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La princesa Tarakanova

Portada del libro La princesa Tarakanova, de G. P. Danilevsky

Resumen del libro:

La princesa Tarakanova es una novela histórica del escritor ruso G. P. Danilevsky, publicada en 1863. La obra narra la vida de una misteriosa mujer que afirmaba ser la hija del zar Pedro III y la zarina Catalina II, y que fue encarcelada y ejecutada por orden de esta última. La novela se basa en fuentes documentales y testimonios de la época, pero también introduce elementos ficticios y románticos que hacen de la protagonista una figura fascinante y trágica.

La novela se divide en tres partes: la primera cuenta la infancia y juventud de la princesa Tarakanova en Italia, donde fue educada por un noble polaco que la protegía de sus enemigos; la segunda relata su viaje a Rusia, donde intentó reclamar el trono con el apoyo de algunos nobles descontentos y de los cosacos del Don; y la tercera describe su captura, encierro y muerte en la fortaleza de San Pedro y San Pablo.

La obra de Danilevsky es una de las primeras que aborda el tema de la princesa Tarakanova, que ha inspirado a muchos otros autores y artistas. La novela combina el rigor histórico con el interés por los aspectos psicológicos y sentimentales de los personajes, creando un retrato complejo y humano de la protagonista. La novela también refleja las tensiones políticas y sociales de la Rusia del siglo XVIII, así como las influencias culturales de Europa occidental.

La princesa Tarakanova es una novela que merece ser leída por los amantes de la historia y de la literatura rusa, ya que ofrece una visión original y profunda de un episodio poco conocido pero apasionante de la historia rusa.

I

Sacudidos por la tempestad

Mayo de 1775: Océano Atlántico.
Fragata «Águila del Norte».

Hemos sufrido durante tres días y tres noches la tormenta, y sus bandazos eran tan violentos que ni escribir podía. Amainó por fin la galerna y se calmó la mar. Nuestra fragata, «El Águila del Norte», pasado el Estrecho de Gibraltar, se halla en un punto del Atlántico que no puedo precisar en este momento. Roto el timón y sin velamen, una fuerte corriente marina nos arrastra hacia el Sudoeste… ¿Adónde nos conduce el destino? ¿Cuál será nuestra suerte? ¡Sólo Dios lo sabe!

Es de noche. Me encuentro solo en mi camarote y me dispongo a escribir. Lo haré hasta donde me permitan mis fuerzas. Y luego, puesto el manuscrito en una botella cerrada herméticamente, pienso confiarlo a las olas, con el ruego de que quien lo hallara, lo remita a las señas que indico.

¡Dios Omnipotente! ¡Consérvame la memoria! ¡Sé mi fortaleza en tan duro trance y concédeme el sosiego, tan necesario a mi atribulado espíritu!

* * *

Mi nombre es Pablo Eustaquio Konzov y soy oficial de la marina de su alteza la emperatriz Catalina II.

Cinco años atrás, gracias a Dios y a mi gran fortuna, logré distinguirme en la memorable batalla de Tchesmen. Nadie habrá olvidado que en aquella noche del 26 de junio de 1770 se cubrieron de gloria nuestros valerosos tenientes Illin y Klorachev, que acometieron a la flota turca con cuatro pontones formados de viejas barcazas griegas, contribuyendo con gran eficacia a su aniquilamiento.

En aquel combate mi puesto estaba en el «Januaria» cuya misión era proteger el avance nocturno de nuestros pontones armados. Quizá peque de inmodesto si digo, en honor a la verdad, que quiso la suerte que fuese el primero en alcanzar una nave enemiga con un bombardazo tan certero, que el inflamado proyectil penetró en el mismísimo pañol de la santabárbara del galeón almirante enemigo, con el consiguiente efecto definitivo. Los turcos no tuvieron tiempo de reponerse de su sorpresa, y nuestros pontones lograron acercarse lo necesario para incendiar el resto de la escuadra enemiga. Tanta fue nuestra fortuna y tal el acierto de la maniobra, que de cien naves, entre fragatas, galeones y galeras, al amanecer sólo quedaban unos pocos restos flotantes, humeantes aún…

Esta hazaña fue cantada por nuestro gran poeta Yeraskov, quien se dignó incluso mencionarme en las siguientes estrofas, inspiradas y altisonantes:

Konzov lanzando al turco la metralla,
la gloria mereció en la cruel batalla…

Aquellos halagadores versos los aprendimos todos de memoria.

Debo decir, sin embargo, que algunos ingleses como Mackenzie, Dougall, y algunos más de los que estuvieron en los famosos pontones, trataron de adjudicarse por entero el mérito de la victoria. Afortunadamente esta opinión no fue compartida por nuestro alto mando, y a todos se nos recompensó con justa generosidad. Por lo que a mí respecta, me ascendieron a teniente, agregándome además, al servicio personal del héroe de la batalla, el conde Aleksei Grigorievich Orlov.

Fui afortunado durante aquel periodo. Nuestros días transcurrían alegres entre agasajos y comilonas. Descansábamos en nuestros recientes laureles entre muestras de simpatía que no escatimaban franceses, venecianos ni españoles. La guerra aún no había terminado pero nosotros, los de la Armada, de hecho no tomábamos parte en ella habiendo dejado a los turcos sin poderío en la mar.

Recuerdo que el príncipe Aleksei Orlov solía exclamar:

—¡Esto sí que es vivir! ¡Es el cielo en la tierra!

Y sin embargo acariciaba sueños más ambiciosos, alimentados por su situación privilegiada en la Corte, premio a su apoyo en la entronización de nuestra emperatriz.

¿Quién podía imaginar que me acechaba el más cruel de los destinos? Y la fatalidad me asestó su primer golpe cuando menos lo esperaba.

Corría el año 1773. Nuestra escuadra cruzaba el Adriático cuando fui destinado para una misión muy delicada al país de los bravos montenegrinos.

Debía realizarla de noche y con fortuna logré desembarcar y cumplir mi cometido. Mas, al regresar, tropezamos con un patrullero enemigo que al divisar un cúter sospechoso se lanzó en persecución nuestra.

Durante algún tiempo pudimos hacerle frente, y resistimos hasta consumir nuestro último grano de pólvora. Todos mis marineros sucumbieron heroicamente, y yo mismo me desplomé al fondo de la embarcación, malherido en un hombro y perdiendo por momentos el conocimiento.

Apresado por los turcos, éstos no tardaron en descubrir mi verdadera nacionalidad a pesar de mi completo disfraz de albanés.

Sin embargo fui tratado con cierta solicitud, sin duda en espera de un buen rescate por mi libertad.

Entre tanto, yo pensaba para mis adentros:

—¡Pobre de ti si averiguan que en cierta ocasión les echaste a pique la nave almirante!

La princesa Tarakanova: G. P. Danilevsky

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