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La obra

La obra - Émile Zola

La obra - Émile Zola

Resumen del libro:

Novela sobre la naturaleza de la creación artística, sobre el amor, la amistad y sobre el fascinante y complejo alumbramiento del impresionismo, La obra es uno de los títulos más valientes y perdurables de la literatura del siglo XIX. Perteneciente al ciclo de los Rougon-Macquart, La obra, la novela más autobiográfica de su autor, está inspirada en la relación del propio Zola con Cézanne. El pintor Claude Lantier intenta terminar un óleo de grandes dimensiones que represente la modernidad del Segundo Imperio, en los albores del movimiento impresionista. Su enfermiza obsesión se verá mezclada con el amor de Christine —la mujer que le sirve de modelo— y su difícil amistad con el novelista Sandoz. Esta edición, que recoge la reciente traducción de José Ramón Monreal, se abre con un amplio estudio de Ignacio Echevarría, uno de los editores y críticos literarios más reputados de nuestro país. «¿Existe, en arte, otra cosa que dar lo que se lleva dentro?».

I

Claude pasaba por delante del Ayuntamiento, y daban las dos en el reloj, cuando estalló la tormenta. Había perdido la noción del tiempo mientras vagabundeaba por Les Halles, durante aquella noche abrasadora de julio, como el buen artista que gusta de pasear ociosamente, enamorado del París nocturno. De pronto se puso a llover a cántaros y echó a correr, a trotar desmadejado y como loco, a lo largo del quai de la Grève. Pero, en el Pont Louis-Philippe, se detuvo, irritado por sus resoplidos: aquel miedo al agua le parecía una estupidez; y, en las densas tinieblas, bajo el azote del chaparrón que inundaba los mecheros de gas, atravesó lentamente el puente con las manos bailándole.

Por lo demás, sólo le quedaban a Claude unos pocos pasos para llegar. Cuando torcía hacia el quai de Bourbon, en la Île Saint-Louis, un vivo relámpago iluminó la recta y uniforme hilera de los viejos palacetes alineados delante del Sena, al borde de la estrecha calzada. A su fulgor relumbraron los cristales de las altas ventanas sin persianas, y pudo verse el marcado aspecto triste de las antiguas fachadas con muy nítidos detalles: un balcón de piedra, un barandal de terraza y la guirnalda esculpida de un frontón. Era allí donde el pintor tenía su estudio, en el altillo del antiguo palacete de Martoy, esquina a la rue de la Femme-sans-Tête. El muelle apenas entrevisto quedó inmediatamente sumido de nuevo en las tinieblas y un formidable trueno hizo retemblar el barrio dormido.

Al llegar ante su puerta, una vieja puerta redondeada y baja, revestida de hierro, Claude, cegado por la lluvia, buscó a tientas para tirar del cordón de la campanilla; y cuál no sería su sorpresa cuando tuvo un sobresalto al encontrarse en el rincón, pegado contra la madera, un cuerpo vivo. Luego, al súbito resplandor de un segundo relámpago, vio a una muchacha alta, vestida de negro y calada ya hasta los huesos, que temblaba de miedo. Tras haber sacudido el trueno a ambos, él exclamó:

—¡Ah, ésta sí que no me la esperaba!… ¿Quién es usted? ¿Qué desea?

Ya no la veía, sólo la oía sollozar y farfullar.

—¡Oh!, no me haga ningún daño, caballero… La culpa es del cochero que tomé en la estación, y que me ha dejado cerca de esta puerta haciéndome bajar de malos modos… Sí, ha descarrilado un tren, por la parte de Nevers. Hemos llegado con cuatro horas de retraso y no he encontrado a la persona que debía estar esperándome… ¡Dios mío!, es la primera vez que vengo a París, señor, no sé dónde estoy…

Un relámpago cegador le cortó la palabra; y sus dilatados ojos recorrieron con pavor aquel rincón de la ciudad desconocida, la violácea aparición de una ciudad fantasmal. Había dejado de llover. En la margen opuesta del Sena, el quai des Ormes presentaba su hilera de casitas grises, abigarradas en su parte baja por el revestimiento de madera de las tiendas y que destacaban en lo alto con sus tejados desiguales, mientras el dilatado horizonte se aclaraba, por la izquierda, hasta las pizarras azules de los desvanes del Ayuntamiento, y, por la derecha, hasta la plomiza cúpula de Saint-Paul. Pero lo que sobre todo le cortaba la respiración era el encajonamiento del río, la profunda fosa por donde discurría el Sena en aquel lugar, negruzca, desde los pesados pilares del Pont Marie hasta los ligeros arcos del nuevo Pont Louis-Philippe. Extraños bultos informes poblaban el agua: una flotilla fija de botes y de yolas, un lavadero flotante y una draga amarrados en el muelle; luego, allí abajo, en la ribera opuesta, unas gabarras repletas de carbón, chalanas cargadas de moleña, dominadas por el brazo gigantesco de una grúa de hierro. Todo desapareció.

«¡Bah!, es una perdida —pensó Claude—, una pelandusca puesta de patitas en la calle y que anda en busca de un hombre».

Era desconfiado con las mujeres: esa historia del accidente, del retraso del tren, el bruto del cochero, le parecía un invento ridículo. La muchacha, al retumbo del trueno, se había pegado más contra el rincón de la puerta, aterrada.

—Pero no puede usted pasar aquí la noche —prosiguió en voz alta.

Ella lloraba más fuerte, balbució:

—Hágame el favor, caballero, lléveme a Passy… Es a Passy a donde voy.

Él se encogió de hombros: ¿le tomaba por tonto? Maquinalmente se había vuelto hacia el quai des Célestins, donde había un puesto de coches. No se veía brillar un solo farol.

—¿A Passy, querida mía?, ¿y por qué no a Versalles?… ¿Dónde diablos quiere que encontremos un coche a estas horas, y con un tiempo como éste?

Pero ella dio un grito, deslumbrada por otro relámpago; y, esta vez, acababa de ver de nuevo la trágica capital en un mar de sangre. Era una inmensa abertura, a través de la cual surgieron los dos extremos del río que se hundían hasta donde se perdía la vista, en medio de las rojas brasas de un incendio. Aparecieron los más nimios detalles, se pudo distinguir las ventanitas cerradas del quai des Ormes, las dos bocacalles de la Masure y del Paon-Blanc, que cortan la línea de las fachadas; cerca del Pont Marie, se habrían podido contar las hojas de los grandes plátanos, que formaban un soto de magnífico verdor, mientras que, en el lado opuesto, debajo del Pont Louis-Philippe, en el Mail, habían relumbrado los bombos[1] alineados en cuatro filas, llenos hasta los topes de montones de manzanas amarillas. Y pudieron verse también los remolinos del agua, la alta chimenea del lavadero flotante, la cadena inmóvil de la draga, unos montones de arena en el puerto de enfrente, un lío tremendo de cosas, un hacinamiento que abarrotaba la caudalosa corriente, el foso abierto de un extremo al otro del horizonte. El cielo se hundió en la sombra, la corriente no arrastró más que tinieblas, en medio del estruendo del rayo.

—¡Oh, Dios mío!, es el fin… ¡Oh, Dios mío! ¿Qué va a ser de mí?

En esto se puso a llover de nuevo tan recio y con un viento tal que barría el muelle con una violencia de exclusas abiertas.

—Vamos, déjeme entrar —dijo Claude—, esta situación es insostenible.

La obra – Émile Zola

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