colorido de la escuela belga. Su asunto era muy curioso.

Una hermosa mujer con una risa radiante que la alumbraba el rostro, de opulenta cabellera trenzada en nudos antiguos, en la cual el polvo blanco aparecía como una escarcha ligera, descansaba la cabeza sobre el brazo izquierdo, desnuda entre una oscura pelliza. Su mano derecha jugaba con una fusta, y su pie, desnudo, reposaba descuidado sobre un hombre, tendido ante ella como un esclavo o un perro; y este hombre, de rasgos acentuados, pero de buen dibujo, en los que se leía una profunda tristeza y una devoción apasionada, alzaba hacia ella los ojos de un mártir, exaltado y ardiente. El hombre, taburete vivo bajo los pies de la mujer, no era otro que Severino, pero sin barba, con lo que parecía tener diez años menos.

—¡La Venus de las pieles! —exclamé, señalando el cuadro—. Tal como la vi en sueños.

—Yo también —replicó Severino—. Sólo que yo soñé con los ojos abiertos.

—¿Cómo es eso?

—¡Ay! Es una triste historia.

—Tu cuadro ha dado asunto a mi sueño —continué—. Pero dime de una vez lo que significa; quizá ha desempeñado en tu vida un papel capital. En cuanto a los detalles, los aguardo de ti.

—Examina bien la pareja —replicó mi extraño amigo sin atender a mi pregunta.

La pareja representaba una admirable copia de la Venus del Espejo, del Tiziano, en la galería del Hermitage de San Petersburgo.

—¿Adónde vas a parar?

Severino se levantó y señaló con el dedo la piel en que Tiziano envuelve a su diosa de amor.

La Venus de las pieles – Leopold von Sacher-Masoch

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