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La velocidad de la luz

Resumen del libro:

Ésta es la historia de una amistad que empieza en 1987, cuando el narrador, un joven aspirante a novelista, viaja a una universidad del Medio Oeste estadounidense y conoce a Rodney Falk, su compañero de despacho, un ex combatiente de Vietnam huraño e inabordable, ferozmente lúcido y corroído en secreto por su pasado.

Pero ésta es también la historia de una experiencia radical en el abismo indescifrable del mal y la culpa, que el propio narrador solo logrará entender y asumir años más tarde, como en una fulguración, cuando conozca el éxito y lo que éste tiene de corrupción insidiosa.

Para entonces la figura imprecisa de Rodney y su historia devastadora se le acabarán imponiendo con la fuerza de lo necesario, como un emblema de su propia historia, y acaso de la condición humana.

PRÓLOGO

Es verdad: resulta un poco embarazoso prologar el primer volumen de una biblioteca que lleva mi nombre; pero, naturalmente, eso es solo la mitad de la verdad: la otra mitad es que sobre todo resulta halagador. Desde adolescente la literatura ha sido mi vocación y, desde que fui adulto, mi principal quehacer; nunca imaginé sin embargo que acabaría ganándome la vida con ella, y mucho menos que alguien, a mis cincuenta años recién cumplidos, me propondría iniciar un proyecto de esta clase. Así que vaya por delante mi gratitud a la generosa temeridad de mi editor, Claudio López de Lamadrid. De todos modos, tampoco hay que hacerse ilusiones: al fin y al cabo esta biblioteca sólo tiene el propósito práctico de reunir todos mis libros bajo un único sello editorial y un mismo formato. Nadie debería interpretar lo anterior como una expresión de modestia; si alguien se empeña en hacerlo, que no olvide que, como escribió Jules Renard, la modestia es sólo la forma menos ofensiva del orgullo. Porque, más vale que lo reconozca enseguida, yo no pienso que no reúna méritos para recibir un honor como éste; reúno uno indudable, y es que ya estoy seguro de que todo en mi vida ha salido mucho mejor de lo que alguien como yo podía esperar, y de que al menos he hecho lo fundamental: he visto crecer a mi hijo, he ayudado a morir a mi padre, he conocido el amor y la pobreza (aunque no la guerra), apenas he perdido amigos y apenas tengo enemigos, he aprendido a decir no, he visto de cerca a Borges y a Ringo Starr y he escrito dos o tres páginas de las que no me avergüenzo; por lo demás, de un tiempo a esta parte me persigue la sospecha de que quizá la felicidad consiste en estar vivo, y de que todos somos felices, solo que no nos damos cuenta.

El azar ha querido que La velocidad de la luz sea el primer libro de esta biblioteca. Me parece una casualidad feliz. No lo digo sólo por el deseo legítimo de convertir la necesidad en virtud: claro que éste no es el primer libro que publiqué, ni tampoco el más conocido o el más significativo, ni siquiera –puestos a decirlo todo– el que considero mejor; pero sí es quizá, en cierto sentido, el más necesario, o por lo menos el más necesario para mí. Apareció en 2005, justo después de SoldadosdeSalamina, que es de 2001. La tentación de cualquier escritor desconocido y mínimamente serio que, ya entrado en la madurez, cosecha un éxito parecido al de Soldados de Salamina es el suicidio. El suicidio literario, claro está (o por lo menos). Esa verdad secreta es un ingrediente sin el cual acaso resulte imposible explicar silencios tan sonoros como los de J. D. Salinger o Juan Rulfo o, por poner un ejemplo más próximo, retiradas parciales como la de Sánchez Ferlosio. «Hay dos tragedias en la vida –escribió Oscar Wilde y se repite en este libro–. Una es no conseguir lo que se desea; la otra es conseguirlo.» Pues bien, yo conjuré la tentación del silencio escribiendo La velocidad de la luz. Quiero decir que sólo había una forma de librarse del vértigo, la desazón y la extrañeza provocados por las imprevistas consecuencias de Soldados de Salamina, y que escribir La velocidad de la luz fue la agónica manera que encontré de salir adelante y demostrarme a mí mismo que ni siquiera el malentendido esencial del éxito conseguiría arrebatarme una de las mejores cosas que tenía: mi vocación de escritor. Por eso dije antes que éste fue para mí un libro necesario; añado ahora que, por lo mismo, también fue un libro estrictamente utilitario. Y por eso, quizá, siempre lo he recordado con una cierta incomodidad, por no decir con una cierta aprensión. Ese desasosiego me parece justificado: La velocidad dela luz es un libro lleno de dolor, abrumado por un sentimiento de culpa y un pesimismo feroces; me alegra no obstante decir que, una vez releído ahora, ocho años y tres libros después de su publicación, esos sentimientos al menos me han parecido auténticos y que, junto al peso de la pena, he reconocido la ligereza de un humor tan secreto que apenas se atreve a decir su nombre y, por momentos, un desgarro que refleja la visceralidad a vida o muerte con que escribí estas páginas; no debería haberme sorprendido, en cambio, que a fin de cuentas sea un libro esperanzado, como mínimo en la medida en que entraña una apuesta a fondo por la literatura como vía de salvación personal.

Excepto en algún país, como Francia, La velocidad de la luz no gozó en su momento de una acogida comparable a la de Soldados de Salamina, pero provocó un hecho curioso: la aparición de una secta excluyente de incondicionales de ese libro. No tengo una explicación racional del fenómeno; sólo puedo decir que es indudable, y que me ha deparado algunas alegrías. Contaré una de ellas, demostrando de paso que soy invulnerable a la modestia. Ocurrió hace unos meses, mientras promocionaba mi última novela. Al terminar una entrevista televisiva me abordó uno de los cámaras que la había estado grabando. Aparentaba treinta y tantos años; llevaba barba; parecía muy tímido. Me preguntó si me podía decir una cosa. «Claro», dije. «La velocidad de la luz es la novela que más me ha gustado en mi vida», me espetó. «Muchas gracias», le respondí de inmediato, recordando una frase de La Rochefocauld que precisamente se cita en la novela, según la cual quien rechaza un elogio es porque quiere dos. «De nada –contestó–. Pero en realidad no era eso lo que quería decirle.» El cámara me contó entonces que desde pequeño tenía un problema de lectura –no sé si me dijo que era disléxico– y que, a pesar de ello, cuando esta novela se publicó la leyó de una sola sentada. Era la primera vez que eso le ocurría en su vida; perplejo, acudió de inmediato al médico. «Doctor –le dijo–, he leído una novela de un tirón. ¿Cree usted que me he curado?» El médico acogió la noticia con una mezcla de incredulidad y alborozo y preguntó de qué novela se trataba; el cámara se lo dijo. Bruscamente contrariado, el médico le desengañó: «No: ha sido la novela». Sobra decir que, como me aclaró el propio cámara, el elogio más generoso del libro no era el que él le había hecho, sino el que le había hecho su médico.

Esta nueva edición de La velocidad de la luz está dedicada a los miembros de su secta. Y también a ti, lector, por si quieres sumarte a ella.

Barcelona, enero de 2013

La velocidad de la luz – Javier Cercas

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