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La noche de los niños

Libro La noche de los niños, de Toni Morrison

Resumen del libro:

La noche de los niños, la última obra maestra de Toni Morrison, se erige como una exploración profunda de la redención y la lucha contra los errores del pasado. En esta novela, la autora estadounidense, galardonada con el Premio Nobel de Literatura, desentraña con maestría la secuela psicológica de la segregación y el racismo: el complejo de inferioridad. Morrison, reconocida por su destreza en articular la cultura oral, el folklore y la tradición afroamericana, se destaca nuevamente al fusionar estos elementos con la influencia de clásicos literarios como William Faulkner y Virginia Woolf.

La narrativa de Morrison en La noche de los niños es un viaje conmovedor a través de las vidas de sus personajes, que luchan contra las heridas del pasado mientras buscan la redención y la autorrealización. La autora utiliza una prosa lírica y evocadora para tejer una historia que aborda temas fundamentales como la identidad, la memoria y la búsqueda de la verdad en un mundo marcado por la injusticia racial.

En esta obra, Morrison muestra su habilidad excepcional para crear personajes complejos y matizados que capturan la atención del lector desde la primera página. A medida que la trama se desarrolla, los personajes se enfrentan a sus propios demonios internos, y el lector se ve inmerso en sus luchas y triunfos. La voz única de Morrison y su capacidad para explorar las complejidades de la experiencia afroamericana hacen de La noche de los niños una obra imprescindible en su impresionante legado literario.

La influencia de autores como Faulkner y Woolf es palpable en la estructura y el estilo de la novela, lo que añade profundidad y riqueza a la narración. La forma en que Morrison entrelaza elementos de la cultura negra, la tradición oral y la historia personal de sus personajes es un testimonio de su maestría como escritora.

En resumen, La noche de los niños es una obra magistral que no solo revela la maestría de Toni Morrison como autora, sino que también aborda temas críticos de la sociedad contemporánea con una sensibilidad y perspicacia inigualables. Esta novela es una obra que perdurará en el canon literario, dejando una marca indeleble en la literatura contemporánea y continuando el legado de una de las escritoras más influyentes de nuestra era.

Sweetness

No es culpa mía. A mí no pueden acusarme. Yo no hice nada y no tengo ni idea de cómo pasó. Una hora después de que me la sacaran de entre las piernas ya me había dado cuenta de que había un problema. Un problema grave. Era tan negra que me asustó. Un negro medianoche, un negro sudanés. Yo soy de piel clara, con pelo del bueno, lo que se llama «amarillo subido», igual que el padre de Lula Ann. En mi familia no hay nadie que tenga ni remotamente ese color. Lo más parecido que se me ocurre es lo que llaman «alquitrán», pero el pelo no se corresponde con la piel. Es distinto: liso pero con movimiento, como el de esas tribus de Australia que van desnudas. Podrían pensar que es la huella de un antepasado, pero ¿qué antepasado? Tendrían que haber visto a mi abuela; decidió pasar por blanca y no volvió a dirigir una palabra a ninguno de sus hijos. Todas las cartas que recibía de mi madre o de mis tías las devolvía automáticamente, sin abrir. Al final entendieron el mensaje de que no quería mensajes y la dejaron en paz. En tiempos lo hacían casi todos los mulatos y los cuarterones…, si tenían el pelo que hay que tener, claro. ¿Por las venas de cuántos blancos correrá y se esconderá sangre negra? Adivinen. Por las del veinte por ciento, según he oído. Mi propia madre, Lula Mae, podría haber pasado por blanca sin problemas, pero no quiso. Me habló del precio que había pagado por esa decisión. Cuando fue con mi padre al juzgado a casarse había dos Biblias y tuvieron que poner la mano en la de los negros. La otra estaba reservada para las manos de los blancos. ¡La Biblia! ¿Han visto cosa igual? Mi madre era criada de un matrimonio blanco. Se comían todo lo que les preparaba y se empeñaban en que les frotara la espalda cuando se bañaban, y vete tú a saber qué otras cosas íntimas la obligaban a hacer, pero tocar la misma Biblia no. Eso no.

Puede que a algunos de ustedes les parezca mala idea que nos agrupemos según el color de la piel (cuanto más clara, mejor) en clubes sociales, barrios, iglesias, hermandades universitarias e incluso colegios para niños de color. Pero, si no, ¿cómo vamos a conservar algo de dignidad? Si no, ¿cómo evitas que te escupan en la farmacia, que te den codazos en la parada del autobús, eso de andar por la cuneta para que los blancos tengan la acera para ellos solos, o que al ir a la compra te cobren cinco centavos por una bolsa de papel que para un blanco es gratis? Por no mencionar los insultos. He oído hablar de todo eso y de mucho, mucho más. Pero a mi madre, debido al color de su piel, no le impedían probarse sombreros en los grandes almacenes ni ir al servicio. Y mi padre podía probarse los zapatos en la parte delantera de la zapatería, no en la trastienda. Ninguno de los dos se rebajaba a beber de una fuente «para gente de color» aunque se murieran de sed.

No me hace ninguna gracia decirlo, pero la niña, Lula Ann, me hizo pasar vergüenza ya desde un principio, allí en la maternidad. Al nacer tenía la piel clarita, como todos los recién nacidos, incluidos los africanos, pero enseguida cambió. Cuando empezó a ponerse de un negro azulado delante de mis propios ojos, creí que estaba enloqueciendo. Sé que sí, que una vez enloquecí un instante (apenas unos segundos), le tapé la cara con una manta y apreté. Pero no era capaz de una cosa así, por mucho que no me gustara que hubiera nacido con ese color tan tremendo. Hasta me planteé entregarla a un orfanato. Y me daba miedo ser una de esas madres que abandonan a sus hijos a la puerta de una iglesia. Hace poco oí hablar de un matrimonio alemán, blanco como la nieve, que tuvo un niño con la piel morena sin que nadie se lo explicara. Eran gemelos, creo: uno blanco y el otro de color. Pero no sé si es verdad. Lo que sí sé es que, para mí, darle el pecho era como tener la caricatura de una negrita, como las de los cuentos, chupándome el pezón. Me pasé al biberón en cuanto llegué a casa.

Mi marido, Louis, era maletero, y cuando volvió de la estación me miró como si de verdad estuviera loca, y a ella como si fuera del planeta Júpiter. No era de los que dicen tacos, así que, cuando gritó: «¡Mierda! Pero ¿qué coño es eso?», me di cuenta de que se avecinaba una tormenta. Ese fue el problema, lo que provocó las peleas entre los dos. Hizo añicos nuestro matrimonio. Pasamos juntos tres años buenos, pero cuando nació Lula Ann a mí me echó la culpa y a ella la trataba como a una desconocida; peor aún, como a una enemiga.

Louis nunca la tocaba. No conseguí convencerlo de que jamás había tonteado con otro hombre. Estaba convencidísimo de que mentía. Discutimos un montón hasta que le dije que la negrura de la chiquilla debía de venir de su familia, no de la mía. Aquello fue peor, hasta el punto de que se largó sin más y tuve que buscarme otro sitio más pequeño y más barato para vivir. No era tan tonta como para llevármela cuando iba a ver a los caseros; la dejaba con una sobrina adolescente para que la cuidara. Hacía las cosas lo mejor que podía y, en realidad, no la sacaba mucho, porque cuando la paseaba en el cochecito los amigos o los desconocidos se agachaban y echaban un vistazo para decir algo bonito y entonces pegaban un respingo o se apartaban y luego torcían el gesto. Era muy duro. Yo podría haber sido la canguro si hubiéramos intercambiado el color de la piel. Ya era bastante difícil de por sí para una mujer de color (aunque ese color fuera un amarillo subido) tratar de alquilar algo en un barrio aceptable. En los años noventa, cuando nació Lula Ann, la ley ya prohibía discriminar a posibles inquilinos, aunque no había muchos caseros que acataran las reglas. Se inventaban motivos para darte con la puerta en las narices. Pero con el señor Leigh tuve suerte. También es verdad que subió el alquiler siete dólares con respecto al anuncio y que si pagabas un minuto tarde se ponía hecho un basilisco.

La enseñé a llamarme «Sweetness», Dulzura, en vez de «mamá». Así no corríamos riesgos. Con lo negra que era, si me llamaba «mamá» con esos labios, que a mí me parecen demasiado gruesos, la gente habría pensado cualquier cosa. Además, tiene los ojos de un color raro, negro azabache con un punto de azul, como de bruja.

La noche de los niños: Toni Morrison

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