Adam Dalgliesh
La sala del crimen
Resumen del libro: "La sala del crimen" de P. D. James
El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.
Las personas y el lugar
Viernes 25 de octubre — Viernes 1 de noviembre
El viernes 25 de octubre, exactamente una semana antes de que se descubriese el primer cadáver en el Museo Dupayne, Adam Dalgliesh visitó el lugar por primera vez. La visita fue fortuita, la decisión, impulsiva, y más adelante recordaría aquella tarde como una de esas raras coincidencias de la vida que, pese a darse con mucha mayor frecuencia de la que razonablemente cabría esperar, nunca dejan de sorprender.
Había abandonado el edificio del Ministerio del Interior en Queen Anne’s Gate a las dos y media, tras una larga reunión que se había prolongado toda la mañana y que sólo se había visto interrumpida unos minutos para hacer la pausa habitual de los bocadillos envasados y el café insulso, y estaba recorriendo la escasa distancia que lo separaba de su despacho en New Scotland Yard. Iba solo, y eso también era fortuito: la representación policial en la reunión había sido muy numerosa y, por lo general, Dalgliesh se habría marchado con el subcomisario, pero uno de los subsecretarios del Departamento de Policía Criminal le había pedido a éste que se pasase por su despacho para discutir una cuestión que nada tenía que ver con el asunto de la reunión, por lo que Dalgliesh había salido solo. La reunión había arrojado como resultado la consabida imposición del papeleo y mientras acortaba camino por la estación de metro de Saint James’s Park en dirección a Broadway, se debatía entre regresar a su despacho y arriesgarse a sufrir una tarde llena de interrupciones o llevarse los papeles a casa a su piso a orillas del Támesis y trabajar en paz.
Nadie había fumado en la reunión, pero la atmósfera estaba muy cargada debido a la concentración humana y la falta de ventilación, y en ese momento se deleitaba respirando aire puro y fresco, aunque fuese por tan breve espacio de tiempo. Aunque el día presagiaba borrasca, hacía una temperatura inusualmente suave para aquella época del año. Los cúmulos de nubes atravesaban el cielo, de un azul transparente, sin dejar de dar vueltas, y podría haberse imaginado que era primavera salvo por el penetrante olor a mar del río, tan propio de la estación otoñal —sin duda en parte imaginado— y las bofetadas cortantes del viento cuando salió de la estación.
Al cabo de unos segundos vio a Conrad Ackroyd de pie en el bordillo de la acera en la esquina de la calle Dacre, mirando de izquierda a derecha con esa mezcla de ansiedad y esperanza típica de alguien que espera parar un taxi. Casi de inmediato, Ackroyd lo vio y se acercó caminando hacia él, con los dos brazos extendidos y el rostro sonriente bajo el sombrero de ala ancha. Dalgliesh no tenía modo de evitar el encuentro, y en realidad, tampoco deseaba hacerlo. Pocas personas se mostraban reacias a ver a Conrad Ackroyd: su constante buen humor, su interés por los detalles insignificantes de la vida, su afición a los chismorreos y, por encima de todo, su juventud en apariencia eterna resultaban tranquilizadores. Estaba exactamente igual que cuando Dalgliesh y él se habían conocido décadas antes. Costaba pensar que Ackroyd pudiese sucumbir a una enfermedad grave o sufrir una tragedia personal, y a sus amigos la noticia de su muerte les habría parecido una inversión del orden natural de las cosas. Tal vez, pensó Dalgliesh, en ello residía precisamente el secreto de su popularidad: transmitía a sus amistades la reconfortante ilusión de que el destino era benevolente. Como siempre, iba vestido de forma simpáticamente excéntrica. Llevaba el sombrero de fieltro de ala flexible ladeado con gracia, y cubría su cuerpo menudo, pero fuerte, con una capa de tweed de cuadros escoceses morados y verdes. Dalgliesh no conocía a ningún otro hombre que se pusiese polainas, y en ese momento las llevaba.
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P. D. James. Conocida por su maestría en el género de la novela policíaca, Phyllis Dorothy James, OBE, más conocida como P. D. James, cautivó a lectores de todo el mundo con su ingenio literario. Nacida en Oxford en 1920, se destacó no solo como escritora, sino también como funcionaria pública y administradora.
Sus obras más famosas, protagonizadas por el perspicaz inspector Adam Dalgliesh, como "Un impulso criminal" y "Muerte de un forense", la consagraron como una de las grandes de la literatura detectivesca. Pero su genio no se limitó a Dalgliesh; creó también a la intrépida Cordelia Gray, en novelas como "No apto para mujeres".
Aunque sus raíces se hundían en el misterio, James demostró su versatilidad con "The Children of Men", una incursión en la literatura futurista, llevada al cine con éxito por Alfonso Cuarón.
Sus memorias, "La hora de la verdad: un año de mi vida", revelan las experiencias que moldearon su singular visión del crimen y la justicia. Además de su vasta obra de ficción, exploró el género no ficcional con títulos como "La octava víctima", que coescribió junto a Thomas A. Critchley.
P. D. James dejó un legado imborrable en la literatura mundial, trascendiendo el género detectivesco para convertirse en un ícono literario venerado por generaciones. Su aguda percepción, su narrativa envolvente y sus personajes inolvidables aseguran que su obra perdurará por generaciones venideras.