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La plaga de Midas

Resumen del libro:

“La plaga de Midas” de Frederik Pohl es una obra maestra de la ciencia ficción que se erige como un clásico indiscutible del género. En la misma línea que su aclamada novela “Mercaderes del espacio”, Pohl nos transporta a un mundo donde las reglas de la economía han sido completamente trastocadas. Aquí, la producción desmedida ha esclavizado al consumo, dando lugar a una sociedad donde la riqueza se mide por la capacidad de gastar, en lugar de acumular.

La premisa de un “consumo obligado” puede parecer absurda a primera vista, pero Pohl nos desafía a reflexionar sobre su pertinencia en un mundo marcado por el derroche y la sobreproducción. El autor nos presenta un escenario distópico que invita a cuestionar los cimientos de nuestra propia sociedad de consumo.

Frederik Pohl, reconocido por su aguda visión social y su habilidad para imaginar futuros plausibles, demuestra una vez más su maestría en la construcción de mundos complejos y personajes memorables. Su narrativa cautiva desde las primeras páginas, llevando al lector a través de un viaje emocional y provocador que invita a la reflexión sobre nuestra relación con la economía y el consumo desenfrenado.

En resumen, “La plaga de Midas” es una obra que deslumbra por su originalidad y relevancia en el contexto contemporáneo. Pohl nos sumerge en un universo fascinante y perturbador, recordándonos que las dinámicas económicas pueden tomar formas inesperadas, y que la reflexión sobre nuestro modo de vida es esencial para forjar un futuro más sostenible y equitativo. Esta novela se consolida como una joya literaria que no solo entretiene, sino que también desafía e invita a la reflexión.

Y así se casaron.

La novia y el novio hacían una buena pareja, ella con sus veinte metros de volante inmaculadamente blanco, él con su formal camisa gris de pechera rizada y sus pantalones con pinzas.

Fue una boda pequeña…, lo mejor que se podían permitir. Como invitados solo estaban la familia inmediata y unos cuanto amigos cercanos. Y cuando el ministro de la iglesia terminó la ceremonia, Morey Fry besó a la novia y partieron en coche a la recepción. Eran en total veintiocho limusinas (aunque es cierto que veinte de ellas contenían tan solo los robots del servicio de catering) y tres coches llenos de flores.

—Dios os bendiga a ambos —dijo el viejo Elon sentimentalmente—. Te llevas una buena chica con nuestra Cherry, Morey. —Se sonó la nariz con un usado pañuelo de batista.

Los viejos se estaban comportando muy bien, pensó Morey. En la recepción, rodeados por las enormes pilas de regalos de boda, bebieron el champán y comieron una gran cantidad de los pequeños y deliciosos canapés. Escucharon educadamente la orquesta de quince instrumentos, y la madre de Cherry incluso bailó una pieza con Morey en aras del sentimentalismo, aunque resultaba claro que el bailar distaba mucho de formar parte de su vida. Intentaron tanto como pudieron fundirse con la reunión, pero de todos modos las dos ancianas figuras, con su severamente sencilla y posiblemente alquilada ropa, eran desalentadoramente llamativas en aquella décima parte de hectárea de tapices y murmurantes fuentes que era la sala de baile principal de la casa de campo de Morey.

Cuando llegó el momento de que los invitados se fueran a casa y dejaran que los recién casados iniciaran su vida juntos, el padre de Cherry estrechó la mano de Morey y la madre de Cherry le besó. Pero cuando se alejaron en su pequeño utilitario sus rostros estaban llenos de malos presentimientos.

No había nada contra Morey como persona, por supuesto. Pero la gente pobre no debería casarse con los ricos.

Morey y Cherry se amaban, por supuesto. Eso ayudaba. Se lo dijeron así el uno al otro, una docena de veces cada hora, durante todas las largas horas que permanecieron juntos durante todos los primeros meses de su matrimonio. Morey incluso se tomó tiempo libre para ir de compras con su esposa, lo cual aumentó enormemente su cariño. Conducían sus carritos de la compra por todos los inmensos corredores abovedados del supermercado, con Morey comprobando los artículos en la lista de la compra mientras Cherry los iba cogiendo. Era divertido.

Por un tiempo.

Su primera pelea se inició en el supermercado, entre los Alimentos para el Desayuno y los Productos de Limpieza para el Suelo, justo cuando acababan de abrir el departamento de Piedras Preciosas.

Morey recitó de la lista:

—Medallón de diamantes, anillos, pendientes.

—Morey —dijo Cherry, rebelde—, tengo un medallón de diamantes. ¡Por favor, querido!

Morey revisó inseguro las páginas de la lista. El medallón estaba allí, por supuesto, y no aparecía ninguna selección alternativa.

—¿Qué hay de un brazalete? —animó—. Mira, tienen aquí algunos muy hermosos con rubíes. ¡Irá muy bien con tu pelo, querida! —Hizo una seña a un empleado robot, que se apresuró a tenderle a Cherry la bandeja de los brazaletes—. Encantador —exclamó Morey, mientras Cherry deslizaba el más grande del lote en su muñeca.

—¿Y no tengo que comprar un medallón? —preguntó Cherry.

—Por supuesto que no. —Echó un vistazo a la etiqueta—. ¡Exactamente la misma ración de puntos! —Puesto que Cherry parecía dubitativa, en absoluto convencida, dijo enérgicamente—: Y ahora será mejor que vayamos al departamento de calzado. Tengo que comprarme unos escarpines de baile.

Cherry no puso ninguna objeción, ni entonces ni durante todo el resto de la sesión de compra. Al final, mientras permanecían sentados en el salón de la planta baja del supermercado aguardando a que los robots contables calcularan su factura y los robots cajeros sellaran sus libros de racionamiento, Morey pidió que el departamento de envíos les entregara el brazalete.

—No quiero que lo envíen con lo demás, querida —explicó—. Quiero que te lo pongas ahora. Honestamente, no creo haber visto nunca nada que te siente tan bien.

Cherry se mostró ruborizada y complacida. Morey se sintió encantado consigo mismo; ¡no todo el mundo sabía manejar bien esos pequeños problemas domésticos!

Siguió satisfecho consigo mismo durante todo el camino a casa, mientras Henry, su robot acompañante, les obsequiaba con varias historias divertidas de la fábrica en la que había sido construido y entrenado. Cherry no estaba acostumbrada en absoluto a Henry, pero resultaba difícil que a alguien no le gustara el robot. Chistes e historias alegres cuando necesitabas algo de diversión, simpatía cuando te sentías deprimido, una inacabable profusión de noticias e información sobre cualquier tema que nombraras…, Henry era muy fácil de aceptar. Cherry incluso insistió en pedir a Henry que les hiciera compañía durante la cena, y se rio tan de corazón como el propio Morey de sus divertidas anécdotas.

Pero más tarde, en la sala de música, cuando Henry les dejó solos, las risas murieron.

Morey no se dio cuenta de ello. Estaba siguiendo muy concienzudamente todos los pasos: conectando la tridi, seleccionando sus licores para después de la cena, hojeando los periódicos de la tarde.

Cherry carraspeó tímidamente, y Morey detuvo lo que estaba haciendo.

—Querido —dijo ella con voz tentativa—, me siento un poco inquieta esta noche. ¿Podríamos, quiero decir si tú crees que podemos, quedarnos simplemente en casa, bueno, relajarnos un poco?

Morey se la quedó mirando con un asomo de preocupación. Ella se reclinó cansadamente, con los ojos medio cerrados.

—¿Te encuentras bien? —preguntó él.

—Perfectamente. Es solo que no deseo salir esta noche, querido. No me siento con ánimos.

Él se sentó y encendió automáticamente un cigarrillo.

—Entiendo —dijo. La tridi estaba empezando una comedia; se levantó para apagarla, y puso en su lugar la cadena de música. Unas cuerdas en sordina llenaron la habitación.

—Teníamos reservas en el club para esta noche —le recordó.

Cherry se agitó incómoda.

—Lo sé.

—Y tenemos las entradas para la ópera que encargué la semana pasada. No quiero presionarte, querida, pero no hemos utilizado ninguna de nuestras entradas para la ópera.

—Podemos verla desde aquí por la tridi —dijo ella con voz muy pequeña.

—Eso no tiene nada que ver, cariño. Yo…, no quise hablarte de ello, pero Wainwright, allá en la oficina, me dijo algo ayer. Me dijo que estaría en el circo por la noche y que miraría si nosotros también estábamos allí. Bueno, no estuvimos. No sé lo que voy a decirle la semana próxima.

Aguardó a que Cherry dijera algo, pero ella guardó silencio.

—Así que, si pudieras hacer un esfuerzo y salir esta noche —siguió razonablemente.

Y se detuvo, boquiabierto. Cherry estaba llorando, silenciosa y abundantemente.

—¡Querida! —dijo con voz inarticulada.

Se apresuró hacia ella, pero ella lo rechazó. Se quedó allí de pie ante ella, impotente, viéndola llorar.

—Querida, ¿qué ocurre? —preguntó.

Ella volvió la cabeza hacia un lado.

Morey se bamboleó hacia adelante y hacia atrás sobre sus talones. No era exactamente la primera vez que veía a Cherry llorar…, había habido aquella emotiva escena cuando Habían Renunciado el Uno al Otro, dándose cuenta de que sus orígenes estaban demasiado distanciados para poder ser felices, antes de comprender que debían entregarse el uno al otro, sin que importara nada… Pero esta era la primera vez que sus lágrimas le hacían sentir culpable.

Y se sintió culpable. Se quedó de pie allí, mirándola.

Luego se volvió de espaldas a ella y se dirigió al bar. Ignoró los licores preparados y sirvió dos highballs fuertes, volvió con ellos a su lado. Depositó uno junto a ella, dio un largo trago al otro.

—Querida, ¿qué ocurre? —inquirió con un tono completamente distinto.

Ninguna respuesta.

—Vamos. ¿De qué se trata?

Ella alzó la vista hacia él y se restregó los ojos.

—Lo siento —dijo casi malhumorada.

—Sé que lo sientes. Mira, nos queremos. Hablemos de ello.

Ella tomó su vaso y lo sostuvo por un momento antes de volver a dejarlo sin llevárselo a la boca.

—¿Para qué, Morey?

—Por favor. Intentémoslo.

Ella se encogió de hombros.

—No eres feliz, ¿verdad? —prosiguió él, implacable—. Y es por…, bueno, todo esto. —Su gesto abarcó la ricamente amueblada sala de música, la mullida moqueta, el conjunto de máquinas y aparatos para su confort y su diversión que aguardaban un simple contacto. Por implicación abarcó las veintiséis habitaciones de la casa, los cinco coches, los nueve robots. Con un esfuerzo dijo—: No es a lo que estás acostumbrada, ¿verdad?

La plaga de Midas: Frederik Pohl

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