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La tiranía del las moscas

Resumen del libro:

«Ojalá hubiera caído en mis manos, siendo chavala, un libro como este, en el que se invita a los hijos a rebelarse contra sus padres, y no en un sentido metafórico. En La tiranía de las moscas ni la mamá mima ni el papá posa con los hermanitos y un selecto en lo alto. En La tiranía de las moscas la hermana mayor es una shakesperiana heroína llamada Casandra cuya epopeya consiste en la autodeterminación de su sexualidad contra el reaccionarismo tiránico por parte de su padre y patologizante por parte de su madre», Cristina Morales en el prólogo.

Las cosas que no se tocan

por Cristina Morales

Tengo treinta y cinco años. A veces me asalta la sensación de adultez y a veces me asalta la convicción de mi propia adultez. Son fenómenos distintos, ojo: una cosa es sentir y otra cosa es saber. En este prólogo a La tiranía de las moscas, de Elaine Vilar Madruga (La Habana, 1989), vamos a citar mucho al filósofo Agustín García Calvo (Zamora, 1926-2012), porque Vilar Madruga ha escrito una novela que, quizás casualmente, lleva a la ficción (y amplifica, por tanto) la conferencia Cómo se mata a un niño para hacer un hombre (o una mujer), pronunciada por primera vez por García Calvo el 13 de diciembre de 1988*. De ese texto tomamos la diferencia entre sentir y saber, diferencia que ni podemos ni debemos precisar mucho pues definir es matar. García Calvo llegaba a las cosas tanteando.

… parece que las cosas que no están muertas, pues sienten, pueden sentir. Pueden sentir. Sienten. No puedo explicar mucho más el verbo, porque me arriesgo, si trato de introducir definiciones, a estropear la cosa. Es un verbo aceptable, por su propia indefinición. Sienten, sienten: parece que es propio de las cosas vivas sentir, decía Calvo aquel 13 de diciembre. Y continuaba: Los sentimientos no se saben: si algo podemos decir de un sentimiento, es que no se sabe, que un sentimiento es precisamente eso que antes decía respecto al propio verbo ‘sentir’, que no lo podemos tocar con la definición, que la gracia que tiene es que no podemos encerrarlo en definición. Cuando el sentimiento se sabe, ese sentimiento está metido en una cárcel; pero estar metido en una cárcel una cosa que consistía precisamente en no tener definición, quiere decir matarlo, aniquilarlo, hacerlo desaparecer (1989, p. 7).

Sentir es lo propio de los vivos. Saber es lo propio de los muertos. Sentir es lo propio de lo niño (no es una errata, es García Calvo). Saber es lo propio de lo adulto. Lo niño (que cunde más entre los niños) está vivo. Las adultas están, estamos, muertas todas. ¿Qué me está pasando a mí, pues, cuando, tras leer a Vilar Madruga, a García Calvo y a Alexanthropos Alexgaias (nuestra siguiente aliada), siento la adultez o sé de mi adultez? No es sino la muerte, máxima expresión del Estado y el Capital, o del estado patriarcal, o del «marco autoritario, adultocentrista y mercantil» (Alexgaias, 2013, p. 24) acechándome, echándoseme encima y finalmente devorándome. Soy, además, la presa perfecta: estoy en el tramo de edad en que, siguiendo a Alexgaias, se maximizan mis privilegios. Sentir la muerte no es verdaderamente sentir, del mismo modo que el niño que se aprende de memoria el soniquete de que quiere lo mismo a mamá que a papá, ni quiere ni nada, como bien nos recuerda Calvo en su ponencia. Sentirse muerta, como saberse muerta, son estados de asimilación del Orden (mayúscula garciacalviana), o lo que El manifiesto antiadultista, escrito por Alexanthropos Alexgaias (17 años)* (la autora firma así, poniendo su edad entre paréntesis después de su nombre) denomina integración en el sistema adultocéntrico que nos gobierna.

Vilar Madruga nos pone delante una fábula oscura y lúbrica (como oscuros y lúbricos son los dramas, como oscuros y lúbricos son los coños) que ilustra todas estas inquietudes, inquietudes que una muy probable lectora adultista tacharía de piterpanescas, de snobs, de, incluso, fascistoneoliberal reivindicación de la juventud y desprecio de los viejos. Para denostarla, una muy probable crítica literaria adultocéntrica podrá tildar La tiranía de las moscas de novela juvenil y pedagógica, siendo como sin duda es adultocéntrica la división editorial entre literatura infantil, juvenil (dentro de esta existe, además, el nicho de mercado «para adultos jóvenes») y luego ya viene lo que el canon llama La Literatura, que, por ser la referencia a todas las demás, no tiene necesidad de atributo edatario (aunque sí muchos otros, siendo el que más lo peta ahora mismo el de literatura a/ ante/ bajo/ cabe/ con/ contra/ de/ desde/ durante/ en/ entre/ hacia/ hasta/ mediante/ para/ por/ según/ sin/ sobre/ tras mujeres).

¡Pero qué pedagogía la de Vilar Madruga, amigas! ¡Y qué tradición fabulística en la que se incardina La tiranía de las moscas! ¡Ojalá hubiera caído en mis manos, siendo chavala, un libro como este, en el que se invita a los hijos a rebelarse contra sus padres, y no en un sentido metafórico: que Vilar nos da buenas razones no para hacerlos entrar en razón, no para politizarlos en el bien común: para matarlos, carajo, como una George Orwell de Rebelión en la granja! Inscrita en la antiadultista tradición de El guardián entre el centeno de Salinger, de El Principito de Saint-Exupéry, de Memorias de una vaca de Bernardo Atxaga, de Los niños tontos de Ana María Matute, de El tigre de Mary Plexiglàs (primer libro que me leí en catalán y que para mi sorpresa era un cancionero punk de lectura obligatoria en los institutos) de Miquel Obiols; engarzada, como digo, en ese collar de perlas, está La tiranía de las moscas cometiendo sus pecados. El de «la imaginación desbordada de las mujeres», como la llama Calvo en su Cómo matar un niño…, el primero. La dominación de la imaginación de las mujeres es (…) una de las funciones esenciales en los procesos educativos de una sociedad patriarcal (…) Efectivamente se reconoce que una imaginación descontrolada o desbordada por parte de las mujeres sería un peligro de los más radicales que se le podían ofrecer al orden patriarcal, por eso pone mucho cuidado en controlar la imaginación femenina (1989, p. 20).

Recordemos la primera frase que nuestros carceleros de la educación reglada nos hicieron leer en la pizarra: Mi mamá me mima. No olvidemos, por favor, el primer dibujo que a todas nos mandaron hacer entre los muros del presidio escolar: el retrato de nuestra familia. En La tiranía de las moscas ni la mamá mima ni el papá posa con los hermanitos y un solecito en lo alto. En La tiranía de las moscas la hermana mayor es una shakesperiana heroína llamada Casandra cuya epopeya consiste en la autodeterminación de su sexualidad contra el reaccionarismo tiránico por parte de su padre y patologizante por parte de su madre.

Shakespeare —cuenta Casandra en la página 96— conocía todos estos asuntos mejor que yo. Mejor que nadie en el mundo, a decir verdad, porque cuando Julieta se asomó al balcón, no contemplaba a Romeo, sino que presionaba su cuerpo contra el ya mencionado objeto de piedra caliza, presionaba su cuerpo para recibir todo el amor y el deseo, un amor de cal veronesa, más eterno que cualquier otra forma de cariño que un Romeo cualquiera pudiera haber brindado. Solo hay que leer entre líneas la dramaturgia isabelina, ¿okey? Solo hay que leer entre líneas a Shakespeare para entender la pasión de Julieta por los objetos de su amor. No lo digo yo, que me llamo Casandra y que vivo en el calor de este verano sin fin, lo dijo Shakespeare, que escribía mejor y más bonito.

Nuestra protagonista y narradora principal ha hecho la mejor exégesis posible de Romeo y Julieta, y se la aplica. Shakesperiana pero lejos de todo romanticismo (o sea, entendiendo bien que Shakespeare es un coño, o sea, un drama: oscuro y lúbrico a un tiempo, como ya he dicho), su imaginación desbocada no es sino lucidez acerca de qué es la vida y qué es la muerte, qué es el sentir verdadero y qué el saber aprendido (el amor romántico, entre otras cosas): ella ama de manera verdadera los objetos, siendo su amada predilecta un puente, el cual, con todo derecho, considera femenino (no sé qué le disgusta más a papá: que desee a un puente o que el objeto de mi amor sea una esencia femenina):

—Es una generalización que nos permitirá a ambas conducir este diálogo hacia tu interés erótico por los objetos… Responde esta pregunta: ¿no te atraen los seres humanos?

—No.

—¿Por qué?

—De nuevo, un blablá idiota.

—¿Por qué?

—Los seres humanos no tienen olor a óxido.

—Es un buen punto. ¿Hablas de tu… aproximación…?

—La palabra es «relación».

—Una relación indica un vínculo entre dos personas, Casandra. Algo inanimado no puede ofrecerte ningún tipo de vínculo.

—Eso dices tú. ¿Qué vas a saber? Yo no he visto nada más inanimado que papá. Igual te acostaste con él, ¿no?…

La tiranía de las moscas habla de la familia y del Estado como estructuras inherentemente violentas, como las dos grandes aliadas en el sostenimiento de la opresión. La relación dialéctica entre padres e hijos es necesaria para que se dé la relación dialéctica entre pueblo y Estado, y viceversa. Alguna ombligoccidental lectora habrá que piense que el contexto cubano en que se desarrolla la novela limita su crítica al régimen comunista, no dando por aludida a su propia capitalista democracia. Despierta, lectorcilla con derechillo al voto: el tirano padre de Casandra, Calia y Caleb, tartamudo por la gracia de la Revolución y por ello conversor, como un Rey Midas asqueroso, de todo lo que toca en mierda (el tartajeo le hace llamar a sus hijos Cacasandra, Cacalia y Cacaleb); ese tirano es el mismo y es la misma que sale dando la chapa en el Congreso de los Diputados y habla de la cacalidad de nuestra democracracracia, de nuestros derechochos, de nuestra papatria y hasta de fefeminismo.

La tiranía del las moscas – Elaine Vilar Madruga

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