La Guerra de los Cautivos 1
La piedad de los dioses
Resumen del libro: "La piedad de los dioses" de James S. A. Corey
“La piedad de los dioses”, de James S. A. Corey, es una obra de ciencia ficción que combina aventura épica con reflexiones sobre el poder, la moralidad y la supervivencia. Ambientada en un vasto universo donde los Carryx, una raza conquistadora, han sembrado el terror durante siglos, la novela plantea un enfrentamiento entre opresores y oprimidos, explorando las complejidades de lo que significa ser humano. Corey construye una narrativa tensa y emocional en la que la lucha por la supervivencia trasciende lo físico, adentrándose en dilemas éticos que desafían a sus personajes en cada paso.
La historia sigue a Dafyd Alkhor, un asistente de laboratorio cuya vida da un giro drástico al ser secuestrado por los Carryx junto a otros humanos de Anjiin, su planeta natal. Lo que en un principio parece ser un acto de dominación más por parte de esta raza inmortal pronto se convierte en un juego macabro en el que diversas especies son obligadas a competir por su existencia. Sin embargo, Dafyd no es un protagonista común; es un hombre perspicaz y complejo, que rápidamente comprende que para sobrevivir no basta con resistir, sino que debe adentrarse en la psique y las debilidades de sus captores. En su búsqueda por manipular a los Carryx, se enfrenta a decisiones que lo transformarán en una figura tanto heroica como condenada, un símbolo de esperanza y controversia para su pueblo.
James S. A. Corey, seudónimo del dúo de escritores Daniel Abraham y Ty Franck, es reconocido por su capacidad para crear universos inmersivos, como lo demostró en su célebre serie “The Expanse”. En “La piedad de los dioses”, el autor vuelve a mostrar su destreza para equilibrar la construcción de mundos fascinantes con personajes profundamente humanos. Su escritura es ágil y visual, manteniendo al lector atrapado en un relato donde la acción y la introspección se entrelazan de manera magistral.
Esta novela se convierte en una reflexión sobre la naturaleza de la humanidad y sus límites cuando se enfrenta a la aniquilación. Corey no solo plantea preguntas sobre el bien y el mal, sino que también desafía las nociones de sacrificio, liderazgo y el peso de las decisiones que pueden cambiar el curso de una civilización. “La piedad de los dioses” es una lectura imprescindible para los amantes de la ciencia ficción que buscan algo más que batallas espaciales: una obra que mezcla emoción, profundidad y una narrativa absorbente.
Para Ursula K. Le Guin y Frank Herbert,
maestros que nunca llegamos a conocer
PRIMERA PARTE
Antes
Os preguntaréis durante cuánto tiempo luchamos los carryx en la gran guerra. Es una pregunta estéril. Los carryx dominamos las estrellas durante eras. Conquistamos a los ejia y a los kurkst, y nuestros sueños superaron a los Sin Ojos. Quemamos a los logotetas hasta que sus mundos quedaron reducidos a cristales barridos por el viento. Os gustaría saber cuál fue nuestro primer encuentro con el enemigo, pero en mi opinión sería más correcto afirmar que hubo muchos primeros encuentros a lo largo del tiempo y la distancia, de maneras que escapan a la definición de simultaneidad. El final es otra cosa. Presencié el principio de dicha catástrofe. Fue la humillación de un mundo insignificante llamado Anjiin.
No os podéis imaginar lo débil y desvalido que parecía. Arrasamos Anjiin con fuego, muerte y cadenas. Les arrebatamos lo que consideramos útil y sacrificamos a todos los que se resistieron. Y ahí reside nuestro arrepentimiento. De haberlos dejado en paz, no hubiese ocurrido nada de lo que tuvo lugar después. De haberlo reducido a cenizas y continuar nuestro camino, como habíamos hecho con otros tantos mundos, no estaría aquí contándoos la crónica de nuestro fracaso.
Infravaloramos a nuestro adversario y lo llevamos a nuestro hogar.
De Las últimas palabras de Ekur-Tkalal,
guardián-bibliotecario de la fracción
humana de los carryx
1
Más tarde, durante el final de todas las cosas, Dafyd se sorprendería de cuántas elecciones críticas de su vida le habían parecido insustanciales al tomarlas. Cuántos problemas resultaron ser triviales una vez pasados por el tamiz del tiempo. Incluso cuando se percataba de la gravedad de la situación, lo atribuía a algo erróneo. Había tenido miedo de acudir a la celebración de fin de año en el Edificio Académico aquella última vez. Pero resultó que ese miedo no iba dirigido a lo que realmente importaba.
—Vuestros biólogos siempre buscan el punto de partida, siempre formulan la pregunta adecuada, sin duda. Pero si de verdad queréis ir a lo adecuado… —El hombre alto y larguirucho que estaba junto a Dafyd señaló la brocheta de cerdo y manzana asados que tenía a la altura del pecho. El alcohol lo había dejado sin palabras por unos momentos—. Si de verdad queréis ir a lo adecuado, tenéis que apartar la vista de esos microscopios. Hay que levantar la cabeza.
—Tienes razón —convino Dafyd. No tenía ni idea de a qué se refería el tipo, pero sintió como si le estuviese dando una reprimenda.
—Baterías de sensores de largas distancias. Podemos crear un telescopio con una lente del diámetro del planeta. Literalmente. Con el mismo diámetro que el planeta. Con más, incluso. Aunque ya no me dedico a eso. Campo cercano. Esa es mi especialización ahora.
Dafyd emitió un ruido educado. El alto sacó un pedazo de carne de cerdo de la brocheta y, por un momento, dio la impresión de estar a punto de tirarlo al patio. Dafyd se lo imaginó cayendo dentro de la bebida de alguno de los presentes en la estancia.
Un instante después, el alto recuperó el control y se metió la comida en la boca. La voz le sonó entrecortada mientras tragaba:
—Estoy estudiando una zona anómala fascinante que se encuentra en el límite de la heliosfera y que tiene apenas un segundo luz de ancho. ¿Tienes idea de lo que pequeña que es para los telescopios convencionales?
—Pues no —respondió Dafyd—. ¿Un segundo luz no es una gran extensión de espacio, en realidad?
El alto soltó un bufido.
—Comparado con la heliosfera, es pequeñísima. —Se comió lo que le quedaba masticando sin ganas y luego soltó la brocheta sobre la barandilla. Se limpió la mano con una servilleta para luego extenderla—. Llaren Morse, observación astronómica de campo cercano en la academia Dyan. Encantado de conocerte.
Estrechársela significaba mancharse los dedos de grasa. Y, peor aún, comprometerse a seguir hablando. Fingir que acababa de ver a alguien y excusarse para marcharse de allí hubiese requerido buscar otra manera de pasar el tiempo. Era una decisión insustancial. Una que le pareció trivial.
—Dafyd —dijo mientras aceptaba el gesto. Al ver que Llaren Morse no había dejado de asentir, continuó—: Dafyd Alkhor.
La expresión del tipo cambió al oírlo. Una ligera arruga entre las cejas; una sonrisa incierta.
—Ese nombre me suena de algo. ¿En qué proyectos has estado?
—En ninguno. Seguramente te suene por mi tía. Forma parte del coloquio de financiación.
El gesto de Llaren Morse se tornó en uno profesional y formal al momento, tanto que Dafyd casi se imaginó que acababa de oír un chasquido que anunciase el cambio.
—Ah, sí. Seguramente sea eso.
—En realidad, no formamos parte de los mismos proyectos —dijo Dafyd un segundo después, quizá demasiado rápido—. Ahora mismo soy adjunto de investigación. Hago lo que me ordenan. Me limito a mantener la cabeza gacha.
Llaren Morse asintió y soltó un gruñido leve y evasivo. Después se quedó quieto, a caballo entre las ganas de no seguir hablando y aprovecharse de cualquier manera del sobrino de una mujer que controlaba la financiación. Dafyd tuvo la esperanza de que la próxima pregunta no fuese en qué proyecto estaba trabajando.
—Bueno, pues ¿de dónde eres? —preguntó Llaren Morse.
—De aquí. De Irvian —respondió—. He venido a pie desde mi apartamento, en realidad. Ni siquiera estoy aquí por… —Hizo un ademán en dirección a la multitud de debajo y luego a las galerías y los pasillos.
—¿No?
—He venido para encontrarme con una chica que también es de aquí.
—¿Y sabes si va a venir?
—Eso espero —comentó Dafyd—. Su novio seguro que viene. —Sonrió como si fuese un chiste. Llaren Morse se quedó de piedra y luego rio. Era un truco que hacía Dafyd, quitar hierro a la verdad dándole otro enfoque—. ¿Y tú? ¿Tienes a alguien que te espere en casa?
—Estoy prometido —dijo el hombre alto.
—¿Estás prometido? —Dafyd repitió con tono juguetón y cargado de curiosidad. Estaba a punto de llegar el momento en el que tenía que volver a dar más información sobre sí mismo.
—Desde hace tres años —explicó Llaren Morse—. Estamos esperando a que yo consiga una plaza de larga duración para hacerlo oficial.
—¿De larga duración?
—Los puestos de la academia Dyan duran dos años. Es imposible saber si mantendrán la financiación al terminar. Espero conseguir al menos cinco años más para luego asentarnos de verdad.
Dafyd metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y se apoyó en la barandilla.
—Parece que la estabilidad es muy importante para ti.
—Sí, lo es. No quiero centrarme en un puesto y que luego se lo asignen a otra persona, ¿sabes? Siempre que te esfuerzas mucho en tu trabajo y empiezas a conseguir resultados, llega un pez gordo y se lo queda para él.
Y luego siguieron hablando. Dafyd pasó la media hora siguiente repitiendo todo lo que decía Llaren Morse, ya fuese con sus palabras exactas o con sinónimos, o comentando lo que creía que el tipo pretendía decir con otras palabras. El tema de conversación pasó de la intriga académica de la Dyan a los padres de Llaren Morse y cómo lo habían animado para dedicarse a la investigación, para luego continuar con el divorcio de dichos progenitores y cómo los había afectado tanto a él como a sus hermanas.
El otro nunca llegó a percatarse de que Dafyd no le aportaba ni la más mínima información sobre sí mismo.
Dafyd escuchó porque se le daba bien hacerlo. Tenía mucha práctica. Lo ayudaba a no ser el centro de atención, y eran muchas las personas que ansiaban ser escuchadas sin saberlo. Al terminar dichas conversaciones, solía terminar por caerles bien. Y eso era algo muy práctico, incluso cuando esas personas no le caían bien a él.
Mientras Morse terminaba de hablarle sobre la manera en la que su hermana mayor había evitado las relaciones románticas con parejas que en realidad le gustaban, se armó un ligero escándalo en el patio de debajo. Aplausos y risas. Y luego, en el centro del alboroto, Tonner Freis.
Hacía ya un año, Tonner había sido uno de los líderes de investigación más prometedores. Joven, inteligente, exigente y con una gran intuición para detectar patrones propios de los sistemas con vida y para el apoyo institucional. Cuando la tía de Dafyd le había comentado de pasada que el tal Tonner Freis tenía potencial, se refería en realidad a que dentro de unos diez años, cuando hiciese lo que se esperaba de él y llegase a la cima, sería el tipo de hombre capaz de ayudar a los investigadores inexpertos de su equipo a encauzar sus carreras. Era una persona con la que Dafyd podía llegar a sentirse identificado.
La mujer desconocía que el proyecto de reconciliación de proteomas de Tonner sería el más valorado del informe del concilio de la madrai, o que sería el elegido por el coloquio de investigación, la evaluación de la cámara alta del parlamento y el Grupo Bastian. Era el primer proyecto de un único semestre que había conseguido estar primero en las tres listas durante el mismo año. Tonner Freis, con esa sonrisa tensa y las canas prematuras de su pelo que se alzaban como columnas de humo de un cerebro sobrecalentado, era por el momento la mente más brillante de todo el mundo.
La distancia y el ángulo no permitían a Dafyd ver el rostro de Tonner con claridad desde el lugar en el que se encontraba. Ni a la mujer de vestido verde esmeralda que se hallaba a su lado. Else Annalise Yannin, que había abandonado su equipo de investigación para unirse al proyecto de Tonner, a quien le salía un hoyuelo en la mejilla izquierda cuando sonreía y dos en la derecha, la persona que daba golpecitos de ritmo complicado con los pies cuando pensaba, como si dejase su cuerpo bailando allí en el sitio mientras su mente vagabundeaba.
Else Yannin, la segunda al mando del grupo de investigación y amante reconocida de Tonner Freis. Era la persona a la que Dafyd esperaba ver allí aunque supiese que era un error.
—Que lo disfrutes —dijo Llaren Morse, que miraba a Tonner y el aplauso que le dedicaba todo el mundo. A Dafyd se le erizaron los pelillos de la nuca. Morse no se lo había dicho a él. El comentario iba dirigido a Tonner y había cierto tono de desdén en su voz.
—¿Que lo disfrute?
Pero el gesto del hombre alto le indicó a Dafyd que el truco no iba a volver a funcionar. Los ojos de Llaren Morse habían vuelto a adquirir una expresión cautelosa, más que la que tenía cuando había empezado a hablar.
—Debería dejarte marchar. Ya te he retenido aquí durante demasiado tiempo —comentó el hombre alto—. Encantado de haberte conocido, Alkhor.
—Igualmente —respondió Dafyd, que lo vio marchar en dirección a las galerías y los aposentos. La brocheta seguía abandonada en la barandilla. El cielo se había oscurecido y dejado paso a la luz de las estrellas. Una mujer que parecía tener unos años más que Dafyd pasó a su lado en silencio, cogió la brocheta y desapareció entre la multitud.
Dafyd intentó no darle más vueltas a la paranoia que lo embargaba.
Estaba cansado porque el año llegaba a su fin y todos los del equipo habían estado trabajando horas extra para terminar de procesar los datos. Se encontraba fuera de lugar en las reuniones de personalidades intelectuales y líderes políticos. Cargaba con el peso emocional de haberse encaprichado de manera inapropiada de una mujer que ya tenía pareja. Se avergonzaba de la impresión no del todo sin fundamento que le había dado a Llaren Morse, esa que indicaba que solo estaba allí porque alguien de su familia tenía más influencia que dinero.
Cualquiera de aquellas opciones era buena para tratar sus emociones con cierto escepticismo esa noche. Si se tenían en cuenta todas al mismo tiempo, no había lugar a dudas.
Y, al otro lado de la balanza, aquel atisbo de desprecio en la voz de Morse. «Que lo disfrutes».
Dafyd murmuró una grosería, frunció el ceño y se dirigió hacia la rampa que daba a los niveles superiores y las salas privadas del Edificio Académico, donde se reunían los administradores y los políticos.
El edificio estaba hecho de coral arbóreo y se elevaba cinco pisos sobre la extensión de césped que se abría hacia el este y la plaza hacia el oeste. No tenía nada de cuadrado y era curvilíneo por naturaleza. Unos cables muy sutiles de apoyo ayudaban con la tensión (cimientos que daban paso a soportes que pasaban a murallas que se abrían en ventanas hasta alcanzar los pináculos) y le daban a todo el lugar cierta sensación de movimiento y vida, como si de una fusión ascendente y retorcida de hiedra y hueso se tratara.
El interior contaba con pasillos muy amplios por los que corría la brisa, patios que se abrían hacia los cielos, aposentos privados que podían usarse tanto para pequeñas reuniones como para hacer las veces de dormitorios, estancias amplias que se aprovechaban para presentaciones o para bailes o para banquetes. El aire olía a cedro y a árboles akkeh. Las golondrinas arpa anidaban en la parte más alta y dedicaban sus cantos a las personas de debajo.
Durante la mayor parte del año, era un edificio multiusos de la Madrai de Investigación Irviana y servía a todas las filiales académicas que se adherían a aquella institución que abarcaba toda la ciudad. Aparte de un fracaso humillante en una evaluación durante su primer año, Dafyd tenía buenos recuerdos del lugar y de los momentos que había pasado allí. La celebración de fin de año era diferente. Era una maraña de mentiras. Un campo de minas moteado con pepitas de oro, oportunidades y desastres entremezclados e indistinguibles.
Primero, suponía una oportunidad para que los académicos e investigadores más eminentes y los conservatorios de investigación de la gran madrai de Anjiin se uniesen para socializar de manera informal. En la práctica, ese «de manera informal» conllevaba unas normas de comportamiento veladas e intrincadas y una jerarquía social impuesta inflexiblemente pero confusa al mismo tiempo. Y una de esa gran cantidad de normas blindadas de protocolo era que las personas tenían que fingir que dichas normas de protocolo no existían. Quién hablaba con quién, quién podía hacer un chiste y quién tenía que reír, quién podía coquetear y quién tenía que permanecer distante e inalcanzable; normas todas tácitas cuyo incumplimiento llamaba la atención de la comunidad.
En segunda instancia, era un momento en el que se podía evitar la política y competir abiertamente por la financiación necesaria al principio de cada nuevo semestre. Esa era la razón por la que todas las conversaciones y comentarios estaban impregnados de insinuaciones y matices sobre el puesto en el que habían quedado los estudios, qué hilos del tapiz del conocimiento iban a apoyarse y cuáles iban a tener que cortarse, quién lideraría los equipos de investigación y quién entregaría todo su esfuerzo en ayudar a las mentes más brillantes.
Y, finalmente, toda la comunidad podía participar en la celebración. En teoría, se aceptaba hasta al aprendiz de académico más inexperto. En la práctica, Dafyd no solo era el más joven del lugar, sino que también era el único auxiliar académico que acudía como invitado. El resto de las personas de su rango que estaban por allí esa noche se dedicaban a sacar algo de dinero adicional sirviendo bebidas y tapas a sus superiores.
Algunas personas llevaban chaqueta de cuello formal y vestidos de los colores de la madrai en la que vivían o de sus laboratorios de investigación. Otras iban ataviadas con el lino sin teñir propio del verano, prendas que el recién nombrado alto magistrado había puesto de moda. Dafyd iba formal a su manera: una chaqueta larga color carbón sobre una camisa bordada y unos pantalones ajustados. Era un buen conjunto, pero se había asegurado de que no llamase demasiado la atención.
El personal de seguridad deambulaba por las zonas ocupadas por las personas de mayor estatus, pero Dafyd recorría el lugar con la confianza descuidada de alguien acostumbrado a tener vía libre y ser respetado. Habría resultado muy fácil buscar en el sistema local la ubicación de Dorinda Alkhor, pero era muy probable que su tía viese la búsqueda y supiese que Dafyd iba en camino. De enterarse antes de verlo… Bueno, mejor que no lo hiciera.
…
James S. A. Corey. Un intrigante seudónimo que fusiona los segundos nombres de Daniel Abraham y Ty Franck, junto con las iniciales de la hija de Abraham, nos sumerge en el universo literario de la ciencia ficción. Nacidos en 1969, este dúo creativo se embarcó en su viaje literario con "El despertar del Leviatán" en 2011, marcando el inicio de la aclamada serie "The Expanse". Esta odisea espacial ha conquistado el corazón de lectores y críticos, logrando reconocimientos como el Premio Hugo a la mejor serie en 2020.
La serie "The Expanse" se erige como una epopeya moderna de ciencia ficción, iniciando con la nominada al Premio Hugo, "El despertar del Leviatán". La trama se expande a través de novelas como "La puerta de Abadón", ganadora del Premio Locus en 2014, y "Los juegos de Némesis". En su travesía literaria, entre cada par de libros, Abraham y Franck han tejido historias cortas, como "The Butcher of Anderson Station" y "Gods of Risk", consolidando la riqueza narrativa de su universo.
Más allá de "The Expanse", exploraron otras galaxias literarias. Su incursión en Star Wars con "Honor Among Thieves" y la participación en la antología "Old Mars" de George R. R. Martin, evidencian su versatilidad y contribución al género. Con cada obra, desde las novelas principales hasta las historias cortas, James S. A. Corey ha dejado una huella indeleble en la ciencia ficción contemporánea. Su último acto, "La caída del Leviatán" en 2021, cierra magistralmente este capítulo extraordinario en el cosmos literario.