La plaza del Diamante
Resumen del libro: "La plaza del Diamante" de Mercè Rodoreda
La novela se centra en el personaje de Natalia, la “Colometa”, una mujer que representa a muchas otras a las que les tocó vivir un periodo de la historia de España especialmente duro y cruel. Al igual que otras mujeres, Colometa verá partir y morir a sus seres queridos, pasará hambre y miseria y se verá muchas veces incapaz de sacar adelante a sus hijos. Hundida en un matrimonio que no le proporciona felicidad y unida a un hombre egoísta, Natalia renuncia a su propia identidad cediendo todo el protagonismo a su esposo, aceptando los está llena de “Colometas” y Rodoreda les convencionalismos de una época que dejaban a la mujer en un segundo plano. A lo largo del texto el lector va descubriendo la resignación de esta mujer ante la realidad que le ha tocado vivir. La historia de España hace en esta obra su homenaje personal. Natalia, nos explica su vida marcada por la opresión y la necesidad de liberarse de una historia individual que se transforma en una imagen de una época agitada.
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La Julieta vino expresamente a la pastelería para decirme que, antes de rifar el ramo, rifarían cafeteras; que ella ya las había visto: preciosas, blancas, con una naranja pintada, cortada por la mitad, enseñando los gajos. Yo no tenía ganas de ir a bailar, ni tenía ganas de salir, porque me había pasado el día despachando dulces, y las puntas de los dedos me dolían de tanto apretar cordeles dorados y de tanto hacer nudos y lazadas. Y porque conocía a la Julieta, que no tenía miedo a trasnochar y que igual le daba dormir que no dormir. Pero me hizo acompañarla quieras que no, porque yo era así, que sufría si alguien me pedía algo y tenía que decirle que no. Iba de blanco de pies a cabeza; el vestido y las enaguas almidonadas, los zapatos como un sorbo de leche, las arracadas de pasta blanca, tres pulseras de aro que hacían juego con las arracadas y un bolso blanco, que la Julieta me dijo que era de hule, con el cierre haciendo como una concha de oro.
Cuando llegamos a la plaza ya tocaban los músicos. El techo estaba adornado con flores y cadenetas de papel de todos los colores: una tira de cadeneta, una tira de flores. Había flores con una bombilla dentro y todo el techo parecía un paraguas boca abajo, porque las puntas de las tiras, por los lados, estaban atadas más arriba que en el centro, donde todas se juntaban. La cinta de goma de las enaguas, que tanto trabajo me había costado pasar con una horquilla que se enganchaba, abrochada con un botoncito y una presilla de hilo, me apretaba. Ya debía de tener una señal roja en la cintura. De vez en cuando respiraba hondo, para ensanchar la cinta, pero en cuanto el aire me salía por la boca la cinta volvía a martirizarme. El entarimado de los músicos estaba rodeado de esparragueras que hacían de barandilla, y las esparragueras estaban adornadas con flores de papel atadas con alambre delgadito. Y los músicos, sudados y en mangas de camisa. Mi madre muerta hacía años y sin poder aconsejarme y mi padre casado con otra. Mi padre casado con otra y yo sin madre, que sólo había vivido para cuidarme. Y mi padre casado y yo jovencita y sola en la Plaza del Diamante, esperando a que rifasen cafeteras, y la Julieta gritando para que la voz pasase por encima de la música, ¡no te sientes, que te arrugarás!, y delante de los ojos las bombillas vestidas de flor y las cadenetas pegadas con engrudo y todo el mundo contento, y mientras estaba en Babia una voz que me dice al oído: ¿bailamos?
Casi sin darme cuenta contesté que no sabía y me volví para mirar. Me topé con una cara que de tan cerca como la tenía no vi bien cómo era, pero era la cara de un muchacho. Es igual, me dijo, yo sé mucho y la enseñaré. Pensé en el pobre Pere que en aquellos momentos estaría encerrado en el sótano del Colón cocinando con delantal blanco, y dije tontamente:
—¿Y si mi novio se entera?
El muchacho se puso todavía más cerca y dijo riendo, ¿tan jovencita y ya tiene novio? Y cuando se rió los labios se le estiraron y le vi todos los dientes. Tenía unos ojitos de mono y llevaba una camisa blanca con rayitas azules, arremangada sobre los codos y con el botón del cuello desabrochado. Y aquel muchacho de pronto se volvió de espaldas se puso de puntillas y miró de un lado a otro y se volvió hacia mí y dijo, perdone, y se puso a gritar: ¡Eh!… ¿habéis visto mi americana? ¡Estaba al lado de los músicos! ¡En una silla! ¡Eh!… Y me dijo que le habían quitado la americana y que volvía en seguida y que si quería hacer el favor de esperarle. Se puso a gritar. ¡Cintet!…
¡Cintet! La Julieta, de color de canario, con bordados verdes, salió de no sé dónde y me dijo: tápame que me tengo que quitar los zapatos… no puedo más… Le dije que no me podía mover porque un joven buscaba la americana y que estaba empeñado en bailar conmigo me había dicho que le esperase. Y la Julieta me dijo, baila, baila… Y hacía calor. Los chiquillos tiraban cohetes y petardos por las esquinas. En el suelo había pipas de sandía y por los rincones cáscaras de sandía y botellas vacías de cerveza y por los terrados también encendían cohetes. Y por los balcones. Veía caras relucientes de sudor y muchachos que se pasaban el pañuelo por la cara. Los músicos tocaban, contentos. Todo como en una decoración. Y el pasodoble. Me encontré yendo abajo y arriba, como si viniese de lejos estando tan cerca, sentí la voz de aquel muchacho que me decía, ¿ve usted como sí sabe bailar? Y sentía un olor de sudor fuerte y un olor de agua de colonia evaporada. Y los ojos de mono brillando al ras de los míos y a cada lado de la cara la medallita de la oreja. La cinta de goma clavada en la cintura y mi madre muerta y sin poder aconsejarme, porque le dije a aquel muchacho que mi novio hacía de cocinero en el Colón y se rió y me dijo que le compadecía mucho porque dentro de un año yo sería su señora y su reina. Y que bailaríamos el ramo en la Plaza del Diamante.
Mi reina, dijo.
Y dijo que me había dicho que dentro de un año sería su señora y que yo ni le había mirado, y le miré y entonces dijo, no me mire así, porque me tendrán que levantar del suelo y fue cuando le dije que tenía ojos de mono y venga a reír. La cinta en la cintura parecía un cuchillo y los músicos, ¡tararí!, ¡tararí! Y la Julieta no se veía por ninguna parte. Desaparecida. Y yo sola con aquellos ojos delante, que no me dejaban. Como si todo el mundo se hubiese convertido en aquellos ojos y no hubiese manera de escapar de ellos. Y la noche avanzaba con el carro de las estrellas y la fiesta avanzaba y el ramo y la muchacha del ramo, toda azul, girando y girando… Mi madre en el cementerio de San Gervasio y yo en la Plaza del Diamante… ¿Vende cosas dulces? ¿Miel y confitura?… Y los músicos cansados dejaban las cosas dentro de las fundas y las volvían a sacar de dentro de las fundas porque un vecino pagaba un vals para todo el mundo y todos como peonzas. Cuando el vals se acabó la gente empezó a salir. Yo dije que había perdido a la Julieta y el muchacho dijo que él había perdido al Cintet y dijo, cuando estemos solos, y todo el mundo esté metido dentro de sus casas y las calles vacías, usted y yo bailaremos un vals de puntas en la Plaza del Diamante… gira que gira, Colometa. Me le miré muy incomodada y le dije que me llamaba Natalia y cuando le dije que me llamaba Natalia se volvió a reír y dijo que yo sólo podía tener un nombre: Colometa. Entonces fue cuando eché a correr y él corría detrás de mí, no se asuste… ¿no ve que no puede ir sola por las calles, que me la robarían?… y me cogió del brazo y me paró, ¿no ve que me la robarían, Colometa? Y mi madre muerta y yo parada como una tonta y la cinta de goma en la cintura apretando, apretando como si estuviese atada en una ramita de esparraguera con un alambre.
Y eché a correr otra vez. Y él detrás de mí. Las tiendas cerradas con la persiana ondulada delante y los escaparates llenos de cosas quietas, tinteros y secantes y postales y muñecas y tela extendida y cacharros de aluminio y géneros de punto… Y salimos a la calle Mayor, y yo arriba, y él detrás de mí y los dos corriendo, y al cabo del tiempo todavía a veces lo explicaba, la Colometa, el día que la conocí en la Plaza del Diamante, arrancó a correr y delante mismo de la parada del tranvía, ¡pataplaf!, las enaguas por el suelo.
…
Mercè Rodoreda. Fue una escritora española que escribió en catalán. Está considerada una de las escritoras de lengua catalana más influyente de su época, tal como lo atestiguan las referencias de otros autores a su obra y la repercusión internacional, con traducciones a cuarenta idiomas diferentes. Su producción abarca todos los géneros literarios; Rodoreda cultivó tanto la poesía como el teatro y el cuento, aunque destaca especialmente en la novela. Su novela más famosa es La plaza del diamante (1962), que narra la vida de una mujer durante la Segunda República, la Guerra Civil y la posguerra en Barcelona.
Mercè Rodoreda nació el 10 de octubre de 1908 en una pequeña casa con jardín de la calle de San Antonio, actualmente calle de Manuel Angelon, en el barrio de San Gervasio de Cassolas, Barcelona. Sus padres eran amantes de la literatura y el teatro y habían asistido a clases de recitación impartidas por Adrià Gual en la Escuela de Arte Dramático. Su madre también tenía interés por la música. Su abuelo materno, Pere Gurguí, era un admirador de Jacint Verdaguer (de quien había sido amigo) y había colaborado como editor en las revistas La Renaixensa y L'Arc de Sant Martí.
Debido a los problemas económicos de sus padres, tuvo que abandonar la escuela a los nueve años y asistir a una academia donde estudió solo francés y aritmética comercial. A los veinte años se casó con su tío materno, Joan Gurguí, con quien tuvo un hijo, Jordi, en 1929. El matrimonio fue infeliz y se separaron en 1937. Ese mismo año conoció al escritor Joan Prat i Esteve, alias Armand Obiols, con quien mantuvo una relación sentimental hasta la muerte de él en 1971.
Rodoreda empezó a escribir novelas a principios de los años treinta, influida por autores como Marcel Proust, Virginia Woolf y James Joyce. Publicó por su cuenta Sóc una dona honrada? (1932) y Un dia en la vida d'un home (1934). También colaboró en el periodismo político en defensa de sus ideales catalanistas, en Clarisme (1933-1934) y La Publicitat (1935-1939). Durante la Guerra Civil trabajó como secretaria del Comisariado de Propaganda de la Generalitat de Cataluña y publicó su primera obra teatral, Els arbres moren al tardor (1938).
Al finalizar la guerra se exilió en Francia junto con Obiols. Vivió primero en Roissy-en-Brie y luego en Limoges y Burdeos. En 1940 huyó de la ocupación nazi y se instaló en París, donde trabajó como costurera y traductora. Allí sufrió una profunda crisis personal y literaria que la llevó a dejar de escribir durante diez años. En 1954 se trasladó a Ginebra, donde trabajó como empleada doméstica y retomó su actividad literaria con renovado vigor. Publicó cuentos en la Revista de Catalunya y novelas como Aloma (1969), La plaça del diamant (1962), El carrer de les Camèlies (1966) y Mirall trencat (1974), entre otras.
En 1972 regresó a Cataluña y se estableció en Romanyà de la Selva, donde vivió hasta su muerte. Allí escribió sus últimas obras: La mort i la primavera (1986), Viatges i flors (1980), Quanta, quanta guerra... (1980) y Semblava de seda i altres contes (1978). También se dedicó a la pintura, que había practicado desde joven como afición. Recibió numerosos premios y reconocimientos por su trayectoria literaria, entre ellos el Premio d'Honor de les Lletres Catalanes (1980).
Mercè Rodoreda murió el 13 de abril de 1983 en Gerona, a causa de un cáncer hepático. Fue enterrada en el cementerio de Romanyà de la Selva, donde se conserva su casa-museo. Su obra ha sido objeto de numerosos estudios y adaptaciones al cine, al teatro y a la televisión. Su legado se conserva en la Fundación Mercè Rodoreda, creada en 1986 por su hijo Jordi Gurguí.