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La tierra prometida

La tierra prometida - Henrik Pontoppidan

La tierra prometida - Henrik Pontoppidan

Resumen del libro:

En La tierra prometida, el autor nos pinta un vivísimo cuadro de los conflictos personales, políticos y sociales que convulsionan Europa en los albores de la modernidad. El libro nos narra una utopía mesiánica en la Dinamarca de finales del siglo XIX. Como expresión que es de la irracionalidad reprimida en una época dominada por el culto a la razón y los avances tecnológicos pero incapaz de imponer la justicia, esta utopía quijotesca, que confunde los sueños con la realidad y el reino de Dios con el reino de este mundo, no puede dejar de resultar actual.

LIBRO PRIMERO

I

Durante varios días se había cebado sobre la comarca la furia de un tiempo del Señor. La tormenta había venido del Este, a caballo en desgarradas nubes plomizas, azotando a su paso a la tierra. Grandes copos de espuma eran lanzados a lo alto; en muchos sitios, los campesinos habían perdido la sementera de invierno; las praderas yacían quemadas, y los hoyos, llenos de tierra y arena. El agua que no pudo encontrar salida se desbordó por tierras y caminos. Por todas partes, árboles derribados, postes de telégrafo rotos, graneros destruidos y pájaros muertos, que el huracán había abatido contra el suelo, matándolos en el acto.

En la pequeña aldea de Vejlby, situada, sin amparo, en la cima de una colina alta, una noche, el viento derribó con tal fuerza una vieja hilera de casas, que los vecinos de la aldea saltaron de sus lechos y se lanzaron a la calle en paños menores. Esa misma noche fueron derribados de los tejados los tubos de las chimeneas, y en el huerto del párroco no había quedado en los árboles ni un nido de estornino. Ni siquiera al párroco habían perdonado los poderes celestiales. Cuando por la mañana, en toda la furia del temporal, se asomó al balcón para ver la desolación, la tormenta le arrancó de su blanca cabeza el sombrero, lo lanzó contra la tierra como un balón, haciéndolo rodar por el camino como una rueda y, pese a todos los esfuerzos para cogerlo, se lo llevó consigo, en medio de un torbellino de polvo.

No había memoria de días como aquéllos.

—¡Que el Señor guarde a los que están en el mar! —decía la gente a través de rugido del temporal al encontrarse en la calle, mientras se abría camino paso a paso, doblando el cuerpo hacia delante y andando sobre los talones de sus zuecos, con la tormenta a la espalda.

«¡Felices los que tienen techo y buena salud!», pensaban los que estaban en sus camas, en las habitaciones semioscuras, en las que, incluso a mediodía, apenas podía verse para leer su periódico, mientras a su alrededor se cantaba y ululaba, como si todos los malos espíritus anduviesen sueltos por la aldea.

En las cuadras, los caballos, con las orejas levantadas, temblaban de angustia; las vacas mugían a porfía, como si estuviesen bajo un incendio; los gatos maullaban, quejumbrosos, y los perros daban vueltas, olfateando intranquilos.

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