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La noche de todos los santos

Resumen del libro:

La noche de todos los santos es una novela de la escritora estadounidense Anne Rice, publicada en 2011. Se trata de una obra ambientada en la Nueva Orleans del siglo XIX, antes de la guerra de Secesión, que narra la vida de una casta muy peculiar: los descendientes de los esclavos negros y los esclavistas blancos franceses y españoles.

Los protagonistas son Marcel y Marie, dos hermanos mestizos que viven en el barrio francés de la ciudad. Su padre, un rico comerciante blanco, les ha prometido una buena educación y una vida digna. Sin embargo, las tensiones sociales y raciales, los prejuicios y los secretos familiares pondrán a prueba su destino.

La novela es una recreación histórica y cultural de una época y un lugar fascinantes, donde se mezclan la música, el vudú, el carnaval, el amor y la violencia. Anne Rice, autora de las famosas Crónicas Vampíricas, nos ofrece una historia apasionante sobre el mestizaje, la identidad y la libertad.

Si te gustan las novelas históricas con un toque de misterio y romance, no te pierdas La noche de todos los santos de Anne Rice. Un libro que te transportará a una Nueva Orleans llena de color y magia.

Mortifica mi corazón, Divina Trinidad,
pues hasta ahora me has llamado, inspirado
e iluminado con objeto de enmendarme;
pero a fin de que pueda alzarme y mantenerme erguido
emplea tu poder para derribarme,
troncharme, quemarme y hacer de mí un hombre nuevo.

JOHN DONNE.

Antes de la Guerra de Secesión vivía en Luisiana un pueblo sin igual en la historia del Sur, porque aunque descendía de los esclavos africanos llevaba también la sangre de los franceses y españoles que los habían esclavizado. Los europeos tenían la costumbre de liberar a los hijos de sus esclavas concubinas, y estas personas eran los descendientes de tales uniones.

A medida que pasaba el tiempo aumentaba el número de mulatos refugiados que huían de las guerras tribales del Caribe, y así nació una casta que llegó a ser conocida como los Negros Libres, o gens de couleur libre. Pero era una denominación irónica. Apartados de la sociedad blanca, no tuvieron nunca libertad política, ni siquiera el pleno derecho a la libertad de expresión, y siempre estuvieron subordinados.

Aun así, en ese mundo indefinido entre el blanco y el negro se alzó una aristocracia. Surgieron artistas, poetas, escultores y músicos, hombres y mujeres ricos, educados y distinguidos. Hubo entre ellos dueños de plantaciones, científicos, comerciantes y artesanos. Y la fascinación que sus hermosas mujeres ejercían sobre los blancos acomodados de Luisiana llegó a convertirse en leyenda.

Estas gentes han quedado enterradas en la historia. Muchos, después de la Guerra de Secesión, se destacaron como líderes en la lucha por los derechos de los esclavos libres y los suyos propios, pero esa batalla acabó en tragedia. El final de la era de la Reconstrucción fue el presagio de muerte para esta clase. Y en la creciente ola de racismo que invadía la nación, el espíritu y el genio de las gens de couleur libres cayeron en el olvido.

Pero esta historia transcurre antes de esa época, en la Belle Epoque anterior a la Guerra de Secesión, cuando unas dieciocho mil gens de couleur prosperaban en las atestadas calles de la ciudad francesa de Nueva Orleans y compartían con el resto de la humanidad la bendición de ignorar lo que les deparaba el futuro.

Volumen uno

Primera parte

—I —

Un muchacho corría a toda velocidad por la Rue Ste. Anne de Nueva Orleans, una mañana calurosa. Justo antes de llegar a la esquina con Condé, donde la calle se convertía en el lindero sur de la Place d’Armes, se detuvo bruscamente con la respiración entrecortada y se puso a seguir sin ningún disimulo a una mujer alta.

Aunque el chico estaba a varias manzanas de su casa vivía en esa misma calle, igual que la mujer, de modo que muchos de los transeúntes que iban al mercado o que mataban el tiempo en la puerta de sus tiendas, respirando un poco de aire, los conocían y pensaron: «Ése es Marcel Ste. Marie, el hijo de Cecile. ¿Qué estará haciendo?».

Eran las calles de la ribera en la década de 1840, atestadas de inmigrantes. Cada patio, cada verja, era un encuentro de mundos diferentes. Pese al gentío y al bosque de mástiles que se alzaba por encima de las tiendas del muelle, el Barrio Francés era ya entonces una pequeña ciudad, una ciudad donde la mujer alta era muy conocida.

Todos estaban acostumbrados a los ocasionales paseos sin rumbo de aquella desaliñada figura cuya riqueza y hermosura hacían de ella una ofensa pública. Lo que les preocupaba era Marcel. Aunque no lo conocían, muchos se lo quedaban mirando porque era un personaje que llamaba la atención.

Se notaba que tenía sangre africana, que probablemente era cuarterón, y su herencia blanca y negra se fundía en él en una insólita mezcla en extremo hermosa pero indeseable, pues aunque su piel era más clara que la miel, más clara incluso que la de muchos blancos que no dejaban de observarlo, tenía unos grandes ojos azules que parecían oscurecerla. Su pelo rubio y crespo, que le rodeaba la cabeza como una gorra, era inconfundiblemente africano. Tenía cejas altas y bien dibujadas, que conferían a su expresión una sorprendente franqueza, nariz pequeña y delicada, con los agujeros muy abiertos, y labios gruesos de niño, de un color rosa pálido. Más adelante serían sensuales, pero ahora, a sus catorce años, tenían forma de corazón, sin una sola línea dura. El vello del labio superior era oscuro, como los rizos que formaban sus patillas.

Era la suya, en fin, una apariencia de contrastes, y aunque todos sabían que hombres más atezados pasaban por blancos, Marcel nunca podría. Y aquellos que no veían en él nada especial, se sorprendían a veces mirándolo con insistencia sin saber por qué, incapaces de examinarlo de un solo vistazo. Las mujeres lo encontraban exquisito.

La piel dorada del dorso de sus manos parecía sedosa y traslúcida. El muchacho tenía la costumbre de coger de pronto las cosas que le interesaban con un gesto reverente de sus largos dedos. Y a veces, cuando estaba junto a un escaparate o bajo alguna farola, la luz convertía su pelo crespo en un halo en torno a su cabeza, y sus ojos reflejaban el serio deleite de esos santos bizantinos de rostro redondo extasiados con la visión beatífica.

De hecho, aquella expresión se estaba convirtiendo en un hábito. Era la que mostraba ahora mientras corría por la Rue Condé detrás de la mujer, con los puños inconscientemente apretados y los labios entreabiertos. Sólo veía lo que tenía delante, o sus propios pensamientos, pero jamás se veía con los ojos de los demás, jamás parecía advertir la fuerte impresión que causaba en los demás.

Era sin duda una impresión muy fuerte, pues aunque aquel aire soñador habría sido del todo inadmisible en un hombre pobre, en Marcel era perfectamente tolerable porque estaba muy lejos de ser pobre y jamás iba mal vestido.

La noche de todos los santos: Anne Rice

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