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La torre vigía

Resumen del libro:

La torre vigía es la primera novela de la trilogía medieval de Ana María Matute. Ambientada en una Edad Media mítica, mágica y sensual, es un peculiar libro de caballerías que narra, en primera persona y con una sensibilidad moderna, los años de formación y aprendizaje de un joven caballero a lo largo de una trama repleta de heroísmo, superstición y barbarie.

El descubrimiento del mundo y sus conflictos, la memoria, la añoranza y la dificultad para establecer relaciones en la infancia y la adolescencia marcan los primeros años del joven caballero, preso en un mundo donde todo se rige por instintos primitivos y febriles, y en el que el amor, el odio, la violencia, la soledad, la crueldad y la nostalgia se alternan para ofrecer el retrato de un universo inquietante y misterioso y, al mismo tiempo, salvaje y pasional.

I. EL ÁRBOL DE FUEGO

Nací en un recodo del Gran Río, durante las fiestas de la vendimia. Mi padre —pequeño feudal pobretón y de cortas luces— era casi anciano cuando vine al mundo, por lo que, en un principio, sospechó de la autenticidad de nuestro parentesco. Durante mis primeros años, fui víctima de su despecho, mas día llegó en que mis facciones, al definirse, le devolvieron la imagen de su propia infancia: si mis hermanos lucían ojos negros y piel cetrina, como mi madre, yo aparecía a sus ojos tan rubio como lo fuera él y de ojos tan azules como los suyos. Entonces olvidó el supuesto agravio y permitió que me bautizaran.

Apenas se remontaba a mi abuelo el día en que el Barón Mohl ennobleciera nuestro linaje. No lo hizo por razón sentimental o predilección alguna, sino a causa de la mucha urgencia que tal señor había por hacerse con nutrida y bien adiestrada mesnada, amén de gente capaz de conducirla. Cosas que, en puridad, precisaba como el aire para respirar.

Lo cierto es que vivíamos en la zozobra y amenaza; no tanto a causa de las feroces incursiones y tropelías que llevaban a cabo en nuestras tierras los pueblos ecuestres de más allá del río —cosas ya en verdad pasadas— como por la rapacidad de nuestros convecinos. Eran éstos, en su mayoría, señores de talante guerrero y turbulento, tan ambiciosos como el propio Mohl. El Gran Rey quedaba lejos, al igual que Roma, y en semejante soledad y distancia, casi todo barón llegó a soñar en su dominio con un pequeño reino —si es que de hecho no lo disfrutaba ya—. Sus mayores empeños centrábanse en un implacable afán por arrebatarse mutuamente tierras y vasallos; y sucedíanse los días en cadena de ultrajes y agresiones que, con más abundancia que cordura, se prodigaban entre sí. Por todo ello, bien puede comprenderse que vivíamos muy alterados en nuestra escasa paz. Y hasta allí donde alcanza mi memoria, fui parte y testigo de un pueblo en perpetua alarma.

Comparado con el Barón Mohl, o con otro acaudalado señor, mi padre resultaba un hombre pobre y tosco. Pero si se acercaba esta medida a las chozas de los campesinos que le rendían tributo, mi padre era, en verdad, un hombre rico. E incluso fastuoso en sus costumbres.

Todas las noches se comía una oca de regular tamaño, aderezada con nabos y otras fruslerías. Solía repartir esta oca entre mis hermanos, de la siguiente manera: los muslos para los dos mayores, los alones para el más pequeño. Este reparto suscitaba vivas discusiones en los tres muchachos. Al parecer opinaban de muy distinta manera sobre la equidad requerida en estos casos y por tal motivo sus divergencias subían rápidamente de tono y llegaban a límites peligrosos. Mi padre gozaba mucho con estas disputas y querellas; y sólo cuando el acaloramiento de sus vástagos sacaba a relucir el filo de las dagas, ponía fin a tales litigios, arrojándolos de su mesa a bastonazos y puntapiés. Tan peregrinos regocijos constituían, ya, su única distracción: pues en los últimos años su vida se tornó monótona y falta de auténtico interés. Sus hijos eran aún demasiado jóvenes para enviarlos al castillo de Mohl, donde, según la tradición familiar, serían instruidos y ejercitados como futuros caballeros. Pero tampoco alcanzaban la edad requerida para, en tanto llegara ese día, confiarlos a algún señor vecino que se ocupara de su primer aprendizaje. De otra parte, la avanzada edad de mi padre y el entumecimiento progresivo de sus huesos, al tiempo que su obesidad, impedíanle tomar parte activa en las escaramuzas vecinales: sólo de lejos, vacilante sobre su montura y propagando voces sin tino, llegaba a presenciar algún que otro lance defensivo, mal despachado por su ignorante leva de labriegos armados. Tan deprimente espectáculo y la carencia de un hombre joven y experto en la familia, le instó a contratar —o al menos cobijar en su casa— viejos ex-mercenarios de piel más remendada que el calzón de un siervo, tristes y destituidos guerreros que erraban por las orillas del Gran Río, a la espera de alguien que fiara en su experiencia (ya que no en su gallardía y eficacia). Estos míseros y dispersos residuos de antiguas glorias —o inconfesables deserciones, que de todo había— llegaron a invadir su casa y capitanear su apocada tropa, en tanto a él se le hacían insoportables los largos inviernos de inacción. Y como carecía del seso necesario para jugar una partida de damas sin perderla o dormirse, buscaba ora aquí, ora allá, algún motivo más o menos jocoso que animara su mostrenca existencia. Aporrear a mis hermanos era el más accesible, al parecer.

No obstante, otrora tuvo fama de valiente, y aun de temerario. A menudo oí añorar a mi madre un tiempo en que su esposo solía aventurarse más allá de las dunas, a la captura de los potros que, en las reyertas fronterizas, perdieran los jinetes esteparios. Ése era —al parecer— el secreto de que nuestra caballeriza luciera más nutrida y de mayor calidad que la de señores mucho más poderosos. En el transcurso de estos comentarios, oí a mi madre —y a sirvientas incluso— manifestar la inquietud que les producía descubrir en mí una fiereza semejante a aquella (ya tan atropellada) que distinguió al autor de mis días. Aún muy niño —tanto que apenas si podía corretear sobre las piedras—, y oyendo semejantes augurios relacionados con mi persona, fui a contemplarme en el arroyo, por ver si descubría en mi devuelta imagen los signos de tan violenta naturaleza. El agua solía reflejar entonces un rostro achatado de raposocría: su misma mirada reluciente, e idéntico estupor de sus ojos en mis ojos. Si el sol me daba en la nuca, un cerco de hirsutos mechones casi blancos se alborotaba en torno a mi cabeza, tal que otro sol desapacible y mal distribuido. Luego de estas contemplaciones, buscaba a mi padre, y lo veía trotar sobre el caballo, sin el menor vestigio de apostura, ni aun decencia. Entonces, la sospecha de llegar a ser algún día como él me estremecía.

En tiempos de mi bisabuelo, rodearon la primitiva granja familiar con una aguda empalizada de madera, a guisa de muralla defensiva; y adosado a la antigua vivienda erigieron un torreón, capaz de albergar al jefe de familia, a ésta y a sus pequeños dignatarios y semiguerreros. Cuando yo nací, todo permanecía igual que entonces: nadie había llevado a cabo mejora ni destrucción alguna (cosa que, dados los tiempos, ya era suficiente). Entre las muchas cualidades que antaño ornaran a mi padre, se contaba la de haber sido muy estimable cazador. Y así, el suelo de su estancia, en lugar de cubrirse del acostumbrado heno, aparecía revestido con pieles de todas clases: desde el corzo al lobo, pasando por el zorro y varias especies de alimañas; amén de otros bellos y cándidos moradores del bosque. Y al igual que el suelo, excusa decir el lecho y las paredes. El resto del torreón y sus estancias eran más bien lóbregos, destartalados y llenos de mugre.

En el recinto, además de la granja propiamente dicha, había una herrería, cuyo maestro forjó las armas de mi padre y las de sus hijos; un molino, un cobertizo y taller para curtir pieles, un establo, la caballeriza y algunas chozas para la gente que cuidaba de estas cosas. Entre los habitantes de nuestra casa, el más sobresaliente era, sin duda alguna, uno que dio en llamar mi padre —y como tal cumplió funciones respecto a sus hijos, mientras allí moramos— su maestro de armas. Surgió un buen día del tropel errabundo que nos rondaba: ex-guerrero, derrotado en imposible lucha contra la vejez, lenguaraz, astuto, embustero (y acaso verdadero superviviente de una desaparecida gloria), fue la figura de mayor relieve en mi primera infancia. Tenía la cara hendida en dos porciones por una inmensa cicatriz, lo que le daba un curioso aspecto, ya que su perfil derecho semejaba el de una persona y el izquierdo el de otra. Por tal causa —según contaba— en cierta ocasión tomáronlo por brujo; y disponíanse a quemarlo vivo, cuando en el último instante bajó del cielo el arcángel San Gabriel y lo salvó de las llamas ante el pasmo y veneración naturales en quienes contemplaron tales maravillas. Alguna vez, presa de extraño arrebato, montaba uno de los caballos esteparios de mi padre; y galopaba exasperado, lanza en ristre, hacia las dunas. Parecían entonces formar ambos un solo cuerpo: el potro medio loco, que perdiera su jinete y su batalla, y el decrépito ex-guerrero al que sólo quedaba la furia de vivir. Aquella galopada fantasmal y frenética persiste y persistirá por siempre en mi memoria.

También poseía mi padre un rebaño de cabras muy numeroso, y percibía tributos sobre la leña que los campesinos cortaban en los bosques, al noroeste de las praderas. Por idea suya, se instaló en el recinto una quesería; y ofreció albergue y manutención a un zapatero, con fines de calzar de por vida su destrozona hueste. Pero el zapatero murió —según oí, de un hartazgo de remendar punteras— antes de que yo cumpliera ocho años. Y, desde entonces, nadie se ocupó de estas minucias. Aparte de las botas de piel de cabra, de los ásperos tejidos que hilaban mi madre y las mujeres que la asistían, de los peroles y enseres que fabricaban los siervos, cualquier género o prenda —tanto de vestir como para aderezar la casa— resultaba tan raro como exorbitante.

A ello contribuía en gran manera la escasa simpatía que experimentaba mi padre hacia los mercaderes y sus caravanas. En verdad que éstos evitaban cruzar por nuestras tierras: pues cundía la sospecha de que mi padre protegía grupos de salteadores para desvalijarlos —y como es presumible, repartir con ellos el botín—. O bien, ordenaba a sus gentes que volcaran sus carros, ya que todo aquello que se derramara en sus propiedades pasaba a ser de su pertenencia. Y, según llegué a entender, muy convencidas estaban las gentes de que los famosos salteadores de caravanas no eran otros que la propia y singular tropa de ex-héroes descalabrados que cobijaba mi padre. Como puede comprenderse, muy raramente tuvimos ocasión de comprar alguna cosa a ésta o cualquier otra gente que se aventurara con su mercancía por nuestra tierra. De día en día, las ropas se ajaban y agujereaban, los enseres y aperos se deterioraban, cuarteaban y desaparecían: y ninguna de estas cosas era reparada, ni sustituida. Por lo que nuestras vidas transcurrían en la más extrema parquedad y abandono.

Estas severidades y sufrimientos acaso justifiquen el gesto avinagrado de mi madre, la sequedad de sus labios en continuo frunce, y la viperina fluidez de su lengua. Además, y por lo común, mi padre vivía en alborozada —y al fin de sus días aletargada— promiscuidad con algunas jóvenes villanas, que tomaba para sus recreos. De manera que obligaba a mi madre —muy puntillosa en estas cosas— a abandonar de continuo, tanto su mesa, como su lecho. Y con tal de no soportar tales compañías, acabó componiendo como mejor supo una pequeña estancia y se recluyó en ella, con sus ruecas y las mujeres que solían acompañarla.

La torre vigía – Ana María Matute

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