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La otra hija

Resumen del libro:

La otra hija es una obra conmovedora de la aclamada escritora francesa Annie Ernaux. En esta novela autobiográfica, Ernaux revive el recuerdo de su hermana fallecida durante la infancia de ambas en la región de Normandía. Este relato, impregnado de una profunda tristeza, se convierte en el núcleo de su escritura, explorando la conexión entre literatura, pérdida y la reconstrucción de la memoria.

Annie Ernaux, reconocida como una de las mejores escritoras contemporáneas, se caracteriza por su estilo narrativo sutil y evocador. Su obra, siempre autobiográfica, desentraña las complejidades de las experiencias humanas a través de una lente personal y profundamente introspectiva. Ernaux ha recibido múltiples premios y reconocimientos a lo largo de su carrera, consolidándose como una figura central en la literatura francesa y mundial.

En La otra hija, Ernaux nos sumerge en un viaje introspectivo, donde la ausencia y la presencia se entrelazan de manera inextricable. A través de una prosa sencilla pero poderosa, la autora nos lleva a reflexionar sobre cómo las pérdidas impactan y moldean nuestra identidad y memoria. La narrativa no sólo se enfoca en el dolor de la ausencia, sino también en cómo la memoria puede ser un refugio y un medio para darle sentido a la vida.

La novela destaca por su capacidad de convertir una experiencia personal en un tema universal, resonando con cualquier lector que haya enfrentado la pérdida de un ser querido. Ernaux maneja con maestría la sutileza emocional, logrando que cada página esté cargada de significado y profundidad.

La otra hija no es simplemente un libro sobre la muerte de una hermana; es una exploración profunda de la condición humana, de cómo las sombras del pasado continúan influyendo en el presente y de la manera en que la literatura puede servir como un vehículo de sanación y autodescubrimiento. La obra de Ernaux, con su enfoque en lo cotidiano y lo personal, nos invita a reflexionar sobre nuestras propias vidas y recuerdos.

En conclusión, La otra hija es una novela imprescindible para los amantes de la literatura autobiográfica y para aquellos interesados en explorar la relación entre memoria, pérdida y escritura. Annie Ernaux nos ofrece una obra que, a través de su aparente simplicidad, revela una complejidad emocional y literaria que la confirma como una de las voces más importantes de nuestro tiempo.

La maldición de los niños es que creen.

FLANNERY O’CONNOR
Los violentos lo arrebatan

Es una foto color sepia, ovalada, pegada al cartón amarillento de una carpetilla, muestra a un bebé posando de tres cuartos en unos cojines festoneados, superpuestos. Lleva una camisola bordada, cerrada con una amplia presilla sobre la que va anudado un gran lazo por detrás de los hombros, como una gruesa flor o las alas de una mariposa gigante. Un bebé larguirucho, descarnado, cuyas piernas, separadas, avanzan estirándose hacia el borde de la mesa. Bajo su cabello castaño, recogido en un único rizo sobre su frente abombada, abre los ojos de par en par con una intensidad casi devoradora. Sus brazos, extendidos igual que los de una pepona, parecen agitarse. Se diría que va a dar un brinco. Al pie de la foto, la firma del fotógrafo —M. Ridel, Lillebonne—, cuyas iniciales entrelazadas adornan también la esquina superior izquierda de la carpetilla, muy sucia, con las tapas medio sueltas.

De pequeña, creía —debieron de decírmelo— que era yo. No soy yo, eres tú.

Sin embargo, había otra foto mía, tomada por el mismo fotógrafo, en la misma mesa, con el cabello castaño recogido también en un solo rizo, pero ahí se me veía rolliza, con los ojos hundidos en una carita redonda y una mano entre los muslos. Recuerdo que entonces me intrigó la diferencia, patente, entre ambas fotos.

***

Para Todos los Santos, voy al cementerio de Yvetot a poner flores en las dos tumbas. La de los padres y la tuya. De un año para otro, se me olvida la ubicación exacta, pero me oriento gracias a la cruz alta y muy blanca, visible desde la alameda central, que corona tu tumba, junto a la de ellos. Deposito en cada una un crisantemo de distinto color, a veces en la tuya un helecho, cuya maceta hundo en la gravilla de la jardinera excavada adrede al pie de la losa.

No sé si se piensa mucho ante las tumbas. Frente a la de los padres, me quedo un momento. Es como si les dijera «aquí estoy» y les mostrara en qué me he convertido un año después, lo que he hecho, escrito, lo que espero escribir. Después paso a la tuya, a la derecha, miro la lápida, siempre leo la inscripción en caracteres dorados, demasiado relucientes, rehechos burdamente en los años noventa por encima de los viejos, más pequeños y ya ilegibles. Por iniciativa propia, el marmolista suprimió la mitad de la inscripción original, optando por dejar debajo de tu apellido y tu nombre esta única mención, seguramente porque le pareció primordial: «Fallecida el Jueves Santo de 1938». Eso fue lo que me sorprendió la primera vez que vi tu tumba. Como la prueba, grabada en piedra, de la elección de Dios y de tu santidad. Llevo veinticinco años viniendo a visitar las tumbas y a ti nunca tengo nada que decirte.

***

Según el registro civil, eres mi hermana. Llevas el mismo patronímico que yo, mi apellido de soltera, «Duchesne». En el libro de familia de los padres, casi despedazado, en la rúbrica Nacimiento y Fallecimiento de los Hijos del Matrimonio, figuramos la una seguida de la otra. Tú, arriba, con dos sellos del ayuntamiento de Lillebonne (departamento del Sena Inferior); yo, con uno solo —la casilla de mi defunción aparecerá en otro libro de familia oficial, el que da fe de mi reproducción de una familia, con otro apellido.

Pero tú no eres mi hermana, nunca lo fuiste. No hemos jugado, comido, dormido juntas. Nunca te toqué, nunca te besé. No sé de qué color tienes los ojos. Nunca te he visto. No tienes cuerpo ni voz, solo eres una imagen plana en unas cuantas fotos en blanco y negro. No conservo ningún recuerdo de ti. Llevabas dos años y medio muerta cuando nací yo. Tú eres la criatura del cielo, la niñita invisible de la que nunca se habla, la ausente de todas las conversaciones. El secreto.

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Siempre has estado muerta. Ya muerta, entraste en mi vida en el verano de mis diez años. Naciste y moriste en un relato, como Bonny, la hijita de Scarlett y de Rhett en Lo que el viento se llevó.

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La escena del relato transcurre durante las vacaciones de 1950, el último verano lleno de juegos de la mañana a la noche entre primas, algunas chicas del barrio y las veraneantes de vacaciones en Yvetot. Jugábamos a las tiendas, a los adultos, fabricábamos casas en las numerosas dependencias del patio del bar-tienda de mis padres, con botelleros, cajas de cartón y trapos viejos. Cantábamos por turnos, de pie en los columpios, «Molinero, molinero, no vengas de noche a verme» y «Ojos verdes, verdes como la albahaca, verdes como el trigo verde», como en los concursos radiofónicos. Nos escapábamos para ir a coger moras. Los padres nos prohibían andar con chicos so pretexto de que ellos preferían los juegos brutales. Por la noche nos despedíamos más sucias que el palo de un gallinero. Yo me lavaba brazos y piernas feliz, pensando en volver a empezar al día siguiente. Un año después, las chicas se desperdigarán, o se enfadarán, y yo me aburriré y me dedicaré solo a leer.

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Me gustaría poder seguir describiendo aquellas vacaciones, alargar la cosa. Hacer el relato de este relato supondrá acabar con las vivencias borrosas, será como revelar un carrete de fotos conservado en un armario desde hace sesenta años y nunca positivado.

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Es domingo, cae la tarde, al principio del camino estrecho que limita con la parte trasera del bar-tienda de los padres está la Rué de l’École, así llamada por el parvulario privado que hubo allí a principios de siglo, junto al jardincillo de rosas y dalias protegido por una alta alambrada paralela a un múrete situado sobre un talud de malas hierbas. Desde hace un rato indeterminado, mi madre mantiene una animada conversación con una joven de Le Havre que pasa las vacaciones con su hija de cuatro años en casa de sus suegros, los S., que se encuentra en la misma Rué de l’École, unos diez metros más allá. Seguramente ha salido de la tienda, que en esa época está siempre abierta, para charlar con su clienta. Juego junto a ellas con la cría, que se llama Mireille, al pillapilla. No sé qué fue lo que me alertó, quizá la voz de mi madre, repentinamente más baja. Me puse a escuchar, como si se me hubiera cortado la respiración.

«La otra hija» de Annie Ernaux

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