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La novia de Lammermoor

La novia de Lammermoor - Walter Scott - Drama

La novia de Lammermoor - Walter Scott - Drama

Resumen del libro:

La novela nos ubica en Escocia, durante el gobierno entre 1702 y 1714. La trama relata los infortunios de un amor desgraciado entre Lucy Ashton y el enemigo de su familia, el Master de Ravenswood. El Master de Ravenswood y Lucy Ashton se enamoran pero ella es hija del Lord Keeper, enemigo de Ravenswood y asesino indirecto de su padre a quien juró vengar su muerte. El Lord Keeper conoce las intenciones asesinas del Master, y tratando de librarse de su rencor propicia una relación entre éste y su hija, que se prometen en matrimonio pese a la oposición de Lady Ashton, madre de Lucy. Pero cuando Lady Ashton vuelve lo hace con un fin: expulsar al Master de su castillo y casar a su hija con un enemigo del Master, Bucklaw. El Master, que abandonó por amor sus ansias de vengar el honor de su padre y recuperar sus posesiones familiares perdidas por un cambio de política que favoreció al Lord Keeper, huye un año y vuelve cuando Lucy se va a casar para impedir romper su relación.

Capítulo I. Donde aun no comienza esta historia pero se decide su autor a escribirla

POCOS estuvieron al tanto de cómo compuse estas narraciones, que no es probable sean publicadas en vida de su autor. Aunque esto ocurriese, no ambiciono la honrosa distinción digito monstrarier. Confieso que preferiría permanecer oculto tras la cortina, como el ingenioso manipulador de Polichinela, disfrutando del asombro y de las conjeturas de mi público. Quizás entonces pudiera ver ensalzadas por los juiciosos y admiradas por los sensibles las producciones del desconocido Peter Pattieson, mientras el crítico las atribuyese a alguna celebridad literaria, y la cuestión de cuándo y por quién fueron escritos estos relatos llenara huecos de charla en centenares de círculos y tertulias. No disfrutaré de esto mientras viva; pero a más tampoco se atrevería nunca a aspirar mi vanidad.

Soy demasiado tenaz en mis costumbres, y demasiado poco refinado en mis modales, para envidiar o aspirar a los honores concedidos a mis contemporáneos. No podría mejorar ni una pizca el concepto que tengo de mí mismo aun en el caso de que se me estimase digno de figurar como león, durante un invierno, en la gran metrópolis. No me podría exhibir luciendo mis habilidades, como una fiera de circo bien amaestrada; y todo al barato precio de una taza de café y una rebanadita (fina como barquillo) de pan con mantequilla. Y mal podría resistir mi estómago la repugnante adulación con que en tales ocasiones suele mimar la señora anfitrión a sus monstruos de feria, lo mismo que atiborra a sus loros con dulzainas cuando quiere hacerles hablar ante la gente. Perferiría permanecer toda mi vida en un molino —si me ponen en esa alternativa— moliendo mi propio pan, que servir de diversión a filisteos lords o ladies. Y esto no viene de que sienta aversión, o la finja, por esa aristocracia, sino de que ellos tienen su sitio y yo el mío; como la vasija de hierro y la de barro en la antigua fábula, sería yo quien saldría perdiendo en el caso de un choque. Pero con estos escritos varía el asunto. Pueden ser leídos o dejados a un lado a voluntad; divirtiéndose con su lectura, no promoverán los poderosos falsas esperanzas; no prestándoles atención o condenándolos, no mortificarán al autor; y son contadas las veces que pueden conversar, sin causar uno de estos efectos, con los que esforzaron su ingenio para solaz de ellos. Podría yo decir en el mejor sentido: Parve, nec invideo, sine me, liber, ibis in urbem. Pero no me asocio al pesar de Ovidio por no poder acompañar personalmente al libro que enviaba al mercado de la literatura, el placer y el lujo.

Si no hubiera ya centenares de casos, el destino de mi pobre amigo y compañero de colegio Dick Tinto, sería suficiente para prevenirme contra el afán de buscar la felicidad en la fama que pueda dar el cultivo afortunado de las bellas artes.

Dick Tinto solía derivar su origen —una vez que se tuvo por artista— de la antigua familia de Tinto, del lugar de este nombre en el Lanarkshire, y alguna vez dio a entender que, al usar el lápiz como principal medio de sustento, hubo de manchar en cierto modo su noble sangre. Pero aunque la genealogía de Dick era limpia, algunos de sus antepasados debieron de haber caído aún más que él, ya que el bueno de su padre ejerció el necesario —y confío que honrado— oficio, pero desde luego no muy distinguido, de sastre en el pueblo de Langdirdum, en el oeste. Bajo su humilde techo nació Richard, y desde niño quedó incorporado al humilde negocio de su padre, contrariando en gran manera su vocación. El viejo míster Tinto no pudo alegrarse de haber forzado el genio juvenil de su hijo a torcer su inclinación natural. Le ocurría como al chico que trata de contener con un dedo el cañón de una cisterna mientras el chorro, exasperado por esta compresión, escapa por mil salidas insospechadas y lo empapa por haberse tomado ese trabajo. Que fue lo sucedido a Tinto padre, a quien su prometedor aprendiz no sólo le gastaba toda la tiza en dibujar sobre la mesa de confección, sino que hasta hizo varias caricaturas a los mejores clientes de su padre, los cuales comenzaron a murmurar que resultaba demasiado pesado el que después de ser deformadas sus personas por los trajes del padre, viniera encima a ridiculizarlos el lápiz del hijo. Esto produjo el consiguiente descrédito y pérdida de clientela, hasta que el viejo sastre, cediendo al destino y a las suplicas de su hijo, le consintió probar fortuna en un terreno para el que se hallaba mejor dotado.

Había por esta época en el pueblo de Langdirdum un peripatético «hermano de la brocha» que ejercía su profesión al aire libre y era objeto de admiración para todos los muchachos del pueblo, especialmente para Dick Tinto. Todavía no se había adoptado —entre otras indignas simplificaciones— ese inmoderado afán de economía que cierra un camino fácilmente accesible a los estudiantes de bellas artes, al substituir con caracteres escritos los dibujos simbólicos. Aún no se permitía escribir sobre la puerta enyesada de una taberna o en la muestra de una posada: «La urraca vieja» o «La cabeza del sarraceno», poniéndose, en vez de esta fría descripción, las vivas efigies de la plumífera charlatana y el ceño enturbantado del terrorífico sultán.

Dick Tinto se hizo ayudante de aquel héroe de tan decaída profesión y así, cosa frecuente entre los genios de esta sección de las bellas artes, comenzó a pintan antes de tener noción alguna de dibujo. Su talento para observar la naturaleza le indujo pronto a rectificar los errores de su maestro. Brilló especialmente pintando caballos, por ser éstos un motivo favorito en las muestras de los pueblos escoceses. Y, al estudiar sus adelantos, es sorprendente observar cómo aprendió gradualmente a acortar los lomos y prolongar las patas de estos nobles animales, hasta que fueron pareciéndose menos a los cocodrilos y más a las jacas. La maledicencia, que siempre persigue al mérito con zancadas proporcionadas al avance de éste, ha afirmado que una vez pintó Dick un caballo con cinco patas. Podría basarme para defenderlo en la licencia que suele concederse a esa rama de su profesión, libertad que al permitir toda clase de combinaciones irregulares, puede muy bien extenderse hasta adjudicar un miembro supernumerario en un tema favorito de las muestras. Pero la causa de un amigo fallecido es sagrada, y no me permitiría tratarla tan por encima. He visitado la muestra en cuestión, que todavía se balancea en Langdirdum; y estoy dispuesto a declarar bajo juramento que lo que ha sido tomado erróneamente como la quinta pata del caballo es, en realidad, la cola de dicho cuadrúpedo. Considerando la postura en que ha sido trazado, viene a ser un alarde artístico. Como la jaca ha sido representada en posición rampante, resulta que la cola, prolongada hasta el suelo forma un point d’appui y sirve de trípode a la figura, ya que sin ella sería difícil concebir, colocados los pies como están, cómo podría sostenerse el corcel sin caerse hacia atrás. Esta atrevida creación se halla, afortunadamente, bajo la custodia de alguien que sabe apreciarla en todo su valor. En efecto, cuando Dick, más perfeccionado ya en su arte, comenzó a dudar de la licitud de una desviación artística tan audaz y quiso hacerle un retrato al posadero para cambiárselo por la obra de su juventud, fue rechazado el amable ofrecimiento por el sensato cliente, el cual había observado, según parece, que, cuando su cerveza fallaba en alegrar a sus huéspedes, bastaba una ojeada a la muestra para ponerles de buen humor, y no era este detalle para ser despreciado por un respetable comerciante.

En medio de sus luchas y necesidades, Dick Tinto recurrió, como sus colegas, a cargar sobre la vanidad de los humanos el impuesto que no pudo sacar del buen gusto y de la liberalidad de éstos; en dos palabras: pintó retratos. Al llegar al grado de perfeccionamiento en que Dick se elevó sobre su primera actividad, y no permitía alusión alguna a ella, fue cuando nos encontramos de nuevo, tras una separación de varios años, en el pueblo de Gandercleugh, yo, con mi actual situación y Dick pintando reproducciones del rostro humano a guinea por cabeza. Remuneración no muy crecida, pero que bastaba por lo pronto para cubrir las modestas necesidades de Dick; de modo que ocupaba una habitación en el hotel Wallace y vivía bien y contento.

Aquella felicidad no podía durar. Cuando el honorable Señor de Gandercleugh con su mujer y sus tres hijas, el clérigo, el aforador, mi estimado mecenas, míster Jedediah Cleishbotham, y una docena más de personas acomodadas hubieron sido consignadas a la inmortalidad por el pincel de Tinto, empezó a flaquear la clientela, y no fue posible arrancar más que coronas y medias coronas de las ásperas manos de los campesinos cuya ambición conducía al estudio de Tinto.

La novia de Lammermoor – Walter Scott

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