Resumen del libro:
Con su habitual maestría Wilkie Collins vuelve a mantener en vilo la atención del lector de principio a fin en esta novela donde nada es lo que parece. La narración arranca presentándonos a la encantadora Emily, una muchacha huérfana cuyo padre murió cuatro años atrás de forma repentina mientras ella se hallaba lejos de su hogar. Emily acaba de terminar su formación en la escuela de la señora Ladd y está a punto de entrar a trabajar como secretaria para un anciano estudioso que investiga antiguos jeroglíficos. A partir de ahí se desencadenan los acontecimientos, en un vértigo que recuerda las mejores páginas de La dama de blanco y La piedra lunar. Emily comienza a percatarse de que todo el mundo parece ocultarle algo: su tía agonizante, la misteriosa profesora que la visita justo la última noche que pasará en el colegio y que luego desaparece repentinamente, la fiel criada de su tía, cuyo comportamiento resulta de lo más extraño… La existencia de un secreto planea sobre Emily, quien se verá poco a poco envuelta en un torbellino de misterios cada vez más inquietantes hasta llegar a una revelación fatal. Mirabel, secretamente enamorado de Emily, se mostrará dispuesto a hacer lo que sea con tal de ayudarla. Pero él también encierra un secreto, el más inquietante de todos…
CAPÍTULO I
Un festín de contrabando
Afuera del dormitorio la noche era oscura y silenciosa.
En el jardín, la llovizna era tan fina que no se la oía; en el aire estancado por la calma no se movía ni una hoja; el perro guardián dormía; los gatos habían buscado refugio en la casa; bajo el cielo lóbrego, ningún sonido, fuera próximo o distante, rompía el silencio.
En el dormitorio la noche era oscura y silenciosa.
La señora Ladd conocía demasiado bien sus deberes de directora de escuela como para permitir luces encendidas durante las noches; y se suponía que las jóvenes de la señora Ladd estaban profundamente dormidas, de acuerdo con los reglamentos de la institución. Sólo a ratos se interrumpía levemente el silencio, cuando el suave roce de unas sábanas delataba que una de las chicas se había dado la vuelta, intranquila, en su cama. En los largos períodos de quietud no se oía ni la suave respiración de las jóvenes dormidas.
El primer sonido revelador de vida y movimiento acusó el compás mecánico del reloj. Desde las regiones inferiores de la casa, la voz del Padre Tiempo anunció la hora que precedía a la medianoche.
Cerca de la puerta de la habitación, una voz suave se alzó desfallecida. Contó las campanadas del reloj y le recordó la hora a una de las chicas.
—¡Emily!, las once.
No hubo respuesta. Al cabo de un momento, la voz fatigada volvió a intentarlo, esta vez un poco más alto.
—¡Emily!
Una joven, cuya cama se encontraba en el extremo más alejado de la habitación, suspiró en el pesado bochorno de la noche y dijo en tono perentorio:
—¿Es Cecilia la que habla?
—Sí.
—¿Qué quieres?
—Tengo hambre, Emily. ¿La chica nueva duerme?
La chica nueva respondió rápida y resentida:
—No, no duerme.
Con un objetivo preciso en mente, las cinco vírgenes prudentes del primer curso de la señorita Ladd habían esperado una hora, en insomne anticipación, a que la desconocida se durmiera, ¡y todo para esto! Un coro de risas resonó en la habitación. La protesta de la chica nueva, mortificada y ofendida, fue categórica.
—¡Es vergonzosa la manera en que me tratáis! Todas desconfiáis de mí porque no me conocéis.
—Di mejor que no te entendemos y estarás más cerca de la verdad —contestó Emily en nombre de sus compañeras.
—¿Cómo podríais entenderme si he llegado apenas hoy? Ya os dije que me llamo Francine de Sor. Si queréis saber más, tengo diecinueve años y vengo del Caribe.
Emily siguió tomando la iniciativa.
—¿A qué has venido? —preguntó—. ¿Quién ha oído hablar de una joven que ingresa a una nueva escuela justo antes de las vacaciones? Tienes diecinueve años, ¿no es cierto? Yo tengo uno menos que tú y ya he terminado mis estudios. La que me sigue es un año más joven que yo y también los terminó. ¿Qué puede quedarte por aprender a tu edad?
—¡Todo! —exclamó la desconocida procedente del Caribe, al tiempo que rompía a llorar—. Soy una pobre chica ignorante. La educación que habéis recibido os debería llevar a compadecerme en vez de a burlaros de mí. Os odio a todas. ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!
Algunas de las jóvenes rieron. Una de ellas —la chica hambrienta que había contado las campanadas del reloj— se puso de parte de Francine.
—No haga caso de sus risas, señorita de Sor. Es verdad: no le faltan motivos para quejarse de nosotras.
La señorita de Sor se enjugó las lágrimas.
—Gracias… sea quien sea —respondió raudamente.
—Me llamo Cecilia Wyvil —prosiguió la otra—. Tal vez no haya sido muy amable de su parte decir que nos odiaba. Por otro lado, todas hemos olvidado nuestra buena educación, y lo menos que podemos hacer es pedirle perdón.
Esa expresión de generosidad pareció irritar a la joven imperiosa que solía tomar la iniciativa en el dormitorio. Quizás no estaba a favor del libre comercio en lo que tocaba al altruismo.
—Si hay algo que te puedo asegurar, Cecilia, es que a mí no me ganas si de generosidad se trata —dijo—. Que alguna de vosotras encienda una luz y echadme a mí la culpa si la señorita Ladd nos descubre. Quiero estrechar la mano de la chica nueva, y ¿cómo voy a hacerlo en la oscuridad? Señorita de Sor, mi apellido es Brown y soy la reina del dormitorio. Yo —y no Cecilia— le ofrezco nuestras disculpas, si la hemos ofendido. Cecilia es mi mejor amiga, pero no le permito que tome la iniciativa en este dormitorio. ¡Oh, qué hermosa bata de dormir!
La súbita luz de la vela había iluminado a Francine sentada en su cama, exhibiendo tales tesoros de auténtico encaje sobre el pecho que la reina perdió toda su dignidad real presa de una irreprimible admiración.
—Siete chelines y seis peniques —comentó Emily mirando su propia bata de dormir con aire de desdén.
Una tras otra, las muchachas se rindieron a los encantos del espléndido encaje. Esbeltas y regordetas, rubias y trigueñas se arremolinaron con sus tremolantes batas blancas en torno a la nueva pupila, y llegaron a una única y unánime conclusión: «¡Qué rico debe de ser su padre!»
Favorecida por la fortuna en lo tocante al dinero, ¿poseería también belleza esa persona envidiable?
…