Resumen del libro:
En día tórrido de verano la inspectora Elena Blanco, al frente de la Brigada de Análisis de Casos, irrumpe en la vivienda de una familia de clase media y llega hasta la habitación del hijo adolescente. En la pantalla de su ordenador se confirma lo que temían: el chico está viendo una sesión snuff en directo en la que dos encapuchados torturan a una chica. Impotentes, presencian cómo el sádico espectáculo continúa hasta la muerte de la víctima de la que, de momento,no conocen el nombre. ¿Cuántas antes que ella habrán caído en manos de la Red Púrpura?
La BAC ha estado investigando a esta siniestra organización desde que salió a relucir en el caso de «la novia gitana». Durante meses ha recopilado información de este grupo que trafica con vídeos de violencia extrema en la Deep Web, la cara oculta de la Red. Y a lo largo de todo este tiempo, Elena Blanco ha mantenido en secreto, incluso para su compañero el subinspector Zárate, su mayor descubrimiento y temor: que la desaparición de su hijo Lucas cuando no era más que un niño pueda estar relacionada con esa trama macabra.
¿Dónde está? ¿Quién es realmente ahora? ¿Y cuáles son los límites que está dispuesta a transgredir para llegar a la verdad?
Primera parte
REZARÉ
Rezaré por ti,
que tienes la noche en el corazón,
y, si quieres, creerás.
La mujer aguarda dentro del coche, abstraída del ambiente navideño. Al principio ha pensado que la radio podía servir de entretenimiento, pero no soporta la euforia impostada de los locutores, la obligación de transmitir alegría a los oyentes. La publicidad radiofónica, ya de por sí cargante, le resulta insufrible en estas fechas. Un villancico más y se abre las venas. Apaga la radio, ella no está para celebraciones.
Mira el reloj. Es tarde, la espera se está alargando más de lo previsto. Cansada, se deja hipnotizar por el tráfico, por las luces de neón, por la muchedumbre amorfa que baja por la calle. Sale del coche para estirar las piernas y nota el frío de diciembre en las orejas, en la nariz, en el pelo. Camina hacia el Mercado de San Miguel y se asoma a la plaza Mayor por la calle de Ciudad Rodrigo. Imposible distinguir en esa marea humana al hombre al que ha venido acompañando.
Cuando vuelve al coche, hay dos policías municipales tomando nota de la matrícula. Corre hacia ellos, se disculpa como puede. Ya se va, su marido está comprando un árbol de Navidad en el mercadillo, es solo un minuto. Tiene suerte: la multa no está en la red todavía y el policía de la libreta la conmina a buscar un parking. Inútil explicarle que están todos llenos; es mejor mover el coche, no arriesgarse a un cambio de humor de última hora, dar una vueltecita y rezar para que se hayan ido los municipales, pues su intención es parar en la misma esquina y subir dos ruedas a la acera para permitir el paso de otros vehículos. La calleja es estrecha.
Ahora la espera entra en una fase angustiosa. Ya no hay margen; si los policías vuelven, la van a multar y a ella no le interesa llamar la atención ni que la matrícula del coche quede registrada.
Pasa un grupo de turistas ruidosos con pelucas naranjas. Detrás viene el hombre, Dimas. Lleva de la mano a un niño de unos cinco o seis años. La mujer pone el motor en marcha. Aplaca un brote de tristeza al ver al pequeño hablando con Dimas, exactamente igual que un hijo haría con su padre. Le parece ver que incluso el niño sonríe. Oye un fragmento de la conversación que mantienen cuando el hombre abre la puerta y se mete con él en los asientos traseros: tranquilo, te vamos a llevar con tu madre, no te asustes.
La entonación cantarina que se emplea con los niños resulta torpe en labios de Dimas, casi siniestra. Se dirige a ella:
—Vamos, ¿a qué coño estás esperando?
El cambio de tono es llamativo incluso para el niño. Ahora está asustado. El coche enfila la calle Mayor hacia Bailén, pero hay mucho tráfico y no se puede ir deprisa. El niño grita, pregunta dónde está su madre, descubre ya sin la menor duda que la simpatía del otro era fingida, una trampa para atraer a la presa. El hombre le suelta un bofetón y cesa el llanto de golpe. En el silencio solo se oye un hipido ahogado. La mujer busca el rostro del niño en el espejo retrovisor.
—¿Cómo te llamas?
Con un hilo de voz, tembloroso, el niño responde.
—Lucas.
Capítulo 1
La pantalla muestra un espacio casi vacío, desangelado. Solo hay una silla de madera en el centro de la estancia y un monitor grande en una pared tosca, de ladrillo. No hay ningún indicio de lo que va a ocurrir allí, pero, poco a poco, más y más ordenadores se irán conectando. Dentro de unos minutos serán casi cien; sus propietarios no se conocen entre ellos, aunque disfrutarán del mismo espectáculo. La mayoría está en España, pero también los hay en Portugal, en México, en Brasil… Muchos son hombres de entre treinta y cinco y cincuenta años; aunque hay alguna mujer, varios jubilados, hasta un menor de edad… Todos han pagado los seis mil euros que les han exigido, en bitcoins y de forma segura, sin dejar huella.
El monitor de la pared de detrás se enciende. La imagen muestra el manto verde de un campo de fútbol. Los jugadores que van a disputar el partido esperan para saltar al terreno de juego, la cámara los enfoca, rotula sus nombres. Es un partido de la Champions League, de la fase de grupos, jugarán el Real Madrid y el Spartak de Moscú.
Pero el interés de los conectados no está en el partido de fútbol. Con esas imágenes, los organizadores solo quieren demostrar que están emitiendo en directo. Es importante que todo el mundo sepa que lo que van a ver es un espectáculo en vivo y no una simple grabación, por eso pagan tanto.
Saltan los jugadores, cada uno de la mano de un niño o una niña, se hacen fotos, se saludan, escuchan el himno de la competición, sortean los campos. Empieza el partido…
El balón está en juego, pero el espectáculo todavía no ha comenzado. Los espectadores han pagado para ver cómo una mujer, casi una niña, muere ante sus ojos.
—¡Lo tengo!
El grito de Mariajo rompe la tranquilidad de la Brigada de Análisis de Casos. Llevan dos meses esperando escucharlo.
—¿Estás segura? —pregunta Orduño.
—Completamente, la IP que teníamos bajo vigilancia está conectada, el «evento», como le llaman ellos, empieza a las nueve y cuarto, nos queda un cuarto de hora. Id llamando a la gente mientras me aseguro.
El operativo está diseñado desde hace semanas a la espera de que Mariajo, la sexagenaria hacker de la BAC, dé la orden de ponerlo en marcha. Todos saben cuál será su función a partir de este instante: Elena Blanco y la propia Mariajo irán al lugar donde está el ordenador que tienen intervenido, acompañadas por un equipo de acción inmediata; Zárate, Chesca y Orduño aguardarán instrucciones en el Centro de Medios Aéreos de la Policía Nacional; Buendía se quedará de guardia en las oficinas de la BAC, por si fuera necesario su apoyo en algún sitio.
—¿Llamas tú a Zárate?
—Llámale tú, yo localizo a Elena —Chesca no ha cambiado de opinión acerca del nuevo compañero de la brigada, no soporta a Zárate.
Mariajo teclea a toda velocidad. Ninguno de los otros dos sabe lo que está haciendo, solo que ha encontrado algo y no va a parar hasta averiguar quién está detrás.
—Cabrones… —se lamenta—. El espectáculo de hoy es una muerte en directo.
—¿Podemos evitarlo?
—Vamos a intentarlo, hay que salir para Rivas.
Los días de partido en la tele, a Elena le gusta ir al Cher’s, en la calle Huertas. En sus pantallas no se ve el fútbol, solo esos vídeos cursis que acompañan la letra de las canciones que interpretan los parroquianos.
—¿No vas a cantar a Mina?
—Hoy no, de vez en cuando hay que cambiar. Hoy me apetece Adriano Celentano: «Pregherò».
En cuanto termine la chica que está cantando el «Soy rebelde» de Jeanette, le tocará a ella: pregherò, per te, che hai la notte nel cuor e se tu lo vorrai, crederai. No necesita la letra —nunca la necesita—, se la sabe a la perfección.
Todavía está sonando la canción de Jeanette cuando vibra su teléfono.
—¿Rivas? Perfecto, salgo para allá. Llego a la vez que vosotros. ¿Todo el mundo en sus puestos?
Elena pierde su turno; seguro que Carlos, otro de los habituales, lo aprovechará: rezaré por ti, que tienes la noche en el corazón…
Una chica ha aparecido en la imagen y está de pie junto a la silla. Parece aturdida, aunque todos saben que no la habrán sedado. Nadie quiere ahorrarle sufrimiento, al contrario: cuanto peor lo pase, mejor será el espectáculo. Si no sintiera dolor, no valdría la pena, sería como ver una operación en un quirófano, ¿quién paga para asistir al trabajo de los cirujanos? Ellos gastan su dinero para ver sufrir y morir.
Si están allí, si se han tomado las molestias —y corrido el peligro— de ponerse en contacto con la Red Púrpura, si han abonado por anticipado y en bitcoins la fuerte cantidad exigida, si han esperado a que les llegara el mensaje con el día, la hora y el modo de conectarse, es porque confían en el maestro de ceremonias. Dimas. Los espectadores nunca le han visto la cara —la lleva tapada con una máscara de las que usan los luchadores mexicanos—, pero conocen sus movimientos, igual que un aficionado al fútbol sabría cuál es el jugador que tiene el balón en la pantalla del fondo solo viendo su forma de trotar y el lugar que ocupa en el campo. Son forofos de Dimas, igual que otros lo son de Messi o de Cristiano Ronaldo… Algunos hasta creen que, si vieran a Dimas caminando por la calle, serían capaces de identificarlo por sus andares.
La chica es guapa, joven, muy joven —tal vez sea mayor de edad, pero en ese caso lo sería por apenas unas semanas—, morena y con los ojos muy grandes. Por sus rasgos podría ser española —eso es lo que más se cotiza, y todavía más si es muy pija, de esas que siempre han vivido entre algodones—, pero también marroquí. Alguien a quien no se escucha a través del ordenador debe de estar dándole órdenes y ella se ha sentado en la silla. Mira alrededor con miedo, está claro que no sabe lo que va a pasar allí, que no se lo espera. Quizá sufra tormentos que ni imaginaba que se le pudieran infligir a un ser humano.
…