Resumen del libro:
“La Tierra de Ana”, obra magistral del renombrado autor Jostein Gaarder, nos sumerge en una cautivadora travesía entre realidades y generaciones. Este relato, tejido con maestría narrativa, sigue la vida de Ana, una joven que, al recibir un antiguo anillo con un rubí como regalo de cumpleaños, despierta una conexión profunda con el pasado y un sentido agudo de responsabilidad hacia el futuro.
Gaarder, reconocido por su obra filosófica “El mundo de Sofía”, demuestra una vez más su destreza al combinar elementos de fantasía y conciencia ambiental en esta obra. El autor utiliza la historia de Ana como un vehículo para explorar las consecuencias de las acciones humanas en el planeta, proyectando una visión desafiante del año 2082, donde la Tierra sufre las secuelas de la imprudencia ambiental.
La trama se desenvuelve con una elegancia que fusiona el misterio del pasado con la urgencia del presente, cuando Ana, guiada por sueños visionarios, se embarca en una misión junto a su amigo Jonás para evitar la inminente catástrofe ambiental. A través de sus esfuerzos por concientizar sobre la amenaza del cambio climático, la emisión descontrolada de CO2 y la explotación indiscriminada de recursos, Gaarder nos confronta con la cruda realidad que enfrentamos en el mundo actual.
El simbolismo del antiguo anillo como catalizador de la conciencia y la conexión entre generaciones añade una capa profunda a la trama, cuestionando la herencia que dejamos a las futuras generaciones. Ana, en su carrera contra el tiempo, encarna la lucha individual frente a un problema global, convirtiéndose en un personaje emblemático de la conciencia ambiental.
En resumen, “La Tierra de Ana” no solo es una fascinante exploración de la fantasía y la ecología, sino también una llamada de atención poética sobre la responsabilidad compartida que todos tenemos hacia nuestro planeta. Gaarder, con su prosa envolvente y su capacidad para mezclar la reflexión filosófica con la narrativa cautivadora, nos ofrece una obra que no solo entretiene sino que también invita a la reflexión sobre el impacto de nuestras acciones en el mundo que habitamos.
Paseo en trineo
Desde que era capaz de recordar, en Nochevieja las familias del pueblo subían en trineo hasta las granjas de verano. Los caballos se almohazaban y se adornaban para recibir el nuevo año, y en los trineos se colgaban cascabeles y se ponían antorchas encendidas para iluminar la oscuridad de la noche. Algunos años, una máquina de abrir pistas de esquí subía antes para que los caballos no patinaran en la nieve suelta. Lo importante era llegar a la montaña cada Nochevieja no en esquís o en moto de nieve, sino en caballo y trineo. La Navidad era mágica en sí, pero el viaje en trineo hasta las granjas de verano arriba en la montaña era la verdadera aventura del invierno.
Todo era diferente en Nochevieja. Niños y adultos revueltos. Era el único día del año en el que las familias se mezclaban por completo. En solo el transcurso de una noche se salía de un año y se entraba en otro. Se pisaba una frontera invisible entre lo que había sido y lo que vendría. ¡Feliz Año Nuevo! ¡Gracias por todo, en este año que acaba!
A Ana le encantaba la Nochevieja, y era incapaz de decidirse por lo que más le gustaba de todo: si subir a la granja de verano para celebrar lo poco que quedaba de año o si el camino de regreso, bajar de nuevo al pueblo bien envuelta en una manta de lana y con el cálido brazo de su madre, de su padre o de algún vecino rodeándole el hombro.
Pero en la Nochevieja del año en el que Ana cumplió 10 años no había caído nada de nieve, ni arriba en las alturas ni abajo en el pueblo. La helada se había agarrado ya al paisaje, pero salvo alguna pequeña mancha aquí y allá, la montaña estaba desnuda, sin nada de nieve. Incluso el imponente pico estaba vergonzosamente desnudo bajo el cielo abierto, despojado de su blanco abrigo de invierno.
Entre los adultos se murmuraba algo sobre «calentamiento global» y «cambio climático», y Ana se fijó en estas nuevas palabras. Por primera vez en su vida tuvo una ligera noción de que el mundo se estaba deteriorando.
Pero nada ni nadie les impediría subir a la montaña en Nochevieja, y el único medio de transporte posible era el tractor. Además, este año la visita tradicional a las granjas de verano tendría que hacerse durante el día porque, sin nieve en la montaña, la Nochevieja sería tan oscura que no se vería absolutamente nada. Ni siquiera las antorchas serían de mucha ayuda, y además estas tendrían un aspecto ridículo en los tractores o remolques.
En consecuencia, temprano el día de Nochevieja, cinco tractores subían a paso de tortuga por el bosque de abedules camino de la montaña, cargados de buena comida y bebida. Con nieve o sin ella, había que conseguir a toda costa un brindis por el año nuevo y algunos juegos en el suelo helado.
En estas Navidades no solo se hablaba de la ausencia de nieve. Después de Nochebuena, se había visto en un par de ocasiones renos salvajes abajo en el pueblo junto a las granjas, y se bromeaba con que Papá Noel se habría olvidado de algunos de sus renos tras repartir los regalos en Nochebuena.
Ana comprendió que esto de los renos era algo aterrador e inquietante. Nunca hasta entonces había ocurrido que renos salvajes bajaran hasta las poblaciones. En una granja intentaron alimentar a uno de ellos muerto de miedo, y en los periódicos salieron fotos: «Renos salvajes ocupan los pueblos de la montaña».
Un cortejo de tractores con remolque subía hacia la montaña el último día de diciembre, y Ana, junto con otros niños, iba sentada en el primero de ellos. Cuanto más subían, más vidrioso se iba volviendo el paisaje helado, lo que significaba que había llovido justo antes de llegar la helada, silenciando todo lo que fluía.
Descubrieron el cuerpo de un animal en la cuneta, y todos los tractores se detuvieron. El animal muerto era un reno, estaba congelado. Uno de los hombres explicó que había muerto por falta de comida.
Ana no lo entendió bien. Pero un poco más tarde llegaron arriba y vio que todo el paisaje estaba helado. No era posible desprender ni una piedrecita, ni restos de ninguna planta del agarre de la helada.
Pasaron junto al lago Brea, y allí los cinco tractores se detuvieron de nuevo. Esta vez los conductores incluso apagaron los motores. Dijeron que el hielo era seguro, y tanto niños como adultos salieron disparados hacia el lago. El hielo era transparente y la alegría se fue transmitiendo de unos a otros al descubrir que podían ver las truchas nadando bajo el hielo.
Sacaron pelotas y balones, palos de bandy y tablas para deslizarse. Pero Ana se apartó un poco de los demás y se puso a andar por la orilla, mirando el brezo congelado. Debajo de una fina capa de hielo podía ver musgo y líquenes, camarina negra y gayubas con hojas de un intenso color rojo. Era todo muy bonito, como si hubiese llegado a un mundo más noble y más refinado que el suyo. Pero al instante descubrió un ratón muerto… y luego otro. Y debajo de un arbusto encontró también un lemming muerto. Entonces Ana comprendió, y de repente todo lo que le había parecido un hermoso cuento había terminado. Ella sabía que en invierno los ratones y los lemmings vivían entre arbustos y maleza, debajo de suaves edredones de nieve en la montaña. Pero cuando no había suaves edredones de nieve, la supervivencia ya no resultaba fácil a los lemmings y ratones.
Ana entendió por qué los renos salvajes bajaban de la montaña. Y no tenía nada que ver con Papá Noel.
…