Resumen del libro:
La ruta de Don Quijote, publicada en 1905, es una obra singular de Azorín que, partiendo de un encargo periodístico, trasciende las fronteras del reportaje para convertirse en una reflexión profunda sobre la identidad y el alma de España. En el año del tercer centenario de la publicación del Quijote, Azorín viaja por La Mancha, siguiendo los pasos de don Quijote y Sancho Panza. Cada pueblo, cada paisaje, lo lleva a meditar sobre la historia y el tiempo, no solo de los lugares cervantinos, sino del país entero.
El libro no es solo una guía física por los territorios manchegos mencionados por Cervantes, sino un recorrido simbólico que se mezcla con la sensibilidad del autor. Azorín convierte su viaje en una excusa para reflexionar sobre el devenir de la nación. A través de descripciones detalladas y emotivas, logra capturar la esencia de un lugar que parece detenido en el tiempo, al igual que su teoría sobre la eternidad de las cosas simples, un tema recurrente en su obra.
Lo que podría haberse quedado en una serie de crónicas periodísticas, adquiere aquí un tono literario que fascina por su estilo sobrio y evocador. Azorín se detiene en los detalles más nimios: la luz del amanecer en un pueblo solitario, el silencio de los campos o la sombra de un molino abandonado. Estos elementos cobran un sentido metafísico en sus manos, transformando el paisaje manchego en un espejo de la condición humana y, sobre todo, de la historia española.
Azorín, pseudónimo de José Martínez Ruiz, fue un destacado escritor, ensayista y miembro de la Generación del 98, un grupo de autores que se caracterizó por su preocupación por la decadencia y el destino de España. En La ruta de Don Quijote, este espíritu de renovación se manifiesta claramente, no solo en el tema del viaje, sino en la búsqueda de respuestas sobre la esencia del país. A lo largo de su obra, Azorín nos invita a un diálogo entre pasado y presente, en el que el tiempo parece diluirse en una visión nostálgica y serena.
En conclusión, La ruta de Don Quijote es una obra que va más allá de su origen periodístico. Azorín aprovecha su peregrinaje por los lugares cervantinos para realizar una introspección sobre España y sobre el tiempo, dos temas fundamentales en su obra. Su prosa, delicada y melancólica, hace que el lector no solo acompañe a don Quijote en sus andanzas, sino que también se detenga a meditar, como el propio autor, sobre el sentido último de las cosas.
Dedicatoria
Al gran hidalgo don Silverio, residente en la noble, vieja, desmoronada y muy gloriosa villa del Toboso; poeta; autor de un soneto a Dulcinea; autor también de una sátira terrible contra los frailes; propietario de una colmena con una ventanita por la que se ve trabajar a las abejas.
AZORÍN.
I
La partida
Yo me acerco a la puerta y grito:
—¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!
Luego vuelvo a entrar en la estancia y me siento con un gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. La vida, ¿es una repetición monótona, inexorable, de las mismas cosas con distintas apariencias? Yo estoy en mi cuarto; el cuarto es diminuto; tiene tres o cuatro pasos en cuadro; hay en él una mesa pequeña, un lavabo, una cómoda, una cama. Yo estoy sentado junto a un ancho balcón que da a un patio; el patio es blanco, limpio, silencioso. Y una luz suave, sedante, cae a través de unos tenues visillos y baña las blancas cuartillas que destacan sobre la mesa. Yo vuelvo a acercarme a la puerta y torno a gritar:
—¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!
Y después me siento otra vez con el mismo gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. Las cuartillas esperan inmaculadas los trazos de la pluma; en medio de la estancia, abierta, destaca una maleta. ¿Dónde iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y mis cuartillas? Y oigo en el largo corredor unos pasos lentos, suaves. Y en la puerta aparece una anciana vestida de negro, limpia, pálida.
—Buenos días, Azorín.
—Buenos días, doña Isabel.
Y nos quedamos un momento en silencio. Yo no pienso en nada; yo tengo una profunda melancolía. La anciana mira inmóvil, desde la puerta, la maleta que aparece en el centro del cuarto.
—¿Se marcha usted, Azorín?
Yo le contesto:
—Me marcho, doña Isabel.
Ella replica:
—¿Dónde se va usted, Azorín?
Yo le contesto:
—No lo sé, doña Isabel.
Y transcurre otro breve momento de un silencio denso, profundo. Y la anciana, que ha permanecido con la cabeza un poco baja, la mueve con un ligero movimiento, como quien acaba de comprender, y dice:
—¿Se irá usted a los pueblos, Azorín?
—Sí, sí, doña Isabel —le digo yo—; no tengo más remedio que marcharme a los pueblos.
Los pueblos son las ciudades y las pequeñas villas de La Mancha y de las estepas castellanas que yo amo; doña Isabel ya me conoce; sus miradas han ido a posarse en los libros y cuartillas que están sobre la mesa. Luego me ha dicho:
—Yo creo, Azorín, que esos libros y esos papeles que usted escribe le están a usted matando. Muchas veces —añade sonriendo— he tenido la tentación de quemarlos todos durante alguno de sus viajes.
Yo he sonreído también.
—¡Jesús, doña Isabel! —he exclamado fingiendo un espanto cómico—. ¡Usted no quiere creer que yo tengo que realizar una misión sobre la tierra!
—¡Todo sea por Dios! —ha replicado ella, que no comprende nada de esta misión.
Y yo, entristecido, resignado con esta inquieta pluma que he de mover perdurablemente y con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días, he contestado:
—Sí, todo sea por Dios, doña Isabel.
Después ella junta sus manos con un ademán doloroso, arquea las cejas y suspira:
—¡Ay, Señor!
Y ya este suspiro que yo he oído tantas veces, tantas veces en los viejos pueblos, en los caserones vetustos, a estas buenas ancianas vestidas de negro; ya este suspiro me trae una visión neta y profunda de la España castiza. ¿Qué recuerda doña Isabel con este suspiro? ¿Recuerda los días de su infancia y de su adolescencia, pasados en alguno de estos pueblos muertos, sombríos? ¿Recuerda las callejuelas estrechas, serpenteantes, desiertas, silenciosas? ¿Y las plazas anchas, con soportales ruinosos, por las que de tarde en tarde discurre un perro o un vendedor se para y lanza un grito en el silencio? ¿Y las fuentes viejas, las fuentes de granito, las fuentes con un blasón enorme, con grandes letras, en que se lee el nombre de Carlos V o Carlos III? ¿Y las iglesias góticas, doradas, rojizas, con estas capillas de las Angustias, de los Dolores o del Santo Entierro, en que tanto nuestras madres han rezado y han suspirado? ¿Y las tiendecillas hondas, lóbregas, de merceros, de cereros, de talabarteros, de pañeros, con las mantas de vivos colores que flamean al aire? ¿Y los carpinteros —estos buenos amigos nuestros— con sus mazos que golpean sonoros? ¿Y las herrerías —las queridas herrerías— que llenan desde el alba al ocaso la pequeña y silenciosa ciudad con sus sones joviales y claros? ¿Y los huertos y cortinales que se extienden a la salida del pueblo, y por cuyas bardas asoma un oscuro laurel o un ciprés mudo, centenario, que ha visto indulgente nuestras travesuras de niño? ¿Y los lejanos majuelos a los que hemos ido de merienda en las tardes de primavera y que han sido plantados acaso por un anciano que tal vez no ha visto sus frutos primeros? ¿Y las vetustas alamedas de olmos, de álamos, de plátanos, por las que hemos paseado en nuestra adolescencia en compañía de Lolita, de Juana, de Carmencita o de Rosarito? ¿Y los cacareos de los gallos que cantaban en las mañanas radiantes y templadas del invierno? ¿Y las campanadas lentas, sonoras, largas, del vetusto reloj que oíamos desde las anchas chimeneas en las noches de invierno?
Yo le digo al cabo a doña Isabel:
—Doña Isabel, es preciso partir.
Ella contesta:
—Sí, sí, Azorín; si es necesario, vaya usted.
Después yo me quedo solo con mis cuartillas, sentado ante la mesa, junto al ancho balcón por el que veo el patio silencioso, blanco. ¿Es displicencia? ¿Es tedio? ¿Es deseo de algo mejor que no sé lo que es, lo que yo siento? ¿No acabará nunca para nosotros, modestos periodistas, este sucederse perdurable de cosas y de cosas? ¿No volveremos a oír nosotros, con la misma sencillez de los primeros años, con la misma alegría, con el mismo sosiego, sin que el ansia enturbie nuestras emociones, sin que el recuerdo de la lucha nos amargue, estos cacareos de los gallos amigos, estos sones de las herrerías alegres, estas campanadas del reloj venerable, que entonces escuchábamos? ¿Nuestra vida no es como la del buen caballero errante que nació en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez, si, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados… Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro símbolo y nuestro espejo. Yo voy —con mi maleta de cartón y mi capa— a recorrer brevemente los lugares que él recorriera.
Lector: perdóname; mi voluntad es serte grato; he escrito ya mucho en mi vida; veo con tristeza que todavía he de escribir otro tanto. Lector: perdóname; yo soy un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada.
…