Resumen del libro:
Pedro, huérfano desde la infancia, va a parar a Ávila para su educación, al hogar sombrío de don Mateo Lesmes, que le inculcará la creencia de que para ser feliz hay que evitar toda relación con el mundo, toda emoción o afecto. Sólo la vitalidad de la juventud podrá hacerle superar este pesimismo inculcado. Sin embargo, los acontecimientos parecen obligarle a recordar lo aprendido… Con el estilo impecable que lo caracteriza, Delibes traza una obra inolvidable en que la muerte, que rodea constantemente al protagonista, es vencida al fin por la esperanza.
Capítulo primero
Un amigo hace sufrir tanto como un enemigo.
(Proverbio árabe).
Yo nací en Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo que el silencio y el recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más nacer. No dudo de que, aparte otras varias circunstancias, fue el clima pausado y retraído de esta ciudad el que determinó, en gran parte, la formación de mi carácter.
De mi primera niñez bien poco recuerdo. Casi puede decirse que comencé a vivir, a los diez años, en casa de don Mateo Lesmes, mi profesor. Me acuerdo perfectamente, como si lo estuviera viendo, del día que mi tutor me presentó a él…
Se iniciaba ya el otoño. Los árboles de la cuidad comenzaban a acusar la ofensiva de la estación. Por las calles había hojas amarillas que el viento, a ratos, levantaba del suelo haciéndolas girar en confusos remolinos. Hicimos el camino en la última carretela descubierta que quedaba en la ciudad. Tengo impresos en mi cerebro los menores detalles de aquella mi primera experiencia viajera. Los cascos de los caballos martilleaban las piedras de la calzada rítmicamente, en tanto las ruedas, rígidas y sin ballestas, hacían saltar y crujir el coche con gran desesperación de mi tío y extraordinario regocijo por mi parte.
Ignoro las calles que recorrimos hasta llegar a la placita silente donde habitaba don Mateo. Era una plaza rectangular con una meseta en el centro, a la que se llegaba merced al auxilio de tres escalones de piedra. En la meseta crecían unos árboles gigantescos que cobijaban bajo sí una fuente de agua cristalina, llena de rumores y ecos extraños.
Del otro lado de la plaza, cerraba sus confines una mansión añosa e imponente, donde un extraño relieve, protegido en una hornacina, hablaba de hombres y tiempos remotos; hombres y tiempos idos, pero cuya historia perduraba amarrada a aquellas piedras milenarias.
Cuando descendimos del coche experimenté una sincera vocación de ser auriga. Tenía el cochero un aspecto imponente encaramado en su sitial delantero, con los pies cubiertos por una media bota acharolada y unas polainas blancas protegiéndole sus piernas delgadas y sin forma. Pero mi tío, que no debía de sentir hacia él el mismo respeto que yo, le despidió tan pronto pusimos nuestras humanidades en tierra.
—Antes de nada —me dijo mi tío al verse a solas conmigo—, para cuando lo necesites, sabe que tu padre se llamó Jaime y tu madre María. —(En toda mi vida tuve otra idea de mis padres. En adelante, siempre que sus nombres debían figurar en algún documento, lo hice constar así, añadiendo, entre paréntesis, «fallecido», aun cuando, en realidad, nadie me hubiera asegurado tal desenlace). Acto seguido mi tío desvió sus consejos hacia otro lado—: Estate formal; procura causar a este hombre una buena impresión; no enredes ni te hurgues en las narices. En fin, pórtate como un caballero.
Dicho esto, nos acercamos a la casa, cuya fachada no podía ser más deprimente. (Tenía sólo dos pisos y, debajo, un entresuelo con ventanas bajas en vez de balcones. La parte izquierda de la casa tenía una sola fila de huecos aun cuando su superficie era más amplia que la de la derecha, recordando, por su especial asimetría, el desequilibrio de la faz de un tuerto). Mi tío anduvo un poco desorientado desde que entramos en la casa. Todo se le hacía mirar y remirar con atención todas las puertas con que tropezábamos. A tal punto llegó su falta de dominio de la situación, que me subió hasta el segundo piso sólo para preguntar si vivía allí don Mateo Lesmes. Le dijeron que el señor Lesmes vivía abajo, en el entresuelo, y tuvimos que deshacer el camino andado, sin rechistar. (Pensé, para mí, que en contra del sistema de mi tutor, si se ignora el piso de la persona que buscamos, resulta más provechoso preguntar abajo que subir hasta el último piso, para luego, a lo mejor, tener que volver a bajar. No le dije nada, sin embargo, porque ya me había encarecido, en reciente ocasión, que le molestaba que un mocosuelo como yo tratase de enmendar sus decisiones).
…