Resumen del libro:
Sir Percy Blakeney es un frívolo y vanidoso miembro de la aristocracia inglesa. Nadie puede entender cómo logró casarse con Marguerite St. Just, una famosa y cultivada actriz francesa. Pero lo que ni siquiera su esposa sabe es que Percy lleva una vida doble como «la Pimpinela Escarlata», salvador de aristócratas e inocentes durante el Reinado del Terror después de la Revolución francesa, siempre perseguido por el agente republicano francés Chauvelin. La Pimpinela fue la precursora en una larga línea de héroes literarios y de comics de «doble identidad», como la versión ficticia de El Zorro/Diego de la Vega; Batman/Bruce Wayne, Superman/Clark Kent, El llanero solitario y otros.
I – PARÍS, SEPTIEMBRE DE 1792
Una muchedumbre enfurecida, hirviente y vociferante de seres que sólo de nombre eran humanos, pues a la vista y al oído no parecían sino bestias salvajes, animados por las bajas pasiones, la sed de venganza y el odio. La hora, un poco antes del crepúsculo, y el lugar, la barricada del Oeste, el mismo sitio en que, una década después, un orgulloso tirano erigiría un monumento imperecedero a la gloria de la nación y a su propia vanidad.
Durante la mayor parte del día la guillotina había desempeñado su espantosa tarea: todo aquello de lo que Francia se había jactado en los siglos pasados, apellidos ancestrales y sangre azul, pagaba tributo a su deseo de libertad y fraternidad. Que a últimas horas de la tarde hubiera cesado la carnicería únicamente se debía a que la gente tenía otros espectáculos más interesantes que presenciar, un poco antes de que cayera la noche y se cerraran definitivamente las puertas de la ciudad.
Y por eso, la muchedumbre abandonó precipitadamente la Place de la Grève y se dirigió a las distintas barricadas para asistir a aquel espectáculo tan divertido.
Podía verse todos los días, porque ¡aquellos aristócratas eran tan estúpidos! Naturalmente, eran traidores al pueblo, todos ellos: hombres y mujeres, y hasta los niños que descendían de los grandes hombres que habían cimentado la gloria de Francia desde la época de las Cruzadas, la vieja noblesse. Sus antepasados habían sido los opresores del pueblo, lo habían aplastado bajo los tacones escarlata de sus delicados zapatos de hebilla y, de repente, el pueblo se había hecho dueño de Francia y aplastaba a sus antiguos amos —no bajo los tacones, porque la mayoría de la gente iba descalza en aquellos tiempos—, sino bajo un peso más eficaz, el de la cuchilla de la guillotina.
Y cada día, cada hora, el repugnante instrumento de tortura reclamaba múltiples víctimas: ancianos, mujeres jóvenes, niños pequeños, hasta el día en que reclamara también la cabeza de un rey y de una hermosa y joven reina.
Pero así debía ser, ¿acaso no era el pueblo el soberano de Francia? Todo aristócrata era un traidor, como lo habían sido sus antepasados. El pueblo sudaba y trabajaba y se moría de hambre desde hacía doscientos años para mantener el lujo y la extravagancia de una corte libidinosa; ahora, los descendientes de quienes habían contribuido al esplendor de aquellas cortes tenían que esconderse para salvar la vida, escapar si querían evitar la tardía venganza de un pueblo.
Y, efectivamente, intentaban esconderse, e intentaban escapar; en eso radicaba precisamente la gracia del asunto. Todas las tardes, antes de que se cerraran las puertas de la ciudad y de que los carros del mercado desfilaran por las distintas barricadas, algún aristócrata estúpido trataba de librarse de las garras del Comité de Salud Pública. Con diversos disfraces, bajo distintos pretextos, intentaban cruzar las barreras, bien protegidas por los ciudadanos soldados de la República. Hombres con ropas de mujer, mujeres con atuendo masculino, niños disfrazados con harapos de mendigo. Los había de todos los tipos: antiguos condes, marqueses, incluso duques que querían huir de Francia, llegar a Inglaterra o a otro maldito país, y allí despertar sentimientos contrarios a la gloriosa Revolución, o formar un ejército con el fin de liberar a los desgraciados prisioneros que antes se llamaban a sí mismos soberanos de Francia.
Pero casi siempre los cogían al llegar a las barricadas, sobre todo en la Puerta del Oeste, vigilada por el sargento Bibot, que poseía un olfato prodigioso para descubrir a los aristócratas, aunque fueran perfectamente disfrazados. Y, naturalmente, era entonces cuando empezaba la diversión. Bibot observaba a su presa como el gato observa al ratón; jugueteaba con ella, a veces durante un cuarto de hora; simulaba que se dejaba engañar por el disfraz, las pelucas y los efectos teatrales que ocultaban la identidad de un antiguo marqués o un conde.
¡Ah! Bibot tenía un gran sentido de humor, y merecía la pena acercarse a la barricada del Oeste para verle cuando sorprendía a un aristócrata en el momento en que intentaba escapar a la venganza de su pueblo.
A veces, Bibot permitía a su víctima traspasar las puertas, le dejaba creer al menos durante dos minutos que de verdad había huido de París, que incluso lograría llegar sana y salva a Inglaterra; pero cuando el pobre desgraciado había recorrido unos diez metros hacia la tierra de la libertad, Bibot enviaba a dos de sus hombres detrás de él y lo traían despojado de su disfraz.
¡Ah, qué gracioso era aquello! Pues, con mucha frecuencia, el fugitivo resultaba ser una mujer, una orgullosa marquesa que ponía una expresión terriblemente cómica al comprender que había caído en las garras de Bibot, sabiendo que al día siguiente le esperaba un juicio sumarísimo y, a continuación, el cariñoso abrazo de Madame Guillotina.
No es de extrañar que aquella hermosa tarde de septiembre la muchedumbre que rodeaba a Bibot estuviese impaciente y excitada. La sed de sangre aumenta cuando se satisface, y nunca se llega a saciar: aquel día, la multitud había visto caer cien cabezas nobles bajo la guillotina y quería cerciorarse de que vería caer otras cien a la mañana siguiente.
Bibot estaba sentado sobre un tonel vacío, junto a las puertas; tenía bajo su mando un pequeño destacamento de ciudadanos soldados. Últimamente se había multiplicado el trabajo. Aquellos malditos aristócratas estaban aterrorizados y hacían todo lo posible por salir de París: hombres, mujeres y niños cuyos antepasados, aun en épocas remotas, habían servido a los traidores Borbones eran también traidores y debían servir de pasto a la guillotina. Cada día Bibot tenía la satisfacción de desenmascarar a unos cuantos monárquicos fugitivos y de hacerlos volver para que los juzgara el Comité de Salud Pública, que estaba presidido por el ciudadano Fouicquier-Tinville, un buen patriota.
Robespierre y Danton habían felicitado a Bibot por su celo, y Bibot estaba orgulloso de haber enviado a la guillotina al menos a cincuenta aristócratas por iniciativa propia.
Pero aquel día todos los sargentos de las distintas barricadas habían recibido órdenes especiales. Últimamente, un elevado número de aristócratas había logrado escapar de Francia y llegar a Inglaterra sanos y salvos. Corrían extraños rumores sobre aquellas fugas; se habían hecho muy frecuentes y extraordinariamente osadas, y la gente empezaba a pensar cosas raras. El sargento Grospierre había acabado en la guillotina por haber dejado que una familia entera de aristócratas escapara por la Puerta del Norte ante sus mismísimas narices.
Todo el mundo decía que aquellas fugas las organizaba una banda de ingleses de una osadía increíble que, por el simple deseo de meterse en asuntos que no les concernían, dedicaban su tiempo libre a arrebatar a Madame Guillotina las víctimas que en justicia le estaban destinadas. Estos rumores pronto adquirieron unos tintes absurdos. No cabía duda de que existía una banda de ingleses entrometidos; además, se decía que la dirigía un hombre de un valor y una audacia poco menos que fabulosos. Circulaban extrañas historias que aseguraban que tanto él como los aristócratas a los que rescataba se hacían invisibles repentinamente al llegar a las puertas de la ciudad y que las traspasaban por medios sobrenaturales.
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