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La profecía de Cloostedd

Resumen del libro:

La Profecía de Cloostedd es una de las obras más emblemáticas del maestro del gótico victoriano, Joseph Sheridan Le Fanu. En el pintoresco y aparentemente tranquilo pueblecito de Golden Friars, los oscuros secretos de una familia emergen con fuerza para reclamar venganza. Este relato entrelaza el suspense chispeante, la atmósfera poderosa y las descripciones vívidas que son características distintivas del autor.

Le Fanu, conocido por su habilidad para crear historias que combinan el horror psicológico con lo sobrenatural, nos sumerge en un mundo donde lo cotidiano se ve constantemente amenazado por lo inexplicable. Su prosa detallada y evocadora transforma los paisajes brumosos y los misteriosos personajes de Golden Friars en algo casi tangible, atrayendo al lector a una dimensión donde el pasado nunca muere y el futuro se ve inevitablemente influenciado por él.

La trama gira en torno a una antigua profecía que se cierne sobre una prominente familia del lugar. A medida que los secretos enterrados salen a la luz, los habitantes del pueblo se encuentran envueltos en una serie de eventos escalofriantes y sobrenaturales. La maestría de Le Fanu para crear una atmósfera de tensión constante se manifiesta en cada página, donde las sombras y los susurros parecen cobrar vida propia.

La ambientación de La Profecía de Cloostedd es un personaje en sí mismo. Los paisajes brumosos y los rincones oscuros de Golden Friars son descritos con tal detalle que el lector puede casi sentir el frío en el aire y escuchar el crujido de las hojas bajo los pies. Esta rica descripción visual no solo añade profundidad a la narrativa, sino que también intensifica el sentimiento de inquietud que impregna toda la novela.

Los personajes, complejos y llenos de matices, luchan contra sus propios demonios internos mientras enfrentan las amenazas externas que la profecía les impone. Las relaciones interpersonales y los conflictos familiares son retratados con una autenticidad que resuena profundamente, haciendo que el terror de la novela sea tanto psicológico como sobrenatural.

En resumen, La Profecía de Cloostedd es una obra maestra del suspense gótico, donde Joseph Sheridan Le Fanu despliega toda su destreza literaria para envolver al lector en una atmósfera de misterio y terror. Con sus paisajes envolventes, personajes inquietantes y una narrativa cargada de tensión, esta novela es una lectura imprescindible para los amantes del género.

I.

EL GEORGE AND DRAGON

El precioso pueblecito de Golden Friars —alzándose al borde del lago, cercado por un anfiteatro de montañas purpúreas, ricas en matices y surcadas de elevados barrancos, cuando los altos hastiales y las estrechas ventanas de sus casas de basalto y el campanario de la vieja iglesia que aún difunde sus tañidos en la tarde se vuelven plateados bajo la luz de la luna, y los negros olmos de su alrededor proyectan sombras inmóviles sobre la yerba del suelo— es una de las visiones más singulares y hermosas que he contemplado jamás.

Allí se eleva, «como por arte de magia», tan tenue y etéreo que apenas podría creérsele más consistente que el reflejo de un cuadro en la bruma de la noche.

Una tranquila noche de verano, brillaba la luna espléndida sobre la fachada del George and Dragon, el cómodo mesón de Golden Friars, con el ejemplar más solemne de vieja enseña de mesón, quizá, que queda en Inglaterra. Está de cara al lago; la carretera que bordea la orilla pasa junto a la escalinata que sube hasta la puerta del vestíbulo, enfrente de la cual, al otro lado de la carretera, entre dos grandes postes y enmarcada en una especie de orla caprichosa de hierro forjado con espléndidos dorados, se balancea la famosa enseña de San Jorge y el Dragón en suntuosos colores.

En el gran salón del George and Dragon, se encontraban tres o cuatro viejos habitués de tan agradable lugar, descansando un poco después de las fatigas de la jornada.

Dicho salón es una cómoda estancia con paredes revestidas de roble; y cada vez que el aire es lo bastante frío, en los meses de verano, como en la presente ocasión, el fuego ayudaba a templarlo. Este fuego, casi siempre de leña, proyectaba un grato parpadeo sobre los muros y el techo, sin llegar a calentar el ambiente en exceso.

A un lado estaba sentado el médico de Golden Friars, el doctor Torvey, conocedor del punto flaco de cada uno de los hombres del pueblo, y de la medicina que le iba a cada habitante; un señor grueso de risa jovial, hambriento de toda clase de noticias, grandes y pequeñas, al cual le gustaba fumarse una pipa y tomarse un vaso de ponche con una corteza de limón sobre esa hora. A su lado estaba William Peers, un caballero viejo y delgado que había vivido durante más de treinta años en la India, tranquilo y benévolo, y era el último hombre de Golden Friars que aún llevaba coleta. El viejo Jack Amerald, ex capitán de la marina, con su corta y robusta pierna sobre la silla, y su compañera de palo junto a ella, el cual sorbía su grog, vociferaba al antiguo estilo de la marina, y llamaba a sus amigos sus «valientes». En el centro, frente a la chimenea, estaba el sordo Tom Hollar, siempre plácido, fumando su pipa y mirando serenamente al fuego. En cuanto al propietario del George and Dragon, entraba contoneándose a cada momento, se sentaba en su sillón de madera de alto respaldo, siguiendo la anticuada costumbre republicana del lugar, y tomaba parte gravemente en la conversación, en la que siempre era acogido con cordialidad.

—Así que Sir Bale regresa al fin —dijo el doctor—. Cuéntenos qué más ha oído.

—Nada —contestó Richard Turnbull, el mesonero del George and Dragon—. No hay nada que contar; sólo hay de cierto una cosa, la mejor: y es que la vieja casa no parecerá ahora tan fúnebre.

—Twyne dice que la propiedad debe ya un buen montón de dinero, ¿eh? —dijo el doctor, bajando la voz y guiñando un ojo.

—Bueno, dicen que no ha hecho nada por salvarla…, no hay inconveniente en contárselo a usted, señor, porque aquí somos todos amigos…, pero que lo hará con el tiempo.

—Es más probable que la salve desde aquí que desde donde está —dijo el doctor con otro grave movimiento de cabeza.

—Su llegada será muy loable —dijo Mr. Peers, exhalando un delgado hilo de humo—, y muy oportuna para atajar el problema a tiempo. Viene a ver si salva algo, y tal vez a casarse; y más mérito tiene si, como dicen, no le gusta el lugar y preferiría quedarse donde está.

Y dicho esto con toda suavidad, Mr. Peers volvió gozoso a su pipa.

—No, no le gusta el lugar; o sea, me han dicho que no le gustaba —dijo el mesonero.

—Lo detesta —dijo el doctor con otro sombrío asentimiento.

—Y no es de extrañar, si es verdad todo lo que he oído —exclamó el viejo Jack Amerald—. ¿No ahogó a una mujer y a su hijo en el lago?

—¡Ah, mi querido muchacho!, que no le oigan decir eso; todos ustedes están en las nubes.

—¡Por Júpiter! —exclamó el mesonero tras un alarmado silencio, con la boca y los ojos abiertos, y la pipa en la mano—. ¡Vaya, señor, yo pago mi alquiler por la casa! ¡Estoy agradecido, bien lo sabe Dios, muy agradecido, de no deber nada!

Jack Amerald puso el pie en el suelo, dejando su pata de palo en posición horizontal, y miró en torno suyo con cierta curiosidad.

—Bien, si no fue él, fue algún otro. Estoy seguro de que ocurrió en Mardykes. Yo mismo tomé las marcaciones desde el farallón de Glads al embarcadero de Mardykes, y desde la enseña del George and Dragon, ahí abajo, hasta la casa blanca al pie del monte de Forrick. Logré fondear una boya en el lugar exacto. Alguien de aquí me dijo las marcaciones del sitio donde fue visto el cuerpo, podría jurarlo; y, sin embargo, ninguna embarcación consiguió dar con él; cosa que resulta bastante extraña, y así lo consigné en mi diario de a bordo.

—Sí, señor, hubo algún rumor en ese sentido, capitán —dijo Turnbull—; porque a la gente le gusta hablar. Pero era de su abuelo de quien se contaba eso, no de él; y a mí mismo me ahorcarían sin más si se sospechase que pasan historias así en el George and Dragon.

—Bueno, pues su abuelo; para él era lo mismo, imagino.

—Pero no hubo pruebas, capitán; todo resultó tan inconsistente como el humo; y la familia Mardykes no le consentiría ni al rey hablar así de ellos; pues aunque hace tiempo que han muerto los que tenían más derecho a enfadarse por el asunto, no hay nadie de ese apellido tan bobo como para pensar que todavía se cree, y él menos que nadie. No es que a mí me importe él más que otro; aunque dicen que es algo desastrado y avaro, él a mí no puede echarme del George and Dragon, mientras pague mi alquiler, hasta el año mil novecientos noventa y nueve; y por mucho que un hombre se acalore, tiene tiempo de enfriarse hasta entonces. Pero no hay por qué pelearse con la gente pudiente; además, tal vez tuviera dificultades para hacer nada malo con el dinero del George, siendo dinero del bueno. En fin, lo único que puede decirse es que ocurrió mucho antes de que naciera él, y que no hay por qué meterse con él; y le apuesto una libra, capitán, a que el doctor está conmigo.

El doctor, cuya ocupación era sensible también, asintió; luego dijo:

—De todos modos, la historia es vieja, Dick Turnbull: más vieja que usted y que yo, amigo mío.

—Y es mejor olvidarla —intervino el posadero del George.

—Sí, mejor olvidarla; pero no es probable que sea así —dijo el doctor, armándose de valor—. Aquí, nuestro amigo el capitán, la ha oído; y la equivocación que ha tenido demuestra que hay algo que es peor que recordarla completamente, y es recordarla a medias. Nosotros no podemos acallar a la gente; y una historia así es como para sacarle a uno de quicio, y en boca de las gentes, con mayor motivo.

—Sí; y ahora que lo pienso, fue Dick Harman, el de la barca de ahí abajo, un viejo lobo como yo, el que me contó el cuento. Salí a pescar el lucio, y él me llevó al lugar, y así fue como me enteré. Venga, Tom, valiente, sírvenos otro vaso de brandy, ¿quieres? —voceó el capitán, al ver al mozo cruzar la estancia; y el colorado y canoso héroe naval colocó otra vez su pierna sobre la silla, junto a su compañera de palo, a la que solía llamar su bandola.

—Bueno, creo que se hablará de esa historia más de lo que es probable que oigamos nosotros —dijo el mesonero—; a mí me tiene sin cuidado si se dice que fue el uno o el otro —aquí tocó su vaso con la cuchara, indicando con este tintineo a Tom, que había regresado con el grog del capitán, que debía volver a llenárselo de ponche—. Sir Bale es amigo de esta casa. No veo razón para que no lo sea. El George and Dragon ha sido de nuestra familia desde los tiempos del rey Carlos II. En aquellos tiempos, que llamaban de la Restauración, fue William Turnbull el que la arrendó a Sir Tony Mardykes, que era quien vivía por entonces. Eran auténticos caballeros en aquella época. Recibieron el título de baronet en el reinado de Jorge II; pueden comprobarlo ustedes en la lista de baronets y de la nobleza. Pues él se la arrendó a William Turnbull, que había venido de Londres; y fue él quien construyó los establos, que entonces estaban ruinosos, como aún puede leerse hoy en el contrato de arrendamiento; y desde entonces, la casa no ha tenido más que una enseña (el George and Dragon es conocido en toda Inglaterra), y un solo apellido su dueño. Desde aquel día hasta el presente, ha pertenecido a un Turnbull, y nunca hemos sido considerados malas personas —un murmullo de aprobación corroboró la afirmación del mesonero—. Todos hemos sido gentes piadosas que hemos hecho buena bebida, y hemos servido a los mejores personajes, en estos tiempos y en los pasados; y eso lo digo yo, Richard Turnbull; y si pagamos nuestro alquiler, nadie nos puede echar; pues nuestro derecho sobre el George and Dragon, los dos campos, la granja y un terreno de pasto para nuestras vacas es tan bueno como el que tiene Sir Bale Mardykes sobre su casa solariega y sus propiedades. De manera que la familia no puede considerarme sino como un amigo; el George y ellos han estado siempre en términos muy amables y corteses, y no voy yo a romper esa antigua tradición.

—¡Bien hablado, Dick! —exclamó el doctor Torvey—; soy de su misma opinión; pero aquí no estamos más que nosotros, todos amigos, sin nadie que le presione a usted; así que, diablos, va a contarnos esa historia de la mujer ahogada, tal como la oyó hace tiempo.

—¡Venga, empiece; y tú, valiente, tráenos más de beber! —gritó el capitán.

Mr. Peers atendió su petición; y el sordo Mr. Hollar, que no tenía el menor interés en la historia, fue al menos un testigo de toda confianza y, con la pipa en los labios, un mueble de lo más confortable.

Richard Turnbull tenía el ponche junto a sí; miró por encima del hombro. La puerta estaba cerrada, el fuego animado, la bebida aromática, y todos los rostros a su alrededor eran amistosos. Así que dijo:

—Caballeros, dado que así lo desean, no veo que haya ningún mal en ello; y en cualquier caso, evitará malentendidos. Fue hace ya más de noventa años. Mi padre era en aquel entonces un chiquillo, y son muchas las veces que lo oyó contar en este mismo salón.

Y fijando los ojos en su vaso, se quedó meditabundo, y removió el ponche lentamente.

“La profecía de Cloostedd” de Joseph Sheridan Le Fanu

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