Resumen del libro:
“La Taza de Oro” de John Steinbeck nos transporta a una época de intriga y audacia, donde la piratería era un oficio legal y patriótico en medio de la lucha entre naciones. Este relato histórico se enfoca en la vida de Henry Morgan, un pirata legendario del siglo XVII que desempeñó un papel crucial en la guerra entre España e Inglaterra. Nombrado almirante por los bucaneros, Morgan lideró una expedición audaz que arrasó con Puerto Príncipe y Porto Bello. Sin embargo, es la conquista de Panamá, conocida como “la Taza de Oro,” lo que atrapa la atención del autor, John Steinbeck.
El novelista ganador del Premio Nobel, John Steinbeck, ofrece una narración cautivadora que desentraña la vida y las hazañas de Morgan en un momento en que el deseo de riqueza y aventura era desenfrenado. Steinbeck teje una trama magistral llena de detalles históricos y personajes complejos que exploran la psicología de los piratas y sus motivaciones. A través de su prosa perspicaz, el autor transporta al lector a un mundo peligroso y emocionante, donde la línea entre la audacia y la locura se difumina.
“La Taza de Oro” es una obra que combina hábilmente el rigor histórico con la narrativa envolvente, y presenta a Henry Morgan como un personaje ambivalente, a menudo controvertido, que desencadena una serie de eventos impactantes en la historia de la piratería. John Steinbeck nos brinda una visión fascinante de esta era de osadía y aventura, manteniendo a los lectores cautivados a lo largo de esta inolvidable novela histórica.
Uno
I
El viento llevaba toda la tarde filtrándose por los pequeños valles galeses, anunciando al mundo la llegada del invierno desde el polo; y el río llevaba el leve plañido de hielo nuevo. Era un día triste, un día de lúgubre inquietud, de descontento. El suave viento parecía celebrar la pérdida de algo alegre con una tierna y delicada elegía. Pero en los pastizales, los grandes caballos de carga pateaban nerviosos y los pajarillos pardos volaban en grupos de cuatro o cinco gorjeando de árbol en árbol por todo el campo, buscando y llamando reclutas para el viaje hacia el sur. Algunas cabras se encaramaban en lo alto de los riscos y se quedaban largo rato mirando con sus ojos amarillos a lo alto, olfateando el aire.
La tarde transcurrió despacio, como una lenta procesión hacia la noche; y, siguiendo los pasos a la noche, se alzó un viento agitado que susurraba entre los pastos secos y volaba gimiendo por los campos. La noche cayó como un manto negro y el Santo Invierno envió su nuncio a Gales.
Junto a la carretera que delineaba el valle, seguía una hendidura entre las colinas y salía al mundo, se alzaba una vieja casa de piedra y bálago. Los Morgan que la habían construido habían Apostado contra el tiempo y casi habían ganado.
Dentro, el fuego ardía en el hogar; una olla de hierro colgaba sobre las llamas y un horno de hierro negro se ocultaba en las ascuas que caían alrededor de las llamas.
La viva luz de las llamas relumbraba en las puntas de las largas lanzas de los armeros de las paredes; no se usaban desde hacía cien años, desde que Morgan vociferara entre las tropas de Glendower y temblara de furia ante las líneas inexpugnables de Iolo Goch.
Los enormes cierres metálicos de un arcón que había en una esquina, absorbían la luz y resplandecían esplendorosamente. El arcón contenía papeles y pergaminos y pieles sin curtir, escritos en latín y en inglés y en la antigua lengua cirílica: Morgan nació, Morgan se casó, Morgan nombrado caballero, Morgan ahorcado. Allí se guardaba la historia de la casa, vergonzante y gloriosa. Pero la familia era pequeña ahora y no era muy probable que añadieran al arcón más datos que la simple crónica: Morgan nació… y murió.
Allí estaba el viejo Robert, por ejemplo, sentado en su butaca de alto respaldo, contemplando sonriente el fuego. Era la suya una sonrisa de perplejidad y de extraño desafió pasivo. Se diría que se proponía avergonzar al destino responsable de su existencia riéndose de él. Consideraba a menudo cansinamente su existencia, asediada por las pequeñas frustraciones que la escarnecían como niños callejeros torturando a un tullido. Al viejo Robert le parecía extraño que él, que sabía mucho más que sus vecinos, que había meditado tan interminablemente, no fuera ni siquiera un buen labrador. Pensaba a veces que comprendía demasiadas cosas para hacer alguna vez bien alguna.
Y así, el viejo Robert bebía a sorbos la cerveza amarga de fabricación propia y sonreía al fuego. Sabía que su esposa estaría susurrando excusas por él y que los braceros de los campos se quitaban el sombrero para saludar a Morgan, no a Robert.
Ni siquiera consideraban incompetente a su anciana madre Gwenliana que temblaba ahora allí a su lado junto al fuego como si el viento que soplaba alrededor de la casa le diera frío. En las chozas de los aparceros sentían por ella cierto temor y un gran respeto. Los días que se sentaba en el huerto a celebrar su sesión nigromántica veías siempre a algún campesino alto abrazando ruboroso el sombrero contra el pecho y escuchando la magia de Gwenliana. Hacía ya muchos años que practicaba la clarividencia y se enorgullecía de ello. Y aunque la familia sabía que sus profecías eran simples conjeturas cuya sagacidad iba disminuyendo con los años, la escuchaban con respeto y temor simulado y le pedían que les dijera dónde podían hallar los objetos perdidos. Y cuando después de sus místicos recitados las tijeras no aparecían bajo la segunda tabla del cobertizo, simulaban encontrarlas de todas formas; pues, despojada del ropaje del augurio, Gwenliana habría sido sólo una anciana menuda y arrugada próxima a la muerte.
Este juego de aplaudir a una bobalicona era una dura carga para las creencias de Madre Morgan. Era una afrenta a su carácter, pues ella era una persona que, al parecer, había venido a este mundo para fustigar la necedad. Y consideraba puras sandeces todo lo que no tenía una relación clara con la iglesia ni con el precio de las cosas.
…