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La tierra errante

La tierra errante - Liu Cixin

La tierra errante - Liu Cixin

Resumen del libro:

El sol se está muriendo, y la Tierra, consumida por los últimos suspiros de esta estrella, también desaparecerá. Pero la humanidad, en lugar de abandonar el planeta, construye doce mil grandiosos motores de fusión para desorbitar la Tierra y propulsarla hacia Próxima Centauri en un viaje que durará siglos… Con una profundidad y una maestría propias de los grandes genios, las historias de Cixin Liu llevan al lector al borde del tiempo y del universo, pero sobre todo muestran los intentos de la humanidad por sobrevivir en un cosmos desolado

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ERA DE LA FRENADA

Nunca he visto la noche. Nunca he visto las estrellas. Tampoco he visto la primavera ni el otoño ni el invierno. Nací a finales de la Era de la Frenada, justo cuando la Tierra dejó de girar.

Detener su rotación había costado cuarenta y dos años, tres más de lo previsto por la Coalición. Mi madre me contó el último atardecer que vio a nuestra familia: el Sol descendió muy despacio, como si se hubiese quedado clavado en el horizonte. Tardó tres días y tres noches en desaparecer (a partir de entonces, claro está, dejaron de existir los días y las noches propiamente dichos). El hemisferio este quedó así sumido en un perpetuo atardecer que duraría mucho tiempo, algo más de una década, con el Sol detrás mismo del horizonte iluminando la mitad del cielo. Justo entonces, durante aquel interminable crepúsculo, nací yo.

No se trataba de un atardecer sombrío: los motores de la Tierra llenaban de luz todo el hemisferio norte. Estaban instalados por toda Asia y el norte de América, los únicos dos continentes con una estructura tectónica lo suficientemente sólida como para soportar su empuje. Eran doce mil en total, distribuidos a lo largo y ancho de las Grandes Llanuras del continente americano y de la estepa euroasiática.

Desde donde yo vivía podían verse los haces de plasma que emitían. Imagina un palacio enorme, tan grande como el Partenón de la Acrópolis de Atenas, apuntalado por un sinfín de gigantescos pilares de resplandeciente luz blanca azulada; enormes tubos fluorescentes bajo los cuales tú no fueras más que un microbio en el suelo. Así me sentía yo en el mundo. A decir verdad, esa metáfora no es del todo acertada, pues si la rotación de la Tierra consiguió detenerse fue gracias a la componente tangencial del empuje generado por sus motores, lo cual obligaba a que el chorro de plasma adoptase un ángulo preciso: los haces de luz gigantes estaban torcidos. Aquel gran palacio luminoso nuestro se inclinaba como si estuviese al borde del colapso. Enfrentados a tan impactante imagen, no pocos visitantes procedentes del hemisferio sur habían sufrido arrebatos de pánico.

Aún más terrible resultaba el calor de los motores: la temperatura exterior llegaba a alcanzar los setenta u ochenta grados centígrados, lo cual nos obligaba a ponernos trajes refrigerantes antes de salir. El calor causaba, además, tormentas frecuentes. La escena que se desencadenaba cuando los haces de luz de los motores topaban con nubarrones era de pesadilla: las nubes dispersaban la luz blanquiazul en una infinidad de halos iridiscentes que se multiplicaban de forma frenética hasta que el cielo entero refulgía como si estuviera cubierto de candente lava blanca. En una de esas ocasiones, mi abuelo, ya senil, harto del calor y viendo que afuera comenzaba a llover, se quitó la camisa y salió corriendo por la puerta sin que nos diera tiempo a detenerlo. Las gotas de lluvia, supercalentadas por los haces de luz de los motores de la Tierra, le causaron tales quemaduras que la piel se le caía a tiras.

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